Cocina americana
Entramos por la puerta de la casa que habíamos alquilado. Era un precioso bajo adaptado de un espacio diáfano, con dos habitaciones, dos baños y una amplia cocina americana con una barra de granito de una extensión considerable, que podría hacer las delicias de todo amante de la gastronomía…Y de la de otros tipos de amantes.
Dejamos las maletas y nos asignamos las habitaciones. Estaba inquieta, llevaba tiempo sin verle. Y tenerle delante privándome de besarle la boca me estaba poniendo realmente tensa. Todo ello, junto a las miradas que nos echábamos, estaban provocando cierta tensión en mi vientre, la cual se escapaba impregnando la cara interna de mi ropa interior. Todavía no era nuestro momento, no hasta asegurarnos de que podíamos estar a solas, lejos de los ojos que no nos debían ver.
Siempre pienso que es imposible no fijarme en él cuando me asalta el recuerdo de las yemas de sus dedos sintiendo mi latir desbocado por las venas de mi cuello. Sabe bien cómo sujetarme con las manos, dejándome indefensa ante su presencia, amándome y castigándome para, a su forma de sentir, eternamente encadenarme. Y es que en nuestros acuerdos de medianoche siempre me deja muy claro a quién pertenezco cuando él está presente.
Hacía calor. Pero no de los que acostumbran en los días de junio azotar las tierras del litoral andaluz. Y me apetecía darme una ducha para sentirme un poco más cómoda. A fin de cuentas, hay humedades que no se sienten tan apetecibles. Tras un rato de charla, nuestra compañía decidió que era hora de tomar una deliciosa siesta de media tarde, así que aproveché la ocasión para ello.
Abrí el grifo y esperé que el agua tibia me envolviese con sus gotas. Dejé que humedeciera mi cabello para que aflorasen de nuevo mis oscuros rizos. E inspiré aire al pasear con mis manos el jabón por mi cuerpo. Haciendo espuma, comencé por los hombros y recorrí al unísono la piel de mis axilas hasta desembocar en el pliegue inferior de mis pechos. De abajo a arriba, arrastré la espuma en lo que mis pezones se marcaban. Froté con gusto el endurecimiento ocasionado por la mezcla de la temperatura y el tacto del jabón. Y alcé mi mentón de gusto, abriendo la boca para que el agua del grifo se colase entre mis labios. La diestra bajó el recorrido de las curvas de mis caderas hasta afincarse en el monte de mi coño para, con dulzura, colarse entre sus labios y tocar ese pequeño botón rosado que corona la entrada al epicentro de mis tormentas. Y con movimientos lentos y circulares, le estuve dando placer a esta cabecita que me impulsaba a salir del baño y sentarme en su boca para quebrarme en gemidos como mil veces ha hecho ya. Probé a acelerar el ritmo hasta conseguir que un hilo suave de flujo se me escapase por la cara interna de mis muslos antes de temblar en jadeos. La temperatura dentro de la mampara había subido, a pesar de que el agua siguiera tibia. Tras romper con mis ensoñaciones, decidí que era hora de salir de la ducha envuelta en la toalla.
Y allí estaba, junto a la encimera de la cocina americana.
Le encontré con los brazos apoyados sobre ella. Sin mediar palabra, comprendí que habría escuchado cómo me entregaba al placer de mi cuerpo. Era el momento que tanto habíamos deseado. Y es que su voluntad se hace en mí de la forma más precisa y natural que pudiera establecerse. Obediente y demostrando un falso pudor al aproximarme a él, abracé mis senos con la toalla, apretándolos un poco para que por el hueco que quedaba entre ellos se pudiera ver mejor el recorrido en descenso vertical de las gotas que se escurrían desde mis rizos. Mi oscura mirada emitía luz de sólo ver cómo la suya capturaba el movimiento de todos y cada uno de mis pasos descalzos. A sólo un palmo de él, apuntaló mis labios con su índice antes de pudiera decirle lo mucho que me excitaba. Sin articular palabra, ordenó que me colocase sobre la encimera, porque había llegado el momento de darle un uso apropiado.
La piel de mis nalgas se erizaba por el contacto con el frío granito y mis pechos hacían exactamente lo mismo, como si quisieran ir a juego. Mis brazos soportaban el peso de mi cuerpo mientras reclinaba la espalda hacia atrás, en un arco que permitía que mi cabello ondease por encima de mis omóplatos. Posicioné los talones a cada lado de los bordes, de manera que pudiera apoyarme dejando el espacio suficiente para entregarme sin reservas al placer. La luz que entraba por el ventanal remarcaba el brillo de mi piel, delicadamente bronceada por la claridad del sur. Y por ese mismo ventanal se proyectaba la imagen de nuestros cuerpos, que se iban a entregar al más absoluto de los placeres, a la vista de quien hubiera tenido la suerte de pasar por delante de él.
Sus ojos grises se clavaron en mí al tiempo que su perfume me iba embriagando una vez más. Su semblante, tan sereno y confiado, sólo me ponían en la tesitura, ya que sé que bajo esa aparente tranquilidad se esconde una tormenta que sólo quien sabe domarla tiene la capacidad de entregarla cuando la ocasión lo requiere. Y pocas cosas me excitan tanto en un hombre como esos rasgos. Su mirada se mezcló con algunas palabras mientras las yemas de sus dedos recorrían los sitios por los que sus pupilas marcaban el camino. Persiguiendo las constelaciones que los lunares marcan en mi piel, trazó curvas desde el vientre hasta el pecho, para pasar por las clavículas y, finalmente, hacer ancla en mi cuello. Acercándose a mi oído, me susurró en voz grave:
• Ets meva, només meva. [Eres mía, solo mía]
Y con su mano en mi nuca, tiró férreamente de mi cabello hasta disponer de mi carótida para marcarla a besos que bajaron de nuevo hasta mi clavícula. En ese momento, mi mente se desconectó de la realidad para llevarme a nuestro paralelismo irracional, ese en el cual me dejo vivir por los sentidos que marcan el compás de sus latidos. Su locura brotaba con el amor que me embriaga y del que confieso ser adicta desde el día en el que le conocí. Su saliva se mezclaba con mis pulsaciones al mismo tiempo que la toalla con la que estaba envuelta se impregnaba de mí. El calor en nuestros cuerpos iba en aumento, y mis uñas raspaban la superficie de la encimera buscando un motivo para anclarse. En un descuido, mi pecho quedó expuesto para que su boca se alimentase de él, arqueando mi espalda fruto de su voracidad, dejándome mirando al techo con los ojos cerrados y mordiéndome los labios en una súplica que rogaba más y más. Entró con una de sus falanges en lo que, aún enganchado a mi pecho, alzaba la mirada para encontrarme. E introdujo otro sin esfuerzo. Así hasta conseguir entrar con la palma al completo. Mi sexo se contraía a su alrededor, aprisionándole. En su movimiento me iba generando espasmos que me resultaban difíciles de ocultar. Mi respiración iba cada vez a más, y sabía que si seguía moviéndose así, con su puño dentro y su otra mano acariciando mi cuerpo, acabaría empapando todo el suelo de la estancia.
Dejé de mirarle por un momento y relajé el cuerpo una vez más antes de que la última de las sacudidas me sorprendiera. Consiguió desencadenar un orgasmo tan salvaje que perdí el control de mis muslos, los cuales temblaban a la misma velocidad a la que mis fluidos se derramaban salpicando la solería de la cocina. Si bien intenté controlar en vano mis gemidos, la expresión de él era de auténtico vicio, y no escatimó a la hora de expresar cuánto le gustó cometer su fechoría. Sus ojos tenían el brillo de dos diamantes, y reflejaban el poder que sabe que ejerce sobre mí.
Se apartó un segundo para abrir la nevera y tomar algo de agua. Jadeando y descompuesta, no me percaté de que tomaría algo más de ella. Volvió a aproximarse y observó cómo un hilo de flujo se me escapaba de mis sonrosados e hinchados labios. Como no podía ser de otra forma, hundió su lengua a través de ellos para sacarla y jugar con mi clítoris. La sentí caliente y suave en contraste con el vello de su barba. Su saliva se mezclaba con mi humedad, y mi cuerpo se retorcía como el de una gata en celo. Hasta que, de repente, viró el calor en frío. Y fue tan súbito y repentino que mis muslos rápidamente volvieron a perder el control. Conocedor de lo que más me excita, jugó con las temperaturas de su lengua y el cubito de hielo para torturarme, mientras no dejaba de lamerme a consciencia. Sabía que no iba a parar hasta conseguir que me corriese en su boca, y así fue. Enredé mis dedos en su cabello, levanté ligeramente los glúteos, tensé el vientre y entre quejidos acerté a decirle:
• ¡Me voy a correr... Aaaaaahhh!
Y mi cuerpo tembló sobre la encimera haciéndola vibrar. Sin darme tregua para recuperarme, entró en mi cuerpo con una erección tan tangible que deseé haber guardado algo de resuello para decirle con fuerza que me follase con ganas. En cualquier caso, las palabras sobraban, ya que era evidente que así lo haría. Sujeté su rostro para besarle, para saborear mi gusto en su boca y relamerme delante de él. No sólo no dejó de moverse, sino que ello le excitó aún más. Y fue entonces que le clavé la mirada. Esa mirada que le vuelve loco y que le recuerda por qué le escogí a él, y sólo a él, para darle el privilegio de, aún siendo una mujer casada, ser mi señor.
• ¡Castígame, por favor, te lo suplico!
Y, tras un segundo, sentí que su cuerpo se tensaba de una forma nueva para mí. Frenó el ritmo para abrazarme fuerte las piernas, meter aire en sus pulmones y con un sentimiento descomunal decirme en un grito ahogado:
• “Voy a castigarte… por haber llegado tan tarde a mi vida.”
Esa frase, exhalada de sus labios, fue la tinta del tatuaje que desde entonces llevo en mis entrañas. De mi pecho se escapó un gemido que acompañaba a mi expresión de incertidumbre y deseo descontrolado. Su mirada cambió por completo cuando al momento sintió cómo mi textura se licuaba, y en sus ojos pude ver el amor más precioso mezclado con el deseo más irracional que jamás había visto en un hombre. Y en ese entonces entendí que mi vientre se preparaba para albergarle, para ser suya, para hacerle entender que me había metido dentro de su vida para no salir jamás de ella.
Los sentimientos se me alzaron en armas mientras la sangre me bullía por las venas. Y supe, sobre la barra de aquella cocina americana, que en mil y una vidas que viviera me recorrería el mundo entero sólo para volver a encontrarle.
T’∞!