Realitá
En Nápoles quedan, o quedaban hace 15 años, algunos cines que eran como los ancestros de los clubs de intercambio, peepshows y saunas gay, todo a la vez. Me daba un montón de morbo y cuando la taquillera, una matrona italiana que parecía la estanquera de Fellini, me extendió la entrada, sentí que uno de mis sueños al fin iba a cumplirse. En el patio de butacas debia haber media docena de tíos dándole al manubrio y también una pareja en primera fila que parecía no despertar el mayor interés entre el público asistente. Me senté cerca de ellos y vi que él le trabajaba el coño con un par de dedos. Me hizo señas para que me acercará y me puse justo en la butaca de al lado. Ella me preguntó si era hetero como si se interesara por una especie a punto de extinguirse. No vienen mucho por aquí, heteros quiero decir. Pero los gays saben que a mi marido no le gusta que los tíos le coman su pollón, o al menos no antes de que me hayan follado a mi primero, y los habituales no se acercan. - Estoy interesado en tu chochito. - Puedes tocarlo, si te apetece. - Mejor os invito a mí habitación de hotel. El coño de Simonetta era peludo pero arreglado, noventero y morenote. Y bastante golfo. Pietro y yo nos turnamos para follar con ella y me pidieron que le echara la lefa sobre el ombligo, porque la hacía reír y así el también se sentía feliz. Nos la comió a los dos mientras frotaba nuestras pollas como si estuviera afilando dos katanas. Así que estuvimos unas horas en aquella tarde Napolitana, con la ventana abierta, mientras entraba un olor a calor y gelati que se mezclaba con el aroma de nuestros fluidos.