Nunca había tenido ningún fetiche sexual hasta que, por necesidad, me convertí inesperadamente en el ama de un esclavo doméstico. Una relación que me desafía como ninguna otra y que, al mismo tiempo, me concede todas las libertades que necesito. Un testimonio de una unión improbable.
Escrito por Alex Todorov a partir de la experiencia de una dama JOY que prefiere mantener su anonimato. | Ilustraciones: Maria Scholz
De repente, soy un ama
Camina desnuda entre la multitud furiosa y clamorosa. La escupen, los hombres la manosean, las mujeres la llaman puta. La multitud limita cada uno de sus pasos hasta tal punto que solo puede recorrer un estrechísimo callejón de desprecio y odio.
La madre de todas las humillaciones. Un gran momento televisivo: el paseo de la vergüenza de Cersei Lannister en Juego de Tronos.
Una escena que me hace sufrir con la boca abierta, mientras estoy tumbada en mi sofá y mis pies descansan sobre la espalda de mi esclavo doméstico, que permanece inmóvil. Este es uno de los momentos en los que, inesperadamente, me doy cuenta de que yo, una mujer «vainilla», tengo un esclavo doméstico.
Cómo encontré a mi esclavo doméstico
Mediados de marzo de 2020. Las calles están vacías, un virus paraliza el mundo y yo me siento como en la película Soy leyenda. Estoy planificando mi mudanza: caos en los dos pisos, confusión en mi cabeza. Me siento totalmente abrumada. ¿Por qué? Porque según la normativa oficial, se supone que nadie puede ayudarme.
Según la administración municipal, me enfrento a una multa considerable si recurro a la ayuda de amigos y nos descubren o nos denuncian mientras llevamos mi mesa de roble macizo al ático. Los nervios me están matando. Estoy agotada. Cabreada. Solo quiero ir a mi ático y librarme de este virus.
La salvación llega en una forma inesperada. Sin segundas intenciones, hablo más de la cuenta con mi mejor amiga, que se entera así de mi situación. Su oferta:
Un pequeño inciso: mi amiga tiene varios esclavos, incluyendo un esclavo lamedor. Prestar estos esclavos y sus habilidades forma parte del fetiche. No obstante, hasta este momento no me había ofrecido a ninguno de ellos, ni yo había tenido necesidad. Ahora pronto tendré un esclavo doméstico en préstamo. Compartir es una nueva forma de poseer, y compartir esclavos es la disciplina reina.
¡El miércoles a las 2 de la tarde, mi mudanza llegará a su fin!
La primera vez que comparto un esclavo
Me siento al mismo tiempo insegura y contenta por la ayuda. Les he puesto una condición al esclavo y a su ama para el préstamo: debe permanecer vestido y yo no tengo que hacer nada con él. BDSM, látex y cuero, dominación femenina… no es lo mío. Hasta ahora, solo he tenido relaciones convencionales y aburridas. Lo único atípico en mi vida sexual tradicional: practico el poliamor en varias relaciones íntimas. Y aun así, incluso en estas redes de relaciones, todo se ha desarrollado siempre de forma totalmente convencional. Nada de disfraces, ni juegos de rol, ni siquiera un pequeño azote.
El esclavo me comunica un deseo de antemano: tengo que mirar mientras limpia. Con toda mi ingenuidad, dejo que se ponga manos a la obra. Solo después me daré cuenta de la responsabilidad que conlleva una situación como esta.
Miércoles, 2 de la tarde. Está en la puerta. De mediana edad, bien cuidado, ojos bonitos. Se presenta educadamente y le pido que pase. Sin más preámbulos, centro la atención en las tareas pendientes de la mudanza para alejar de mí lo absurdo de la situación.
Durante las siguientes horas, él recoge, arrastra, limpia, barre o monta una estantería. Lo observo tímidamente mientras realiza algunos trabajos de limpieza. Nuestra comunicación es reducida y objetiva.
El cigarrillo de después
Ya es de noche. La primera fase de la mudanza ha concluido. Agotados, fumamos juntos en mi balcón. Después de medio día en el que solo hemos hablado de lo esencial, iniciamos una conversación. Sucede algo extraño: sentimos una cercanía inmediata al estar juntos. Su voz. Los temas. Sentimos dónde termina uno y dónde comienza el otro, y viceversa. Entre nosotros hay un equilibrio. Mis inhibiciones disminuyen.
Me sorprende lo reflexivo que es y la confianza con la que afronta esta situación. Sabe exactamente lo que quiere, lo que significa para él servir. Lo que gana con ello.
Al final, me pregunta si me he sentido cómoda. Si ha hecho algo antes que no me haya gustado. Si puede volver. Lo hace con una gran sensibilidad por los matices y la situación. Libre de servidumbre, sin importunarme.
Acepto.
Es hora de darle un ascenso
Comienza a visitarme de forma regular, entre dos y tres veces a la semana. Finalizamos mi mudanza. Suele visitarme durante algunas horas por la tarde. Limpia, plancha, realiza tareas domésticas, sale a hacer la compra. Cada vez con más frecuencia, se queda a cenar —a los dos nos encanta la comida india— y hablamos. En ocasiones, acabamos en el sofá y me masajea los pies.
Después de unas tres semanas, en las que nuestra relación se va definiendo mejor poco a poco, nos sentamos muy cerca uno del otro en el sofá cuando él ha acabado su trabajo. Mi respiración se vuelve más profunda. Nos miramos. «¿Te puedo lamer», me pregunta repentinamente y con naturalidad.
En este momento, quiero hacer una breve pausa para explicar esta escena de porno estudiantil. Algo que he comprendido muy lentamente y de forma cada vez más clara durante estas tres últimas semanas es que me excita que un hombre friegue el suelo delante de mí. Que se ponga a mis pies. Que me sirva.
En todas mis relaciones, nunca había interiorizado el papel dominante. Todo lo contrario: siempre me preocupaba por el bienestar de mis parejas. Y, de repente, ahora soy consciente físicamente de una realidad: me humedezco cuando él se arrodilla ante mí. Incluso antes de que me preguntase si podía lamerme, yo ya jugaba secretamente con la idea de que lo hiciese.
Y ahora me hundo en el sofá y, con un espléndido orgasmo, le doy un ascenso de esclavo doméstico a esclavo lamedor.
Enhorabuena, esclavo. ¡Sigue así!
Aprendiendo a ser un ama
En las siguientes semanas, me dedico poco a poco a mi papel como ama. Soy su alfa y su omega. Mi palabra cuenta. Para él, tengo un estatus de diosa. Si lo llamo a las 3 de la madrugada para que venga, conduce 50 kilómetros sin pensarlo. Me llama «ama», mientras que yo lo llamo por su nombre o «esclavo».
Después de casi un mes, incluso encuentro placer en los pequeños castigos. Soy extremadamente escrupulosa con la limpieza: si algo no está tan limpio como me esperaba, recibe un azote en las nalgas o le aprieto brevemente los testículos. O mi favorito: hago que se arrodille sobre el palo de una escoba.
La mayor parte del tiempo, le exijo que se mantenga casto. Nada de masturbarse si no estoy presente. Solo si realiza una tarea con éxito y estoy muy contenta con él, puede tocarse delante de mí. Pero esto ocurre muy pocas veces. En una ocasión, eliminó una mancha de mi carísimo fregadero de cerámica que yo no había logrado quitar hasta entonces. ¡Autorización para el orgasmo concedida!
Dejando a un lado el hecho de que rara vez estoy muy satisfecha, disfruto enormemente dejando que casi se corra. Llevándolo al límite. Prohibiéndole el final. Eso alimenta mi lujuria, hasta tal punto que después tiene que lamerme para que yo alcance el orgasmo, en lugar de estimularse a sí mismo. El castigo puede ser una recompensa.
Azar y confianza
Antes de una visita, él no sabe qué trabajo tendrá que hacer: lo decido espontáneamente. El abanico de posibles tareas es enorme y él disfruta de este azar. Después de la sexta semana, es hora de otro ascenso. Ya no es solamente esclavo doméstico y esclavo lamedor. Es el esclavo de todo mi hogar. Lleva mi basura a reciclar, carga con cajas de bebidas y me masajea los pies durante dos horas sin decir nada, mientras yo disfruto de un sueño relajante. Aunque sus responsabilidades van en aumento, lamerme se convierte en una constante. Una visita del esclavo en la que no me haya corrido dos o tres veces parece una pérdida de tiempo.
Llega un momento en que mi amiga y prestamista lo libera: «Encajáis mucho mejor los dos». Paso de compartir a poseer, lo que me permite descubrir algo: tengo unas pretensiones de propiedad y uso bastante rígidas con respecto a él. No me cabe la menor duda: no le permitiría tener dos amas. Al fin y al cabo, no es posible adorar a dos dioses. Esto socavaría la exclusividad unilateral de nuestra relación. No se me ocurriría prestárselo a nadie: me pertenece a mí.
La base de nuestra relación es la confianza. Si, por ejemplo, me enterase de que se ha masturbado en mi ausencia, lo mandaría a la mierda. Aunque suene exagerado, esta es en definitiva la lógica establecida en nuestra relación. Para mí, solo funciona de esta forma.
La propiedad obliga
La otra cara de la moneda: en esta relación hay aspectos profundos e intensos que no acepto. Rechazo su deseo de controlar una parte de sus finanzas. Rechazo llevarlo cuando quedo con mis amigos, ya que me aterroriza el aprieto en el que me podría meter si nos preguntasen de qué nos conocemos y tuviese que mentir.
Necesito un descanso de la toma de decisiones. La faceta dominante que he descubierto en mí a través de esta relación me pertenece a mí, pero no es más que una faceta de mi personalidad. No he nacido para ser ama. La propiedad obliga, y no siempre tengo ganas de asumir esta responsabilidad.
Aunque al principio me resisto, llega un momento en el que empiezo a establecer reglas, pequeños rituales que estructuran nuestra relación. Antes de cada visita, se arrodilla frente a la puerta hasta que yo la abro. Antes de irse, se arrodilla de nuevo ante la puerta y me da las gracias. La única interacción sexual es el cunnilingus; la penetración es tabú. Cuando pasa la noche conmigo, duerme en la alfombra a los pies de mi cama. Tiene que encenderme los cigarrillos. Tiene que planchar toda mi ropa, incluso los calcetines. Cuando limpia, comienza en la cocina y acaba en el baño.
Sin embargo, hay algo a lo que todavía no sé enfrentarme bien: después de cada visita, me da 200 euros. Necesita pagarme, es parte de su fetiche. Hasta hoy, no he tocado ese dinero, que permanece en un cajón. Tal vez se lo devuelva cuando la relación se acabe, no lo sé.
¿Una relación real?
Lo que más me sorprende de mi esclavo es su determinación por servir. La rotundidad con la que se somete. No espera nada, tiene el simple deseo de dar. Se entrega a este deseo y está totalmente absorto cuando da y sirve. De esta forma, refleja un amor incondicional y desinteresado que, de otra manera, no podría ni debería existir, porque en las relaciones convencionales en desequilibrio permanente, este amor provocaría inestabilidad y enfados. No obstante, con él se trata prácticamente de un estado zen.
Además, me gusta su forma de ser. Es cortés y tiene unos modales asombrosamente buenos. Es inteligente, elocuente y tiene una gran capacidad de discusión. Compartimos valores fundamentales y conversaciones con las que crecemos. Mientras hablamos sobre relaciones, el clima político o finanzas, no hay ninguna jerarquía. Sondeamos nuestras posiciones. No siempre tenemos la misma opinión, pero nuestra interacción se caracteriza por la calma y la confianza. Sin embargo, las situaciones también pueden calentarse.
En una ocasión, durante una discusión caí en el papel de ama. Sus argumentos contundentes sobre la renta básica universal me molestaron tanto que lo obligué a arrodillarse sobre el palo de la escoba durante media hora. ¿Escribí anteriormente que yo no había nacido para ser ama?
Dejando a un lado estos problemas, nos une una rara dinámica.
¿Tengo miedo de que nuestra relación acabe?
No. Tal vez en algún momento él desee tener un ama que lo trate con más firmeza. Tal vez algún día la responsabilidad sea demasiado para mí. Lo que tenemos es un regalo inesperado que todavía nos depara sorpresas. Esto es lo que escribiría Nicholas Sparks, e incluso tendría razón.
Si esta relación se rompiese, me podría imaginar de nuevo en una relación de dominación y sumisión. ¿Pero volverán a alinearse los planetas en alguna ocasión para encontrar una relación como esta que funcione de acuerdo con mis reglas «vainilla»?
No quiero ponerme ropa de cuero ni armarme con insignias de poder como anillos o látigos. Me gustaría acomodarme en el sofá con mis pantalones de chándal, colocar los pies sobre la espalda de mi esclavo y disfrutar viendo cómo Cersei somete a sus atormentadores para vengarse.
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