El laberinto
Con su vestido negro ceñido de una pieza, que tapaba tanto el conjunto de lencería como el arnés, decidió que esta noche sería diferente. El rumor de una fiesta clandestina en un parque de atracciones abandonado a las afueras de la ciudad había encendido su curiosidad y decidió ir sola para no tener que dar explicaciones.Al llegar, las luces de neón viejas titilaban, proyectando sombras inquietantes sobre las atracciones abandonadas. La música vibraba en el aire a lo lejos, mezclándose con el crujido de la madera vieja bajo sus botas. Mientras avanzaba, sintió la emoción y el peligro en cada rincón. En medio del parque se erguía silencioso el laberinto de espejos. Era un lugar que prometía, para perderse y encontrarse. No había nadie en la puerta controlando el acceso, ni se escuchaba a nadie en el interior entre todo aquel ruido, y decidieron entrar.
Al cruzar la entrada, la atmósfera cambió. El aire parecía más denso, impregnado de una expectación casi tangible. Los espejos multiplicaban su figura, creando infinitas versiones de ella misma, pero también las de el resto de gente que allí había, no tan en silencio como parecía desde fuera. Había unas taquillas donde podía dejar la ropa, que ya empezaba a pesarle encima, al ver a aquella gente prácticamente desnuda reflejada mil veces por todos lados.
Junto a las taquillas había un espejo convexo horizontal y allí había un tipo solitario haciendo el idiota, reflejando su pene en el espejo y haciendo como si la tuviera larguísima (y finísima, pobre) rompiendo totalmente el clímax generado al entrar en el laberinto. Al menos lo perdería de vista rápido en la oscuridad del laberinto. Así que, ignorando el penoso espectáculo del payaso, desapareció a paso rápido en el laberinto.
Al principio entró en el laberinto con algunas personas que habían llegado a la vez que ella, pero pronto los espejos empezaron a separarlos. Las risas de la gente se convirtieron en susurros lentamente, y cuando, al girar una esquina, se encontró sola y rodeada por sus propios reflejos, sintió una mezcla de emoción y desconcierto. Su corazón se aceleró por la posibilidad de lo que podría pasar en ese laberinto y en su cabeza no paraba de pensar que quizá no había sido buena idea ir sola.
El eco de los pasos de la gente la rodeaba generando en ella una sensación agobiante y a la vez excitante. Cualquiera de esas pisadas que amenazaban con aparecer donde ella se encontraba podían ser de alguien con quien quería o con quien no quería encontrarse sola. Pero a la vez esa intriga y ese riesgo la excitaba y le generaban morbo. Quería, y a la vez no quería estar allí, se había convertido en una zorra cuántica como el gato de la caja.
Al voltear, vio pasar velozmente una figura triplicada y distorsionada por los espejos cóncavos y convexos. Volvió a ocurrir varias veces más a medida que avanzaba, y parecía siempre con la misma figura. En alguna ocasión, la figura dejó que se le entreviera una mirada juguetona, indicando que estaba recreándose con ella, rodeando en círculos su posición como un pez martillo que caza a su almuerzo.
Su mirada se clavaba intermitentemente en la de ella, más intensa con cada aparición. Los espejos hacían que pareciera que él estaba en todas partes, pero ella sabía que solo uno era real. Las manos de ella rozaban las superficies frías y lisas, buscando distinguir al verdadero en aquel espacio en penumbra. En algún momento pasaba alguna otra persona por allí, a la que también tocaba, sin intención pero sin intentar evitarlo.
En un momento dado, unas manos aparecieron desde la espalda y rápidamente le pusieron una venda en los ojos mientras una voz masculina le decía al oído: “vas a ser la zorra de este laberinto”. Eso hizo que automáticamente sus pezones se pusieran duros, su respiración se acelerase, y notase cómo se le humedecía el coño con las innumerables fantasías que se le ocurrieron en décimas de segundo.
El chico misterioso se apartó de ella y desde la distancia le dijo: “nos gustaría que te arrodillases en el suelo y te dejaras llevar”, a lo que ella accedió, no sin cierto titubeo. Entonces empezó a escuchar más pasos a su alrededor. Y al poco notó cómo unos dedos la rozaban desde diferentes lados, claramente pertenecientes a más de una persona por cómo se movían y donde la tocaban.
Con los ojos vendados, sus sentidos se agudizaron, y cada roce de las manos que la tocan se convertía en una descarga eléctrica que recorría su piel; el anonimato de los toques, la incertidumbre de no saber quién la acariciaba, la vulnerabilidad que sentía, intensifica el deseo, la hacía sentir viva y completamente dominada por la lujuria del momento.
Sintió varias respiraciones cerca de su oído, cálidas y urgentes. Las caricias dieron paso a algo más lascivo. Las manos ya no rozaban, en aquel momento agarraban y no dejaban un centímetro de su piel sin ser tocada. No tenía la menor idea de cuánta gente había allí, podían ser cuatro u ocho personas perfectamente. Queriendo averiguar cuántos cuerpos había allí disfrutando del suyo, alargó las manos y empezó ella misma a notar los de sus captores, que la rodeaban totalmente. Quizá había más de una fila de gente alrededor suyo, no lo sabía, ya que alargaba los brazos y siempre tocaba a alguien.
La poca ropa que le quedaba le fue sustraída y la lujuria se adueñó de ella y pasó a ser parte activa en aquella orgía a ciegas. Cuerpos sudorosos, unos más velludos que otros, unos más firmes que otros, pero entre todos desprendían un olor feromónico que la inducía a querer más. Dejó de usar sólo las manos y su cuerpo entero empezó a rozarse, su boca empezó a buscar lamer, morder y llenarse. No le importaba cuántos cuerpos había, los quería todos.
La venda acabó por caerse y empezó a ver lo que hasta el momento sólo podía sentir, una nueva oleada de lujuria la invadió al contar con un sentido más con el que deleitarse. El laberinto reflejaba cuerpos juntos, multiplicando el deseo que se respiraba en el aire. Los espejos los rodeaban, mostrando cada ángulo de su pasión, cada gesto reflejado una y otra vez, amplificando la experiencia. La sensación de ser observados por ellos mismos, de ser testigos de su propio deseo, añadía una capa de excitación al momento.
El cristal frío de los espejos se mezclaba con el calor de sus cuerpos, creando un contraste que solo alimentaba más el fuego entre ellos. Cada movimiento y cada jadeo resonaba en el espacio, amplificado por los reflejos interminables. No había forma de saber cuánto tiempo pasó en ese rincón ya no tan oculto del laberinto, había perdido la noción del tiempo.
Finalmente, cuando la necesidad comenzó a dar paso a la satisfacción, sus respiraciones se ralentizaron, y el silencio del laberinto los envolvió. Los participantes fueron alejándose uno a uno, sin poder llevar la cuenta. Finalmente sus miradas se encontraron, extasiados por la intensidad de lo que acababa de ocurrir. Ella negó con la cabeza… su cazador era el idiota de los espejos de la entrada, al que ahora veía de otra forma totalmente diferente. El laberinto, con sus múltiples reflejos, ahora parecía menos intimidante, como si hubiera encontrado en él algo más que su salida: había encontrado una parte de sí misma que no sabían que existía.
Se levantaron dirigiéndose a la puerta, y con una última mirada a los espejos, se separaron y salieron del laberinto sabiendo que no eran los mismos que habían entrado.