Cucurelato para pasar el rato
Fíjese que creí haber tocado fondo, en lo que respecta a las estupideces que hace uno, cuando volví a fumar por decisión propia. Normalmente, el personal intenta mil y un trucos para dejar de fumar: yo lo hice dejando de comprar tabaco (si no tengo, no fumo). Y, tras casi siete años, me dije: ¿qué coño? Así que vuelvo a ser fumador, si bien mucho más controlado que antaño, más como liturgia que como vicio o adicción. «Fumador litúrgico» ... Me gusta como suena, mucho mejor que fumador pasivo o fumador compulsivo. Lo que pasa es que a veces se me olvida lo de fumar, así que soy un mal creyente de mi extraña religión propia que incorpora el tabaco en sus celebraciones. Tabaco de pipa y fumado en pipa, todo hay que decirlo, porque el cigarrillo poco tiene de litúrgico.
Creí que eso iba a ser lo más estúpido que hiciera, porque uno ya tiene una edad y cada vez hace menos cosas nuevas. Los días tienen ya sus rutinas, sus ciclos, sus horarios. No creo que me haya convertido en un señor aburrido: soy, sencillamente, una persona a la que le gusta la tranquilidad.
Pero ella, claro. Porque, al final, siempre es ella. El día que me abrió la puerta de su casa, que fue al día siguiente de que me abriera sus piernas, fue como si en mis días apareciera como una especie de ruta alternativa a mi cotidianeidad. La sensatez que me gobierna decide tomarse unas vacaciones y dejar que el caos organice mis tiempos cuando me junto con ella. Hemos emprendido un par de locuras juntos, algunas cosas raras, otras sencillamente extrañas... pero estúpidas, por ahora, no teníamos en nuestra colección.
Hasta ahora.
A mí no me gusta el fútbol. Bueno, no es que no me guste, es que no me interesa, no lo sigo, no sé quién es quién ni quién juega dónde ni cuándo se juega tal competición ni nada de eso. Me es indiferente, el fútbol, cosa curiosa cuando uno vive al lado de un estadio y padece, fin de semana sí y fin de semana no, las aglomeraciones ruidosas de los fans de un equipo de mi ciudad que alguna vez está en primera, pero que normalmente habita como un topillo en categorías subterráneas.
La cuestión es que ella tampoco es excesivamente fan del supuesto deporte rey. Quizá es por eso de que tengamos cierto ramalazo republicano, que rehuimos de la monarquía deportiva. No sé. Pero claro: la Eurocopa.
Empezó en plan broma, por los memes que iban saliendo por redes sociales, pero al final vimos algún partido de la selección juntos, hasta llegar, finalmente, a la definitiva final.
— Vente y la vemos en mi casa —me dijo—. Y cenamos y, según acabe la cosa, lo celebramos o nos consolamos.
No me pareció un mal plan para cerrar una semana de julio. El lunes era laborable así que, pasara lo que pasase, había que madrugar para ir a trabajar. Decidí llevarme una especie de equipaje de mano, como si fuera a volar en una línea de bajo coste, que me permitiera no tener que pasar por mi casa y acudir directamente a trabajar. Le pareció bien: compartimos (casi) horarios laborales, así que terminaríamos lo que fuera que hiciéramos con un desayuno antes de separarnos.
— Tráete las pipas. Ya sabes que me gusta verte fumar... y el sabor del tabaco.
Mis pipas se habían convertido en parte de nuestros juegos sexuales. No la pipa en sí, no el artefacto, sino el hecho de fumar. La primera vez que me la comió mientras fumaba le hizo gracia. Después me la comió fumando ella. Después fui yo quien se lo comió a ella mientras ella fumaba y también mientras fumaba yo. Al final, acabábamos en un ambiente realmente cargado mezcla de los olores del sudor, fluidos varios y tabaco Borkum Riff aromatizado al whisky de malta. No creo que sea sano, tampoco lo considero elegante: excitante sí que resultaba y tenía su puntito canalla que, para el tema del folleteo, siempre viene bien.
Llevé mis pipas, por tanto. Varias porque tras fumar una es bueno dejarla enfriar antes de encenderla de nuevo y, siendo dos a fumar, acaban necesitándose varias cazoletas. Tengo un estuche para transportarlas, junto con atacadores, varillas de limpieza y filtros de carbono activado: estoy preparado para la vida moderna.
Pero claro, la Eurocopa y la selección española. Mucho se ha hablado de los hacedores de goles, en especial los jóvenes Yamal y Williams, tanto por razones deportivas como por razones políticas, porque han querido convertirlos en iconos en defensa de tal o cual idea. Pero no todo el mundo tiene la sensibilidad suficiente para reconocer el auténtico punto fuerte de nuestra selección, el faro que ilumina, que llama la atención, que supone un auténtico hito en este siglo XXI en el que los deportistas de élite llevan más productos cosméticos que una miss e invierten más tiempo y dinero en peluqueros que alguien que se dedique profesionalmente a cualquier cosa relacionada con la imagen.
Cucurella, por supuesto. El muchacho Cucurella, con su melena de heavy ochentero, si bien con más rizo, desde el primer momento fue el centro de nuestros partidos compartidos. Creo que es buen jugador, aunque ya dije que el fútbol no me interesa demasiado, pero le he visto participar, implicarse, pelear cada balón... Me gusta esa actitud. Encima en una posición en la que no se brilla demasiado, como es la de defensa (o lateral, o como se llame al que está detrás del todo en uno de los lados, en su caso el izquierdo).
El pelo de Cucurella fue, desde el principio, una de las razones para que viéramos los partidos de la selección. Qué interesantes debates hemos tenido sobre la dinámica del pelo en movimiento, sobre los cuidados necesarios para mantenerlo así y, también y porque somos de pensamiento cochino, sobre cómo sería el resto del pelo del muchacho.
Para la final, compró en una tienda de artículos baratos usualmente vinculada a una conocida dictadura comunista asiática dos pelucas morenas. Íbamos a ser los «Cucurellers» del barrio, celebrando cada jugada exitosa por su parte con alegría traducida en “olés” al principio, para pasar a abrazos entre nosotros, besos más adelante, alguna metida de mano, breves tocamientos... Mientras avanzaba el partido, sobre todo a raíz del primer gol que parecía inclinar la balanza a favor de la selección, nos fuimos animando cada vez más.
Estábamos en el sofá, yo ya sin camisa y ella con la blusa abierta de par en par y los pechos al aire, viendo el partido pero camino de cambiar el fútbol por otro deporte más placentero, tocándonos, acariciándonos mientras los elegidos para la gloria correteaban por un estadio berlinés en calzoncillos. El gol de los ingleses, todo hay que decirlo, nos bajó un poco la excitación. No es que supusiera un jarro de agua fría, pero casi. No llegamos a volver a vestirnos las prendas que nos habíamos quitado, pero sí que nos quedamos durante un rato sin dedicarnos atención alguna, centrados en la pantalla, nerviosos porque la celebración pudiera trocarse en consolación.
Pero marcó Oyarzábal y tiempo me faltó para abalanzarme sobre sus pechos, a la búsqueda sedienta de unos pezones donde celebrar, como si fueran fuente de miel, la alegría del momento. Estaba a punto de acabar el partido y decidí terminar de verlo mordisqueándole los pezones mientras mi mano se metía por debajo de las bragas a la búsqueda de su sexo. Que encontró, por supuesto (¿cómo no encontrarlo? ¿dónde iba a estar, sino entre sus piernas?), aprovechando para acariciarlo suavemente.
Pero poco duró ese momento tranquilo de sentirnos uno con el mundo y campeones de Europa. Apenas cuatro minutos después, un ataque de los ingleses casi rompe nuestro sueño en pedazos. Pero primero la agilidad de Unai Simón y después el cabezazo de Dani Olmo nos volvió a poner a mil.
Tanto, que le bajé los vaqueros y aparté las bragas mientras me bajaba yo mi ropa hasta las rodillas y, sentándola sobre mí, la penetré de alegría, embistiendo dentro de un coño que me recibía húmedo y feliz. Cuando dijeron que el partido se prolongaría cuatro minutos, ya nos daba igual.
Ella, con las manos apoyadas en mis muslos, dirigía la penetración a su gusto mientras que yo, desde atrás, con las manos amasaba, acariciaba, manoseaba y pellizcaba incluso, aunque suavemente, sus pezones. Trataba de besarle el cuello, sin mucho éxito porque entre mi peluca de Cucurella, su peluca de Cucurella y su pelo natural, era difícil conseguir acceder a la piel. El hecho de tener las manos ocupadas en las tetas tampoco ayudaba.
Cuando sonó el pitido del final del partido, se incorporó dejándome con la polla enhiesta y mojada de sus adentros, la ropa por las rodillas y una expresión de sorpresa en el rostro que no llegó a ver porque la melena Cucurella me la tapaba.
— Vamos a celebrarlo... —me dijo.
— Creí que ya estábamos celebrándolo...
— No: estábamos follando. Ahora que ha terminado el partido, ya lo podemos celebrar.
Aunque en realidad las sutilezas de la argumentación se me escapaban, terminó la frase arrodillada entre mis piernas, cogiéndome la polla con una mano y, tal y como acababa de pronunciar “celebrar”, metiéndosela en la boca prácticamente entera, llegando con sus labios casi hasta la base del tronco. Con ella dentro, jugó con la lengua en mi capullo y, si no me corrí en ese momento, fue porque me pilló tan de sorpresa que no llegué a ser totalmente consciente del placer que me causaba.
Cuando me quise dar cuenta de la fantástica mamada que me estaba regalando, se la sacó de la boca. Apretó un poco con tu mano y una gotita de líquido preseminal apareció en la punta de mi glande. La recogió con la lengua.
— Uy... Pues menos mal que he parado a tiempo... Parece que estás a punto...
— No lo sabes tú bien...
— Pues yo quiero que dure más. Venga, Cucurella, saca las pipas.
Aquello que pilló de improviso. Pensaba que ya estábamos en el momento sexual. Lo de ponernos a fumar, era un poco cortar el rollo por lo sano. Pero bueno, si ella quería que durase más el juego y yo estaba a punto de terminar, normal que quisiera frenar el impulso y relajar el asunto.
— Vale, Cucurella —le respondí. Se apartó los pelos de la peluca de la cara y vi que sonreía—. Pero que ni se te ocurra vestirte...
— Ni a ti... —me dijo mientras me levantaba para ir a buscar mi estuche de pipas.
Había cogido tres. Una, muy de batalla, la típica pipa que se te viene a la mente cuando piensas en una pipa de fumar: cazoleta de madera y boquilla ligeramente curva. Una segunda, una pipa de cazoleta normal pero boquilla larga, de casi quince centímetros: te permite tenerla encendida mucho tiempo porque, aunque coja temperatura, la boquilla larga permite sujetarla lo suficientemente lejos como para no quemarte. La tercera, un modelo clásico de Savinelli, pero de la casa Germanus, más económicas, la 333, de boquilla corta, cazoleta de brezo ancha y oscura... una pipa pequeña, aunque con tamaño suficiente como para tener una buena media hora de fumada, sin apretar demasiado.
Las llevaba limpias de casa y, excepto la de boquilla larga, a la que no le pongo filtro, con el filtro recién cambiado. No todo el mundo es partidario de los filtros, porque alteran el sabor del tabaco y la fuerza de la chupada, pero a mí me gusta usarlos porque de algún modo me permiten autoengañarme y pensar que es algo saludable lo que hago cuando fumo. O, al menos, no tan pernicioso.
Eligió la Germanus, pequeña y regordeta, y le pasé el tabaco. Me dijo que empezara yo, y así lo hice: me senté en el sofá, terminé de quitarme los pantalones y los calzoncillos porque me había paseado por su casa con ellos por las rodillas, me aparté los pelos de la peluca Cucurella de la cara y procedí a llenar la cazoleta.
Ella volvió a situarse entre mis piernas y me besó por la parte interna de los muslos, por el nacimiento de la polla, en el escroto... Mi cuerpo fue reaccionando a sus estímulos, recuperando sin demasiado problema la erección. Como al perderla había vuelto el prepucio a su sitio, me descapulló sin mucha dificultad con la mano, y volvió a engullirla con alegría. Me miraba desde mi entrepierna mientras yo cargaba la pipa, prensaba un poco el tabaco, la encendía con el mechero...
Ese es el único detalle en el que falla mi liturgia: no he llegado a comprarme un encendedor para pipas, uso un mechero recargable de los de toda la vida, de plástico: ladeo la pipa, la enciendo, ataco para prensar un poco el tabaco una vez encendido...
Las primeras chupadas mías en la pipa coincidieron con las primeras suyas en mi polla. Es algo absolutamente fantástico, la sensación del sabor del tabaco llenando tu boca y la nariz y, al mismo tiempo, sentir cómo su boca empapa mi polla, como la lame, como la besa... Eché la cabeza para atrás y separé más las piernas, dejándome llevar. Incluso me situé más al borde del sofá, para facilitarle la tarea.
Comía y lamía, me masturbaba y me acariciaba los muslos, los huevos... Era una sinfonía de caricias y saliva y besos y a mí eso me encantaba. Por poner algo negativo, su peluca cucurella impedía muchas veces que le pudiera ver la cara cuando me incorporaba levemente a mirarle... Me encanta cómo me mira cuando me la come, la cara de viciosa divertida que me regala. Así que eché la cabeza para atrás y pasé de tratar de verle: me centré en las sensaciones.
Craso error. No por las sensaciones, que eran gratas, sino por no haber tenido control visual de la situación. Porque cuando ella me vio así, ofrecida toda la merienda al pueblo soberano, echado hacia atrás con las manos cruzadas detrás de la nuca, disfrutando de su mamada y mi pipa, decidió dar un paso más.
— Campeones de Europa —dijo.
— Seh... —alcancé a farfullar.
— Hay que celebrarlo por todo lo alto...
Pero su “por todo lo alto” no tenía nada que ver con la altura de nadie. Se le ocurrió en ese momento que la Germanus 333 bien podía ser usada, por lo escaso de su volumen, como dildo anal. En concreto, para mi culo.
Alguna vez habíamos comentado de introducir juguetes sexuales por algunos agujeros, pero ni habíamos comprado juguetes (ni siquiera habíamos consultado catálogos) ni habíamos ido más allá de rozarnos los culos con los dedos, sin meter ni la puntita ni nada. Pero éramos campeones de Europa y le pareció, en ese momento, que la gesta deportiva bien merecía abrirle el ojal al fulano que tenía, ofreciendo merienda, sentado en su sofá, fumando en pipa, con una peluca morena que trataba de recordar al pelo de Cucurella porque aquella noche habíamos pensado en ser los “cucurellers”.
Así que, sin avisar, mientras masturbaba con una de sus manos mi polla, cogió la pipa y ensalivó generosamente la boquilla porque, pensó con buen criterio, más fácil será que entre cuanto más lubricada. Su idea era el ataque sorpresivo, la introducción directa y sin contemplaciones. La forma ergonómica de la boquilla y lo relativamente pequeño de su volumen le llevó a pensar que no supondría dolor alguno, y sí placer, o gozo, o gustirrinín, o yo que sé.
Lo que supuso fue sorpresa. Es lo que tienen los ataques sorpresivos cuando responden fielmente a su nombre y este lo hacía.
Al sentir de pronto el artefacto haciendo contacto con mis mayores intimidades, llevando la luz de la alegría futbolera donde nunca había llegado la del sol, mi primera reacción fue la de proteger el material. Fue algo automático, casi instintivo, no reflexionado. Mis piernas realizaron un movimiento brusco de alejamiento del origen del problema, que en ese momento era la pipa pero, por extensión, ella misma, con tan mala fortuna que, como andaba tan cerca del asunto, recibió un par de rodillazos en la cara, haciendo que se venciera hacia atrás y cayendo sobre su espalda.
Al ser consciente de lo que estaba pasando y ver cómo salía proyectada hacia el suelo, mi primer reflejo fue tratar de socorrerle. Si hasta ese momento podíamos decir que la situación había dado un lamentable giro, a partir de ahora se transformó en un lamentable derviche. Un derviche giróvago, concretamente.
Traté de llegar con los brazos hacia ella, para lo cual me incorporé de golpe, cayéndome la pipa que tenía en la boca con tal mala fortuna que el tabaco encendido se me derramó encima. Al incorporarme, además, la pipa que tenía metida por el ojal sufrió la presión del sofá, provocando que la cazoleta se separase de la boquilla, cayendo la cazoleta al suelo sin más lamento que un golpe seco, mientras que la boquilla se metió para dentro, sabrán los clementes dioses buscando el qué, de mi culo.
El tabaco quemó parte del vello de mi pecho, llegándome un olorcillo ya no de tabaco aromatizado al whisky de malta, sino como de pollo quemado, lo que en principio me podía preocupar... pero no lo hizo, porque siguió cayendo por aquello de Newton y sus leyes, con la mala fortuna de ir a dar, una porción importante del mismo, sobre mis genitales.
No me depilo la huevada, por comodidad, pero por esa misma razón sí que suelo llevarla rasurada. El asunto es que el poco vello que tenía hizo lo que tenía que hacer, que era quemarse y darme una sensación poco placentera en lo que viene siendo el paquetito del amor.
Eso debería haberme preocupado más que lo del olor a pollo quemado, pero no dio tiempo: hacia la huevada únicamente cayó una porción importante, como se dijo, del tabaco encendido.
No sabría cuantificar la cantidad, pero diremos que la suficiente, fue a dar con los pelos de mi peluca Cucurella, de parecido al original dudoso, pero de calidad clarísimamente inexistente. Posiblemente hecha del producto más inflamable que pueda encontrarse en el mercado, aquello ardió como si no hubiera un mañana y, desde el suelo, vi en su cara la mirada del miedo, el terror y el pánico dirigirse hacia mí.
Reaccionó a una velocidad envidiable y quizá me haya salvado la vida: cogió la peluca en llamas, la arrojó al suelo y arremetió con mis pantalones contra ella hasta apagarla. Lamentablemente, el plástico derretido ya me había coloreado buena parte del pecho, la cara y la parte de la cabeza donde llegó a quemar el pelo que había debajo. Por eso es por lo que no llevo pantalones y parece que tenga un tatuaje satánico: no es tal, si no la consecuencia de no invertir lo suficiente en disfrazarse uno en condiciones.
El golpe que le di involuntariamente en la cara le ha causado el entumecimiento que tiene y por eso no puede hablar... y por eso estoy yo contando toda esta historia. Desde ya le agradezco que haya tenido la educación de contener la risa: no tuvieron la misma el médico que acudió desde el ambulatorio cuando le expliqué la situación ni el conductor de la ambulancia. Su compañera del triaje y el enfermero aguantaron bastante bien, pero a última hora él tuvo que salirse del box con lágrimas en los ojos. Desde ya le pediría, también, que no me hiciera repetirla: cada vez que la cuento me siento más imbécil.
A ella ya le han hecho una radiografía y parece que está bien, quitando los moratones y la inflamación. A mí me han curado las quemaduras, pero sigo llevando la boquilla de la pipa dentro del cuerpo, no he podido sacarla. Me da la sensación de que se ha soltado el filtro y son ahora dos cuerpos extraños autónomos dentro de mí.
¿Qué opciones tengo, doctora?