Sexo en el cementerio (sin ser Halloween)
No fue nada macabro ni oscuro. Lo decidimos con el sol en alto, a eso de la una del mediodía, y por unas casualidades del destino, que sigue siendo caprichoso con ambos. Vaya por delante que en estos últimos años de moverme en el mundo liberal y de mi revolución sexual, me he descubierto exhibicionista.Aunque, por ahora, bastante controlada. Lo he hecho en baños de discapacitados, con el cerrojo bien pasado, en algún vestidor, en el bosque con el coche semioculto y en la playa, pero siempre de manera discreta... No podría mostrarme desnuda o manteniendo sexo de una manera explícita con gente delante, más allá de un club, claro. Lo que me va, lo que me pone es el juego, el riesgo de que nos puedan pillar o que alguien nos vea de lejos, mientras estoy con mi pareja, disfrutando morbosamente.
La propuesta surgió así, como es él, natural. Ya habíamos hablado de la posibilidad de hacer dogging en un espacio alejado, de esta montaña mágica. Habíamos consultado, incluso, en la app “Mis picaderos”, un mapa interactivo y colectivo donde la gente recomienda espacios íntimos donde tener sexo y los puntúa por comodidad, discreción, accesibilidad, etc., como si fuese un restaurante. ¡Me encanta la creatividad de la gente! Tiene mucho éxito: solo en Barcelona hay más de 1.800 puntos calientes y en Madrid superan los 2.500. En toda España, cifra redonda: 10.000 picaderos recomendados. Jarana pura.
Como ambos tenemos horarios laborales flexibles, allí estábamos dentro del coche un jueves de septiembre, cuando dijo con firmeza: “gira por ahí y entramos en el cementerio”. “¿Quieres decir?”, le pregunté con los ojos como platos, entre asustada y con deseo. “Si quieres, ya conduzco yo, que trabajé en mantenimiento aquí, de joven, y me lo conozco bien”. Le cedí el volante, cerré los ojos y me dejé llevar, no sin ciertos nervios.
Es un tío que me pone un montón. Sexy, muy potente, atrevido, bastante loco, sin filtros, pero a la vez siento el estómago en un precipicio a punto de estrellarse, cada vez que se le enciende la bombilla. Fue sorteando unas obras, después un camión de mantenimiento, alguien que iba a visitar a un pariente fallecido… Mi cabeza iba a mil, mientras pensaba: “¿vamos a follar en un cementerio? menuda falta de respeto. Si nos pillan, me muero. Aún saldremos en el diario. O nos detienen”.
Por suerte, como conocía la instalación, condujo hacia el final, donde están las tumbas más antiguas, con fallecidos hace casi un siglo. No había nadie. Solos y en silencio (como debe ser). Aparcó en una esquina, discretamente y yo monté el nidito de amor. Una toalla en el asiento de atrás, toallitas húmedas, protección, papel higiénico… Tapé una de las ventanas con una esterilla de la playa. ¡Hasta quedó cuco! Y nos lanzamos al lío.
Fue divertido, intenso, rápido y con mucho movimiento de contorsionista, pero, sobre todo, lo gozamos. Nuestra piel conectó, la mirada nos quemaba y el deseo ardió. Los cuerpos, sudorosos y sedientos del otro, se entrelazaron con un compás rítmico. Tuve que contener mis gemidos. Él me tapó la boca y me excité aún más. Acabamos felices y riendo, por la situación loca y desacomplejada. Nos aseamos de modo exprés y acariciándonos, con complicidad y mimos, salimos del cementerio. A la luz del día. Sin ser Halloween. Pero con más de una mordida en el cuello.