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¿Es posible tener relaciones románticas sin follar?

La brecha entre mi ideal político y mi práctica personal

La anarquía relacional es una propuesta a favor de la autonomía -que no del individualismo- en los vínculos sentimentales, a través de la cual se intentan construir relaciones a la medida de las necesidades y límites de sus integrantes.

Por Alba Centauri
Instagram de Alba Centauri

Otro pilar importante del planteamiento es cuestionar la prioridad en atenciones y la jerarquía a la hora de negociar acuerdos que tienen las relaciones de pareja (también llamadas “sexoafectivas”) por encima de otros tipos de vínculos. O, más ampliamente, los y las anarquistas relacionales nos preguntamos si los criterios habituales que determinan a quiénes debemos dedicar más tiempo y energía de cuidados son equitativos y coherentes con nuestros valores.

Conocí el término en una reunión de la comunidad poliamorosa en Madrid, durante la primavera del 2016, y me sentí inmediatamente identificada.

Hoy, puedo decir que soy afortunada por contar con varios vínculos duraderos que demuestran la viabilidad de esta propuesta. Quizá desde antes de conocer su nombre, para mí la anarquía relacional no es solamente una utopía; es la realidad tangible de mi red afectiva y mi vocación activista.

Sin embargo, si algo me han demostrado estos casi 7 años de experiencia y de estudio en las no-monogamias es que hay miles de formas de vivir los afectos… Y otras tantas de tropezarse con ellos. De todas aprendemos algo. En todas profundizamos nuestro autoconocimiento. Aquí, pretendo contaros cómo mi última relación me puso contra las cuerdas de mis propios principios, haciéndome dudar de todas mis convicciones políticas sobre el amor.

¿Es posible tener relaciones románticas sin follar?
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La persona que entró a mi vida hace apenas seis meses vive sus relaciones de una forma tan distinta a la típica que diariamente me obliga a revisarme.

Xavier es un matemático estadounidense, autista, que se dedica a viajar por el mundo mientras crea algoritmos. Nos encontramos en un festival; él vestía un traje de tigre elástico -con orejitas y todo-, mientras yo paseaba como las diosas me trajeron a este mundo. La primera noche juntes me regaló orgasmo tras orgasmo, entre risas y charlas hasta la madrugada, empezamos a conocernos meciéndonos en una hamaca.

Días después, me explicó que hacía años no sentía atracción sexual lo suficientemente intensa por nadie para buscar encuentros regulares; y se había planteado nombrarse asexual. Yo, que venía subida al globo del enamoramiento, me sentí en caída libre. Aterrorizada de perder eso que acababa de empezar, sin haber tenido la oportunidad de explorarlo en profundidad. No entendía nada. ¿Cómo que asexual si habíamos tenido ya varias interacciones eróticas? ¿¡Si le encanta azotarme las nalgas en mitad de la calle!? Pese a entender racionalmente que esta identidad es un amplio y diverso espectro, mi cuerpo quedaba perplejo ante sus gestos.

 
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Muchas amistades bonitas me acompañaron a procesar mi confusión. Luego, Xavier me aclaró que yo le importaba y quería seguir pasando tiempo conmigo. Algo que me ha tenido que recordar varias veces desde entonces. Poco a poco, con cada nueva conversación sobre el asunto, entendí que toda mi vida había estado equiparando sentirme deseada sexualmente con una cierta seguridad en el vínculo. Me enseñaron (quizá igual que a ti) que lo único que los hombres quieren de mí es follarme. Y que de mi capacidad para complacerlos sexualmente dependía que decidieran cuidarme. Esta noción se trasladó después a mis relaciones con mujeres y con personas no binarias o trans; con quienes pude comprobar que, si no estaba dispuesta a compartir mi intimidad genital, también elles dejaban de priorizar nuestra relación romántica. Así, sentirme deseada se convirtió en el prerrequisito imprescindible para asegurar que quieran follar conmigo mis amores; y la actividad sexual en el único pegamento garante de un vínculo comprometido con darle preferencia a mis cuidados.

Más aún, mi valor como mujer en el mundo ha estado cercanamente ligado a saberme deseable. Mi feminidad y mi identidad sexual son dependientes de ello. ¿Cuántos productos y procedimientos nos venden encaminados a hacernos más deseables heterosexualmente? En tanto que vivimos en una sociedad patriarcal que sigue capitalizando sobre nuestra capacidad de parir y cuidar, nuestra elegibilidad para ocupar este rol asignado -el único donde tenemos valor para el sistema- depende de lo atractivas que resultemos a la mirada masculina. Ser elegible para este rol, ser la elegida, es lo que aporta el valor intrínseco a la exclusividad en la monogamia. Que nos elijan para estar en pareja proporciona estatus, aunque ya no sea con fines reproductivos. Todes sufrimos el peso de un mercado relacional cada vez más parecido a una feria de ganado. Que nos compren o no influye inmensamente en nuestra autoestima, aunque sepamos que nuestro precio lo ponen criterios absurdamente excluyentes, capacitistas, superficiales, clasistas y eurocéntricos.

Por supuesto, hay amistades que se sienten seguras y cuidadoras sin este componente. ¿Cómo lo logran? Yo creo que tiene que ver con que se configuran sobre un sustrato -un tipo de amor- muy distinto al erótico. Al margen de esta forma del deseo. Pero una vez está presente ese factor (incluso unilateralmente), se vuelve determinante. Hay mucho andamiaje sociocultural, y quizá también evolutivo, que sostiene la idea de que son únicamente las relaciones románticas aquellas en las que podemos confiar para limpiarnos el culo cuando seamos viejas. Hay mucho en juego al ser -o no- priorizadas por estos vínculos.

Por cuestiones logísticas, nos separamos todo un mes, durante el cual Xavier me escribía a diario; demostrando su interés en mantener el contacto, una soledad exacerbada, o tal vez ambos. Yo pensé que sería mejor hacer el duelo y olvidarme de él. Cuando propuso visitarme, me sorprendí. ¿De veras estaba dispuesto a cruzar el atlántico sin el incentivo de follarnos? Me debatí entre los pensamientos defensivos contra el malestar de un supuesto rechazo, los cuales ahora veo deben parecerse bastante a aquellos que motivan a algunos señores a indignarse cuando no queremos acostarnos con ellos (“¿¡cómo se atreve a no desearme!?”). Y unas preguntas más calmas: ¿Me cuida? ¿Me lo estoy pasando bien a su lado? Resolví que la respuesta era indudablemente sí. En cualquier caso, nuestra relación está explícitamente abierta. Puedo satisfacer mis ganas de ser deseada en otro lado, pensé.

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Cuando llegó, no sentirme deseada por él, hizo tambalear de nuevo mi seguridad en nuestro incipiente vínculo. El deseo es curioso, no se traslada de un cuerpo a otro tan fácilmente. Me costó muchísimo creer que realmente me apreciaba. Sin embargo, en estos meses de convivencia me ha demostrado con acciones que puedo confiar en su palabra. Han sido ratos tranquilos, románticos y hasta sanadores. Xavier escucha mis preocupaciones con atención, es divertido, cariñoso, responsable con mis emociones, amable y generoso. Disfrutamos dormir desnudos bien pegados, tanto como ver series comiendo pizza o hacer caminatas por el monte. Hemos construido una semiótica propia. Cuidados y símbolos, en definitiva, que normalmente entregamos solo a quien nos calienta los genitales. ¿No es acaso rompedor que podamos desprivatizar de la pareja estas atenciones?

Aun así, las dudas no me han dado tregua. Porque, dentro de esta sociedad alosexista en la que se desarrollan nuestros vínculos, sé que desde fuera sigue pareciendo una pérdida de los mejores años de mi vida y un conformarse que alude a no tenerme amor propio suficiente. ¿Merece la pena priorizar el cuidado de una relación sin actividad sexual? Ya estoy viendo los comentarios afirmando “yo no podría”. Gracias a estudiar sexología, hoy tengo una visión de la erótica más amplia. Me entiendo deseable y deseada más allá de las lógicas coitocéntricas. Concluyo, en definitiva, que mientras nos cuidamos nada es pérdida. Incluso, puede que elegir personas con quienes compartir cantidades significativas de nuestras vidas sea un ejercicio mejor hecho a la luz de la sobriedad que bajo los efectos del chute bioquímico de un orgasmo.

Identifico en mí retazos de la misma culpa que tantas veces he acompañado en mis consultantes, al leerme a través de unos juicios externos imaginarios -pero predecibles- sobre nuestro vínculo. Una culpa que se junta, a su vez, con la de sentir deseos de habitar menos estos márgenes tan complejos, con las ganas de relaciones más normales… Más fáciles. Hoy, intento recorrer este espacio liminal con paciencia.

Ni que decir tengo que su autismo me ha impulsado a ser mucho más precisa en la expresión de mis límites y mis necesidades. Su inteligencia emocional y altas capacidades lógicas me están ayudando a ver patrones aún por sanar en mis formas de responder ante el dolor o la rabia. Aprendo de su empatía a diario. Estoy creciendo hacia una mejor versión de mí misma a su lado. ¡Y estoy viajando!

Nuestra relación carece de etiquetas, no porque estemos intentando huir de las responsabilidades que se asumen automáticamente con ciertos títulos. Carece de etiquetas porque ningún nombre existe para describir una relación como la nuestra.

Espero te haya gustado mi manera de vivir y relacionarme. ¿Te ha pasado algo parecido a mi testimonio? ¿Te gustaría preguntarme algo que no te haya quedado claro? ¡Comparte en el foro!

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