La vecina de en frente
Juan es un mirón. Un voyeur, en finolis. Podría no tocar ni tocarse y deleitarse lo mismo con un buen paisaje; es decir: un buen cuerpo, unas estilizadas piernas con línea de salida en una falda acampanada o plisada, pero mini y con punto final en un fino tacón de aguja de esos que torturan a las mujeres y vuelven loco a los fetichistas.Quede claro. Juan es hetero, ni machote ni machirulo, y en eso del faldeo es más de imaginar que de pormenorizar, más de acariciar que de palpar, no digamos de azotar. De hecho, goza mucho más con imaginar lo que puede suceder cuando el destino le premia con una súbita ráfaga de aire.
Es suficiente con que se aviste un ápice del color, forma y textura de la prenda interior. Porque eso sí, puestos a elegir, mejor braguita que tanga. El privilegio de la desnudez de nalgas es preciado bocado para un mejor momento, no para la burda calle de todos.
—¡Céntrate Ignatius, que vas de liana en liana como Tarzán y me prometiste que Juan no era el protagonista!
—Si es que… Pero un poquito sí que tengo que fijarme en Juan, porque para que ella sea protagonista, tiene que haber alguien que la espíe.
Juan, decíamos, es un voyeur de libro. Por decirles que participaba en las procesiones de Semana Santa de su pueblo porque, enfundado en su capirote turquesa, podía observar a todas las mozas sin que nadie lo reconociera. Y las tenía tan cerca que en el silencio de la procesión incluso podía oler los escotes de primavera como Jean-Baptiste, el de Süskind. Y si se empalmaba, la túnica lo disimulaba todo.
—¡Y dale con Juan!
—Que sí, que ya voy.
Y Juan, tiene ahora una nueva diana. La vecina de enfrente. Recién mudada. Solo apuntaré algunas de las excelencias que me confesó mi amigo mirón tras cuatro Macallans en La Whiskería de la calle Caspe —últimamente famosa por haber logrado que más de la mitad de su clientela sean grupos de mujeres.
El piso de Juan, debidamente protegido con ese tipo de vidrio tintado que defiende los importantes en coches oficiales, es un edén para los James Stewart de teleobjetivo indiscreto. Y la nueva inquilina es… ¡Una diosa! Me exclamó con deleite, voz ronca y torpeza alcohólica.
Madura, pero de aspecto y ajetreo domiciliario juvenil. Delgada, pero con formas ya algo imperfectas fruto del paso de los años y quién sabe si de algún parto o cirugía de esas que deja señales dignas de besar en un acto amatorio como Dios manda.
Flexible, mucho, porque si se estira en su cama kingsize llega a donde quiera que se proponga, pero, eso sí, para la lectura se pone gafas, unas enormes, de pasta negra, que aún la embellecen más porque la terralizan y la alejan del patrón de las aniñadas modelos de revistas o pasarela.
Duerme desnuda —prosiguió—, y Juan no duerme, claro. Al menos hasta que ella apaga la luz. Está seguro de que se exhibe. Aunque él se ha preocupado muy mucho de no delatarse. Pero es que la mujer no para de recrearse en la ventana, tocándose con fruición. Su sexo depilado, sus pezones duros y saltimbanquis al roce, unos senos maravillosos del tamaño que supuestamente se atribuye a los pechos de María Antonieta que Luis XV ordenó forjar en copas para el champán.
Ver como se hace el amor a sí misma es como pornografía de los hermanos Lumière, cine mudo al que solo le falta el blanco y negro. Y cuando finalmente se retuerce con el éxtasis del orgasmo, resulta hasta doloso ver como se lleva las manos a la cabeza donde, —¡ui!, que no les he contado todavía lo más singular y misterioso de la bella vecina—, no hay cuero cabelludo porque va rapada al uno. No me negarán.
De los ojos de Juan casi emanan lágrimas de devoción, seguro que no por el alcohol. Nos conocemos desde niños y ganas no faltaron de arrodillarme para rogarle que me llevara a su casa y compartir con él tremendo espectáculo. Preferí proteger su templo. Escribirlo. Y que Mariona me dé su aprobación.