Acónitos, jazmines, belladona y lavanda.
Conforme el carruaje se acercaba a aquella aldea, el joven Doctor sentía como los últimos vestigios del verano iban quedando atrás en el recorrido, y que los primeros tonos del otoño ganaban terreno conforme avanzaban los corceles por aquel camino polvoriento.Aquel lugar no era su destino final, pero sí parada obligatoria de descanso, y aunque realmente deseaba recogerse, el atardecer de aquel paisaje que iba descubriendo le resultaba algo inquietante y poco apetecible para pernoctar allí.
Al llegar, y como una bienvenida desafortunada, la primera construcción era el pequeño cementerio del lugar. Un espeso jazminero invadía la verja de hierro, que contrastaba el blanco de sus jazmines con el azul intenso, casi morado, de los acónitos.
Unos metros después de pasar el cementerio, el carruaje se detuvo en la puerta del hospedaje. Tan cerca estaba, que la brisa otoñal de la tarde arrastraba hasta el joven el aroma a jazmín proveniente de la verja del camposanto.
Mientras el cochero bajaba el equipaje, una mujer se acercaba desde el camino del cementerio hacia donde estaba parado el Doctor. Iba ataviada con una capa negra, cuya capucha cubría su cabeza.
Dado que era principios de otoño y el frío no arreciaba todavía, el joven dedujo que la capa no era de invierno, pues la tela revoloteaba con ligereza tras los pasos de la dama, por lo que la tela era liviana, y le dió la sensación que parecía que llevaba esa capa más por ocultarse que por abrigarse.
Conforme iba a pasar por su lado, el Doctor observó que la mujer llevaba en sus manos un ramillete de acónitos, probablemente recogidos de la valla del cementerio.
• Disculpe Madame, tenga cuidado con esas flores, pueden provocarle una intoxicación - le dijo con tono atento pero serio.
La mujer aún anduvo unos pasos mientras el Doctor le hacía aquella observación. Paró tras oír el comentario, y se giró hacia él levemente.
• No se preocupe, Señor, es usted muy amable - le dijo con voz serena - Son mis flores favoritas y las conozco bien. Solo las disfruto por su belleza... por puro placer. Que tenga usted una plácida noche, Señor. -
Levantó ligeramente la cabeza, y con una mirada oscura como el incipiente anochecer que se abría paso, fijó sus ojos en él durante un instante, y la mujer siguió su camino.
El hospedaje constaba de una cantina a pie de calle. El Doctor entró con su equipaje y se dirigió a la barra, aún con la imagen de aquella mujer en su cabeza.
Los dueños del hostal eran un matrimonio de aspecto afable.
• ¿En qué puedo ayudarle, Señor? - le preguntó el mesero, mientras su esposa un poco más al fondo, le regalaba una amplia sonrisa al Doctor a modo de saludo, sin dejar de manipular efusivamente condimentos y cucharones.
• Buenas tardes, agradecería una taza de té bien caliente, una copa de brandy, y algo para cenar, si fuera posible.
• Por supuesto Señor- le respondió el mesero mientras rápidamente comenzaba a servirle las bebidas - ¿Está usted de paso? ¿Se dirige a la ciudad, Señor? - Preguntó con amable curiosidad.
• Así es, soy Doctor y empiezo a trabajar en la ciudad esta semana. Me dieron sus señas cuando me contrataron.
Sólo pasaré esta noche en su establecimiento. De hecho, si me da la llave, voy subiendo mi equipaje mientras acaban ustedes de preparar mi cena.
La cara del mesero cambió por completo, tornándose en gesto preocupantemente serio.
• Eso no va a ser posible Señor. Aquí no puede usted pasar la noche... ¡Está usted mal informado!
El Doctor no daba crédito.
Ya no sabía si le pesaba más el cansancio del viaje, lo largo que se le estaba haciendo llegar hasta una cama donde descansar, o la sucesión de escenas pintorescas.
• ¿Y por qué no? - replicó manteniendo todavía la poca paciencia que le quedaba - Esto es un hostal, veo que tiene las llaves de las habitaciones justo detrás de usted, le digo que me dieron sus señas... Hasta mañana no pasa el siguiente carruaje hacia mi destino, ¡y por Dios que necesito pasar la noche y descansar!
El mesero resopló, y se dirigió hacia su mujer junto a los fogones, moviendo la cabeza en negación.
El matrimonio discutía en voz baja y la señora lanzaba miradas compasivas hacia el joven Doctor, sin dejar de esgrimir un cucharon como si fuera un sable. No parecía que se pusieran de acuerdo.
El Doctor apuraba su brandy ya acomodado en una mesa, mientras esperaba algún tipo de respuesta de los meseros.
Como una sombra derramada sobre él, sintió como alguien le observaba. Tal fue la sensación que recorrió su espalda, que no pudo evitar girarse, como un reflejo físico tras un golpe o dolor sobrevenido.
Al fondo del local, sentada solitaria, estaba ella de nuevo, con los acónitos sobre la mesa. Mantenía su capa puesta y la capucha cubriendo su cabeza, pero veia perfectamente su mirada que se clavaba de nuevo en los ojos del joven. La extraña dama le dirigió una leve sonrisa que más allá de reconfortarlo, le hizo sentir como si todo a su alrededor quedara borroso, ajeno e insonoro a la extraña atracción que ejercía sobre él.
Absorto como estaba, se giró de nuevo abruptamente asustado por el ruido del plato que el mesero dejó sobre la mesa.
• Escúcheme bien Doctor- le dijo el mesero con la seriedad propia de un padre, - Aquí le dejo la llave de una habitación. Siendo usted quien es, no seré yo quien lo deje a la intemperie toda una noche. Pero, escúcheme bien - insistió - se queda usted bajo su responsabilidad, y los dos caballeros de la barra son testigos de ello! - dijo levantando la voz con solemnidad y señalando con el dedo hacia la barra.
El Doctor miró hacia aquellos hombres, nombrados testigos por el mesero, los cuales le miraban con cara condescendiente y el más anciano se persignaba con resignación.
Volvió a mirar hacia el fondo del local. Ella, su mirada y sus acónitos ya no estaban.
El Doctor acabó de cenar y por fin, subió a su habitación.
Mientras abría la puerta, la mesera subió tras él:
• Señor, parece usted un buen muchacho, si me permite la expresión, ya sé que es usted todo un Doctor... tiene usted la mirada limpia y vívida propia de un hombre joven - le dijo con todo el cariño maternal que pudo. - Ruego no se ofenda por lo que le ha dicho mi esposo... En esta época del año y hasta que pasan las fechas de los difuntos - se persignó efusivamente - ni siquiera nosotros pasamos la noche aquí en el hostal. Nos vamos a la granja de mi hermana a las afueras. Seguro que le parecerán supercherías de aldeanos, pero en la noche... Ocurren cosas extrañas... Sonidos y movimientos sombríos...
• ¿Fantasmas? - le interrumpió el Doctor esforzándose por no ser condescendiente con la amable señora.
• Ay Señor, no sabría decirle... Brujería, seres extraños que se alimentan del alma de los incautos... Usted, se lo ruego, no salga de la habitación hasta que salga el sol, ciérrese bien por dentro...
La señora se volvió a persignar y se marchó.
Por fin solo, hacía tiempo que no le reconfortaba tanto ver una cama. Miró a su alrededor, y le resultó entrañable ver que había sobre una mesa una jarra de agua, una botella de licor y una cesta con uvas, manzanas, higos y pan.
- Qué detalle ... - pensó el Doctor, para seguidamente sorprenderse al ver junto a los obsequios un jarrón con unas belladonas.
• Qué querencia por las flores tóxicas tienen en este lugar...- suspiró el Doctor mientras las apartaba de la comida.
Tomó un poco de licor, que parecía un orujo de hierbas con regusto acre que no supo identificar, asomado a la ventana mientras las luces de la cantina iban apagándose allá abajo.
La noche era serena, fresca pero agradable, con un silencio absoluto, quizá más allá de lo esperado, con la luz de la luna como única compañía y la quietud del cementerio al fondo. Se tumbó en la cama y no tardó más de un minuto en caer rendido al sueño.
Abrió los ojos levemente. Aún era de noche. Notaba cómo un par de gotas de sudor caían por su frente. Su cuello y su pecho ardían, y no atinaba a alcanzar su reloj de bolsillo a pesar de estar en la mesilla de noche.
No estaba mareado, pero si desorientado, especialmente cuando se vio desnudo apenas cubierto por una sabana.
Intentaba incorporarse, cuando una voz serena le interpeló mientras una mano suave le acariciaba la cara con un paño húmedo que desprendía esencia de lavanda.
• Recuéstate, deja que te alivie...
El Doctor no entendía, o no podía entender en su delirio febril, cómo era posible... se suponía solo en aquel lugar... Intentando convencerse que era la mesera, salió de dudas cuando la misteriosa samaritana se acercó lo suficiente.
Tenía el pelo oscuro, recogido pero con algunos mechones sinuosos sobre sus sienes y su cuello. Llevaba una túnica, quizá un camisón, largo, con mangas amplias, de color azul oscuro, azul intenso como el cielo de las noches estrelladas de verano, que contrastaba con el color blanco de su piel y sus labios encarnados.
La intensidad del color azul, era inversamente proporcional al grosor de la tela vaporosa que marcaba su silueta, en cada contorno de su cuerpo, en un interminable sin fin de voluptuosidad femenina.
Sus pechos se marcaban con la belleza propia de una amazona, tan sólo flanqueados por una lazada suavemente anudada sobre el escote de su atuendo.
Fascinado y asustado, la observaba en la penumbra de la habitación intentando comprender, cuando ella se deslizó sobre la cama, hasta posarse a horcajadas sobre él.
Quedó paralizado y reconoció entonces que era la mujer de los acónitos: esta vez su mirada lo dejaba clavado por completo a la cama, sintiendo una placentera indefensión.
Ella pasó sus manos por la frente de él, deslizandolas suavemente hacia su cuello y su pecho ardiente mientras contoneaba caprichosamente sus caderas montada sobre él, y él notaba cómo un frío inexplicable emanaba de esas manos tan hermosas que le calmaban el ardor de la fiebre al paso de su tacto, y su atención empezaba a dirigirse al movimiento de sus caderas pecaminosas.
Ella desmelenó su cabello, desató la lazada de su escote, y dirigió las manos del joven hacia sus pechos suspirando melosa a cada caricia
- ¿No me deseas? ... Eres tan hermoso... tu cuello, tu torso, eres tan apuesto... - le susurraba mientras le acariciaba la barba rojiza de su mentón - No te resistas, sólo déjame tomarte esta noche y nunca me olvidarás... Por favor, dime qué tú no me temes...
El temor del Doctor se tornó en calma, y la calma en excitación. Se sentía absolutamente cautivado por la sensualidad de aquella mujer a pesar del halo oscuro que desprendía. Quería decirle que no dejara de tocarle, que el aroma y el color de su piel traía el perfume de los jazmines que tanto le embriagaban, que no le importaba si era sueño o realidad enfermiza y febril, y que tampoco le importaba si iba a condenar su alma por una noche con ella, pero no podía más que acariciarla y asentir desvalido hechizado bajo su mirada.
Conforme el joven la agarró por las caderas con sus manos, ella se lanzó hacia su cuello como un animal, besandole y lamiéndole como si lo fuera a devorar.
• Yo me alimento de tí y tú empápate de mi lujuria - le susurró al oído, y como quien escucha llamada a la batalla, él deslizó sus manos para despojarla de aquella seda que la envolvía y por fin, al roce completo de sus cuerpos se incorporó apresandola entre sus brazos con toda la fuerza que era capaz, mientras ella cabalgaba sobre él gimiendo lujuriosa.
Él notaba cómo ella le arañaba la espalda y por un momento sintió como si fueran dos animales bajo la luna entre la espesura del bosque.
Con los primeros rayos de sol, unos golpes insistentes sonaban en la puerta de su dormitorio. Se despertó confuso, desnudo y solo en la cama revuelta.
• Doctor, buenos días, ¿está usted bien? - se oía a la mesera al otro lado - Ande, baje a desayunar.
• Sí... bien... Gracias... - acertó a decir.
No tenía fiebre, la botella de licor prácticamente vacía...
Ella ya no estaba, si es que estuvo.
Hubiera creído que había sido un sueño, un delirio... si no fuera por las marcas de su espalda, el aroma a lavanda que aún permanecía en su piel, y la mirada clavada en su pensamiento que desde luego, como le prometió, no iba a olvidar jamás.