Unicornio

En un claro entre el bosque, iluminado por la pálida luz de la luna, un unicornio se acerca lentamente, su figura etérea reflejada en las sombras de los árboles. Su pelaje brilla como la nieve y su cuerno centellea con un resplandor mágico, atrayendo todas las miradas hacia él, como un imán de deseos inconfesables.

Allí, al otro lado, alguien lo espera, alguien cuya presencia vibra con la misma intensidad que la del ser mítico. Sus miradas se encuentran y en el silencio de la noche, el tiempo parece detenerse. Sin palabras, los ojos hablan, la atracción crece en ese instante suspendido, donde lo irreal se vuelve posible.

La figura humana se acerca despacio, apenas respirando. El unicornio inclina su noble cabeza, permitiéndole acariciar su crin sedosa, como si fuera un secreto que compartieran bajo la luna. Los dedos recorren su cuello con una suavidad casi reverente, cada toque desatando un torrente de sensaciones. Es como tocar una estrella, como conectar con una parte de sí mismo que nunca antes había explorado.

Las caricias se vuelven más audaces, y en un acto de rendición mutua, el humano y el unicornio se inclinan, y un beso se dibuja en el aire, leve, como el roce de un suspiro. Es un beso etéreo, un lazo que atraviesa lo mortal y lo divino, tan suave que apenas roza la piel, pero lo suficiente para encender un fuego interno.

Ese instante se llena de pasión contenida, una promesa de lo que nunca podrá ser completamente poseído. Ambos seres, tan distintos y a la vez tan conectados, permanecen en el abrazo de esa noche, explorando la intensidad de cada mirada, cada roce, cada sentimiento. El deseo palpita, profundo y mágico, dejando en el aire la esencia de un amor imposible, tan real como los latidos que resuenan en sus pechos.