Aunque la mona se vista de seda
Un saludo de
@****ld y de
@**********atius.
A MODO DE PRÓLOGO.
La expresión
«aunque la mona se vista de seda, mona se queda» viene acompañándonos en Occidente, al menos desde que Esopo, allá en el VII aC, nos contase la historia de un ballet de monas que se organizó para un faraón egipcio. No resultó el número porque, a pesar de haber sido entrenadas y disfrazadas de danzarinas con trajes de seda, al público le dio por ofrecerles nueces y ahí las primates, revistiéndose de la naturaleza que les es propia, pasaron bastante del baile para lanzarse a la primaria nutrición.
De parecida factura es la expresión
«la mona siempre es mona, incluso si se viste de púrpura», en versión de Luciano de Samóstata en sus 'Diálogos’, rescatada como ejemplo de proverbio griego por ese inmenso faro de la cultura que fue Erasmo en su ‘Elogio de la locura’. Más cercano en lo temporal y geográfico, encontramos su formulación clásica en una de las ‘Fábulas’ de nuestro paisano Tomás de Iriarte que, en el siglo XVIII, aportó una simpática coda:
«[…] también acá se hallarán
monos que, aunque se vistan de estudiantes,
se han de quedar lo mismo que eran antes.»
Quizá aquello de que
«el hábito no hace al monje» nos podría servir también y no alimentaría las sospechas de la posible ofensa hacia alguna bella al compararla con la cercopitécida del refrán, a pesar de que no es el caso, pero igual podría dirigir la atención el lector poco avisado hacia algún tipo de disparate monacal, y tampoco van por ahí los tiros. Aquí de lo que se trata es de que
«la cabra tira al monte» y, por muy modernos que seamos, somos lo que somos y lo que siempre seremos, porque no nos queda otra, por mucho Internet que tengamos y aunque nos tenga en un
'ay' la AI.
UNO. LA MONA.
Por ir centrando el asunto y para que no se pierda nadie en la vorágine de frases hechas y dobles sentidos, diremos que uno de nuestros protagonistas, al que daremos el nombre de
Levold, aunque este sea un dato irrelevante, se encontraba en una calurosa tarde valenciana sentado en su despacho de la Universitat de València, en uno de los departamentos de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, cerrando la corrección de unos exámenes de final de curso, con más ganas de estar en cualquier otro sitio que allí enclaustrado.
Quizá por eso o porque, en palabras de cierto sabio, en el fondo era un
guarreras, dio por entrar en una página web de carácter abiertamente sexual, o sexual abierto, o poliamoroso, libertino, swinger e incluso liberal, porque según la persona que accediera a ella, todas y cada una de esas expresiones podrían aplicarse al sitio en cuestión. El caso es que comenzó a interactuar con alguien, al otro lado del ciberespacio ese que hay ahora, a través de mensajes y dibujitos que llaman ‘emoticonos’.
Eso nos lleva a la segunda protagonista de nuestra historia que, a estas alturas, podemos identificar como una mujer que, en aras de orientar al lector, llamaremos
Mariona, aunque tal dato tiene la misma relevancia que el nombre de nuestro protagonista anterior. Mariona, como Levold, está dedicada a la docencia, si bien en la enseñanza secundaria.
Literatura, como informó al calenturiento docente universitario. A Levold, todo hay que decirlo, personaje minúsculo en cuanto a físico y autoestima, aquello le supuso un subidón porque, acostumbrado al alfeñique que había sido toda su vida, de pronto se encontraba en plano superior, aunque fuera únicamente por el nivel académico respecto de su interlocutora. Más, incluso, cuando saber aquel detalle le activó el añejo recuerdo de su propia experiencia como alumno de literatura en secundaria, en concreto en el último curso de aquellos tiempos, conocido como COU.
Tuvo una profesora en COU, una mujer madura, sin hermosura reseñable ni nada físico que permitiera pensar que muchos años después, frente al monitor de su portátil, el profesor Levold había de recordar aquella mañana remota en que su profesora, quizá por descuido, le enseñó casi entero uno de sus pechos. La visión de su primera teta en vivo y en directo, pese a lo inalcanzable, no impidió que se convirtiese en objeto de deseo casi obsesivo.
Estaba acabando el curso académico, poco antes de las pruebas de la temida Selectividad, en un aula sin aire acondicionado, por lo que la mujer tenía abierta su blusa en un intento de refrescarse. No llevaba sujetador y, normalmente, nada habría pasado porque sus pechos estaban a buen recaudo, ya que su volumen poco reseñable no suponía un desafío para prenda alguna, ni se marcaban provocativamente ni nada por el estilo. Iba sin sujetador por comodidad o por evitar abrigar aún más la piel en las jornadas cálidas del junio valenciano, o porque le daba la gana: en todo caso, no parece que pudiera, ni el más puritano de los miembros de la Asociación de Padres y Madres de Alumnos, oponer nada a aquella práctica.
Pero aquella tarde, el postadolescente Levold dudó sobre una interpretación de uno de los versos de ‘Sombra del Paraíso’, ese que se llama ‘Cuerpo de Amor’. Levantó el brazo mostrando la axila marcada por el sudor, la profesora vio la mano al final del brazo y se acercó al estudiante para cumplir con su función docente de solucionar dudas. Llegó al pupitre y se inclinó sobre el estudiante y su ejemplar para conocer el dilema.
Mientras sus ojos de profesora encontraban el dedo del alumno señalando el primer verso de la página 161 de la edición de Leopoldo de Luis en Clásicos Castalia, ese que dice
«Por eso, si beso tu pecho solitario», los ojos del alumno se toparon, a una altura propicia, con el escote de la profesora que, por la abertura provocada por la canícula y la posición en el espacio, dejaba perfectamente visible el perfil del pecho izquierdo de la docente, coronado en pezón. Sin llegar a babear, pero sí notando una incipiente erección, el virgen escrutador trató de balbucear su duda: que si el pecho solitario era por ser solo uno, en plan amazona, que si era solitario el que besaba, que si lo solitario era debido a la ausencia de amores de la bella…
Pero ya nada de eso tenía ningún sentido, porque en su cabeza martilleaba el verso siguiente como una flamante obsesión, machacando su imaginación al ritmo de los pulsos de sangre acelerados que iban vivificando su miembro viril:
«si al poner mis labios tristísimos sobre tu piel incendiada…». En su cabeza, sus labios tristísimos de él se cerraban en la corona de pezón del pecho de ella.
Fue su primera teta, su primer pezón. Nunca antes, fuera de la televisión, el cine o la ‘Interviú’, había visto pecho de mujer: su primer seno, al natural, en ese momento fuera de su alcance, totalmente, pero absolutamente deseado y deseable. La profesora de literatura, hoy en día, no lo sabe… pero aquel pecho cambió el futuro del muchacho, le dirigió desde su vocación historiográfica a la literaria, lo acercó a las filologías y, una vez allí, a la filosofía que finalmente le había dado de comer y configurado su historia.
Al saber que Mariona, meras letras en un monitor, era profesora de literatura en los mismos cursos de aquella que le abrió involuntariamente su escote al joven que una vez fue, no pudo, ya adulto, retener el flujo sanguíneo de nuevo hacia su entrepierna. Mientras interactuaba con la recién conocida amistad, su polla se iba hinchando por el deseo antiguo redivivo. Mariona tenía fotos. Mariona se mostraba a sí misma en la página web en cuestión, porque era una comunidad donde había unas garantías de seguridad y porque, puesto que hay un importante componente sexual, lo normal es tener acceso a la carnalidad del otro, si bien en imagen o vídeo en un primer momento. Por eso Levold supo que ella no era su profesora de COU, ni siquiera se la recordaba físicamente. Ni su pecho izquierdo era el pecho izquierdo que tenía guardado en lo más resguardado de su memoria sentimental. Pero daba igual, el lote era el mismo: profesora de COU. Vale que ahora «segundo de bachillerato», otro detalle sin importancia.
Por ello, pese a que Mariona estaba haciendo más comentarios relacionados con el cine actual de heroicidades de ciencia ficción que con la propia literatura, el miembro de Levold continuaba recibiendo los impulsos oportunos para convertirse en una incómoda erección vespertina. Porque a Mariona, profesora de literatura, le interesaba más bien poco hablar de literatura en el ciberespacio, ya les cuento.
El curso, para ella, había terminado hacía ya unas semanas. Al menos ya no había clases. Ahora tenía que cumplir con burocracia en el centro y, como era un colegio cuya titularidad pertenecía a una congregación religiosa, tenía además que atender a unas charlas formativas en el espíritu de la fundadora de la congregación, amén de algunas cuestiones de buenas costumbres que nunca está de más que el profesorado tenga en cuenta, en la opinión de la directora del centro, que era una hermana con algunos años menos que Esopo, aunque no demasiados menos.
Así que, liberada de alumnos, a Mariona lo que le interesaba era alejarse lo más posible de cualquier cosa que le recordase su día a día. Un profesor de filosofía parecía una buena opción. De sus años de facultad recordaba perfectamente cómo en Filosofía era donde más se bebía, mejor se fumaba y menos estudiantes había en las aulas. Fantaseó con la idea de aprovechar el cercano verano para conocerse, para acudir desde su Barcelona a la Valencia de Levold, o viceversa, y tener un encuentro real en el que compartir algo más que palabras y emoticonos en un monitor de ordenador. Como le dijo en uno de los mensajes, si en vez de emoticonos pudiera mandarte un
emoticoño, ¿qué harías con él?
A Levold, el hecho de que la profesora de COU quisiera quedar con él, aún le excitaba más. Había tenido amigas, amantes, una que una vez fue su mujer, pero que ya no lo era (su mujer, se entiende: si estaba en tránsito de género o no, ni lo sabía, ni le importaba)… pero ninguna le había marcado tan profundamente como la profesora de la teta izquierda al aire, a la que, por cierto, no había vuelto a ver, ni a ella ni a su teta, muy probablemente muy parecida a la derecha.
A Mariona, el encontrarse con una persona de cultura semejante, con las mismas inquietudes para las alegrías inguinales, le parecía una oportunidad de cara a las vacaciones de verano, lo suficientemente clara como para no dejarla escapar. En algunos de esos foros que hay por las
internetes del Señor hay personajes de toda índole y pelaje y, lamentablemente, alguno de ellos, personajes de pene y escroto necesitados, que no atienden ni a razones ni a educaciones a la hora de relacionarse con el resto de personas. Cuando menos, pensó para sí, este Levold parece más tranquilo que los pajeros compulsivos que te envían a la menor oportunidad una fotopolla, que además seguro que no es la suya.
En esos momentos, del otro lado de la conversación cibernética, Levold había cerrado con llave su despacho, había corrido las cortinas y estaba, en su silla de trabajo, con la chorra fuera (vamos a dejarnos de academicismos, si nos permite el lector), excitado por todos los recuerdos que habían acudido a su mente, por las imágenes que Mariona había compartido y con algunos comentarios subidos de tono que se habían enviado. Por un momento, pensó en hacerse una foto con el móvil y enviársela a Mariona con un texto del estilo
«mira cómo me tienes». Pero su polla no tenía nada de cautivadora, un mero falo erecto de tamaño normal tirando a tristón, sin un ángulo especial ni unas venas reseñables ni nada que le hiciera pensar que tenía algún tipo de sentido compartirlo en ese momento.
Preparó un pañuelo de papel y se masturbó rápidamente para rebajar la tensión que había ido acumulando. Limpiado convenientemente, abrió la ventana del despacho a pesar del calor para evitar que quedase presente algún tipo de rastro oloroso y continuó conversando con Mariona, con idea de, en alguna semana de agosto, convocar una excursión para conocerse.
DOS. EL MONJE.
Volvamos a Mariona. Decíamos que, sin alumnos, incluso había finiquitado la tortura de las evaluaciones, las revisiones de nota, las quejas, los padres, los claustros y los... ¡joder!, no vas a dejar a la chica sin la EBAU solo por la literatura, ¿no?
¡Pues claro que la iba a dejar sin EBAU! ¡Que hubiera estudiado el pendón y no hubiera estado todo el curso magreándose por debajo del pupitre con ese tal Ignacio, que se hacía llamar
Ignatius porque durante la primaria se inspiró en el santo guerrero de los jesuitas! ¿Inspiró? No crean que el jovencito era un beato. A él, quien le molaba, era Íñigo López de Oñaz y Loyola, que mientras escribía los ‘Ejercicios Espirituales’ en la Manresa del siglo XVI, camino de Jerusalén, se follaba a todas las señoras del burgo catalán, a las que bien pagaba con su ‘espada’ los alimentos que le cocinaban.
'Iñigas', las llamaban.
De todas formas, hablaba por hablar porque luego siempre hacía lo que le mandaban y sucumbía a las presiones emocionales de la hermana directora y de sus compañeros de claustro. Aprobaba a quien no se lo merecía, sin quererlo, por no oír más su cantinela, y por acortar las sesiones. Había también algo de inconfesable sumisión
BDSMónica en aquello. El resto del profesorado ni se lo imaginaba y menos las monjas propietarias que le pagaban nómina y trienios.
Harta de enseñar a los poetas del 98, del 27 y el resto del temario curricular, a las puertas de la jubilación, cuando se recluía sola, en casa, por las noches, con su siamesa como única y silente compañía, se sumergía en la fragilidad de esas novelitas de un par de euros el kilo, de títulos tan explícitos como: ‘
Poseída’, ‘Dominada y sometida’, ‘La mazmorra’ o ‘El dominante y la virgen’… En eso y en las películas de
Marvel que daban en
HBO.
Eso la desconectaba y le permitía flagelarse en la vergüenza de su gran contradicción. Ella, que se consideraba feminista y partidaria de la igualdad, no solo daba clase en un arcaico centro religioso, sino que se excitaba como una perra si los hombres la sometían, le prohibían el uso de los sentidos mientras la follaban, la ataban de pies y manos y la cegaban con una venda de seda. Solo así conseguía inundar su coño en el deseo de que alguien sorbiera de él y repicara con la lengua en el botón de la gloria hasta el éxtasis.
Qué pocas veces se había podido mostrar como ella se sentía de verdad. Sus compañeros de cama, a menudo profesores, la trataban con estulticia como a un jarrón de porcelana sin darse cuenta de lo que realmente les guiaba a practicar por no descubrirse demasiado. Ciertamente, la culpa era suya por liarse con hombres inmaduros, no debidos, a los que después se cruzaría, día sí y día también, en los pasillos del instituto y ante los cuales no era conveniente mostrarse en total libertad por si luego se vanagloriaban imprudentemente con monjas de oído fino en la costa. Hombres que, además, luego la mirarían con sonrisa idiota, como machotes, creyéndose los orgasmos fingidos con que los había despachado, harta de penetraciones sin mayor gracia. ¡Infelices!
De ahí, la escapatoria en noveluchas inconfesables de Dom/Sum para una profesora de literatura, la imaginación volando a tutiplén y el
Satisfayer, de postre. Eso y la página web de contactos liberales en la que se había registrado recientemente y en la que de vez en cuando había chateado con hombres que, fueran como fueran, al menos ella moldeaba a su gusto en su mente. Como aquel catedrático de filosofía, fallero, con el que se había topado aquel mismo día, algo insulso, cierto, pero con un punto agradable, con el que no le importaría probar una cita real si la cosa se terciara. Eso sí, lejos de aquí, a trescientos kilómetros de casa, donde nadie de su entorno los pudiera o pudiese descubrir.
El ensimismamiento acabó de repente con tres toques en la puerta del aula que esos días hacía las veces de despacho. Quién será a estas horas, pensó.
— ¡Adelante! —ordenó. Se abrió lentamente la puerta y sacó la cabeza tímidamente el joven Ignatius—. ¿Qué quieres tú ahora? Tu amiga ya ha aprobado.
— Lo sé —respondió—. No vengo por eso.
— ¿Entonces?
— Vengo a darle a usted su merecido por lo que nos ha hecho sufrir a los dos este curso, señora—
El joven lo dijo en un tono alejado de la amenaza, quizá incluso con cierta condescendencia, al tiempo que cerraba la puerta inmovilizándola con una silla para que nadie pudiera abrirla desde fuera.
Algo impidió a Mariona gritar o pedir ayuda. ¿Quería pedir ayuda? La situación la dejó sin reacción, pero no sentía miedo. Sudaba, pero eso bien podía ser por el calor y la ausencia de aire acondicionado.
— Cierre los ojos—, ordenó el joven, ahora sí, en tono imperativo. La profesora notó como se le aceleraba el pulso, y sintió como si un remolino hubiera cruzado la habitación—. ¡Ponga los brazos en cruz y siga con los ojos cerrados! La mujer obedeció y continuó en silencio. Sus manos quedaron adheridas a la pizarra de la clase por las muñecas con una especie de tejido sedoso y viscoso, rotundo, no identificable, del que no se podía zafar.
Sin tiempo de reacción notó que la blusa que llevaba puesta empezaba a perder uno tras otro sus botones y que su pecho, sin sujetador, iba liberándose en expansión, al tiempo que la besaban y le hundían la lengua casi hasta la campanilla. El beso, largo, cargado de gustosa oxitocina, solo se interrumpió para pronunciar una breve sentencia al oído:
«Si he de pensarte,
te pienso desnuda,
Te pienso sin ropa
y te pienso a mi lado,
te pienso entregada
a nuestro placer.»
«¿Me está follando con rimas al oído? ¡Vamos, no me jodas!», se dijo a sí misma. Pero en un
cerrar y
cerrar de ojos, la blusa ya ejercía funciones de venda y, aunque hubiera querido abrirlos, ya no veía nada. Sus pezones eran por entonces los que empezaban a sufrir el doloroso, pero placentero pinzamiento, entre suave y salvaje, de los dedos del muchacho, al tiempo que, nuevamente, otro susurro la excitaba más y más sin poder desembarazarse de aquello que la seguía atenazando al encerado de la pared.
«Prefiero mujeres hechas
que novicias inexpertas
Por eso, gozo con ellas,
porque saben lo que quieren
y saben cómo alcanzarlo.»
Surrealista, la verdad, pero jodidamente delicioso. La mano de Ignatius ya estaba nadando en su coño y sus dedos, al menos dos, quizá tres, ya estaban perforando en prospección por esa zona rugosa que tanto la encendía en su cueva interior, sobre todo si a la vez le acariciaban el clítoris con el pulgar de la misma mano. El olfato, que era un sentido que no le estaba siendo reprimido, detectaba el olor de la lujuria y su pelvis, esa que también quedó libre de opresión, brincaba acompasadamente adelante y atrás para contribuir a la coreografía de la mano que la estaba haciendo chorrear.
«Me gusta este olor denso
a deseo desbordado.
Me gusta este oler a sexo
porque eres tú a mi lado
el motivo de este aroma
que invade ahora este cuarto
y por asalto nos toma.»
«¡Puto Ignatius y tus rimas! ¡Déjate ya de versos y suéltame para que me puedas follar como un hombre, joder!» La boca tampoco se la había tapado, y ya no pudo reprimirse de expresar sus deseos.
— Señorita Mariona, ¿pero qué es esa manera de hablar? No la reconozco—dijo con sarcasmo.
— Por favor…— suplicó la profesora. El ruego llegó simultáneo a un orgasmo como el que nunca había vivido.
«La penetración está sobrevalorada, la verdad» —coincidieron ambos en sus pensamientos sin saberlo— La mujer intentó y no sabe si logró ahogar el grito de placer con el objetivo de evitar que monjas y docentes no se personaran al instante en el lugar. Notó además cómo le temblaban sus piernas mientras el estudiante las abría de par en par con las palmas de las manos en cada muslo. La última rima ya no era un susurro, era la locución grave de un rapsoda a modo de fin de acto.
«Mi boca, que es muy golosa,
degusta tu suave néctar.
La noche acaba perfecta.
(Corriéndote estás preciosa).»
Dicho y hecho, hasta que la atadura de las manos cedió. Por fin.
Finalmente, Mariona cayó rendida en los brazos de Ignatius que la besó. Ahora sin lengua, casi con cariño tierno de amante. Le puso la blusa. La sentó en la silla y la dejó exhausta y dormida, con la cabeza dulcemente reposada sobre la mesa. Abrió la ventana para que se ventilara la estancia y salió por la misma puerta que había entrado.
Cuando despertó, volvía a estar en su sofá, el mismo en que le asaltó el sueño, con su siamesa lamiendo la punta del
Satisfyer usado. En HBO,
Spider-man lanzaba una de sus telas de araña para inmovilizar a una bella malvada a la pared y en el suelo sonaba el aviso de un mensaje en el teléfono móvil. Era Levold, que le proponía unas fechas para degustar juntos una paella en la Malvarrosa. Ya eran las dos de la mañana. Le contestaría que sí al día siguiente, pero antes le preguntaría si le gustaba la poesía y si tenía buena memoria para recitarla.
A MODO DE EPÍLOGO.
Unos trescientos kilómetros al sur, a Levold le llamó la atención la pregunta. Contestó que sí, que le gustaba la poesía y que recitaba, además. Puestos a preguntar, Levold le preguntó a Mariona por la generación que le gustaba más.
«La Generación X, sin duda», apareció en la pantalla de Levold.
El hecho de centrar la conversación en cuestiones de literatura le sedujo todavía más. El estudiante de secundaria que aún habitaba en él se sentía especialmente atraído hacia aquel encuentro. Cierto es que no conocía a la Generación X, pero, siendo ella profesora de literatura, le supuso mejor informada que él en lo tocante a los poetas y poetisas nacidos entre 1965 y 1981. A él no se le ocurría ninguno. Claro que, fuera de Vicente Aleixandre y su ‘Sombra del Paraíso’, poca más poesía conocía. Eso sí, el poema ‘Cuerpo de Amor’ se lo sabía de memoria. Incluso lo recitaba, desde su año de COU. Aquello de:
«Volcado sobre ti,
volcado sobre tu imagen derramada bajo los altos álamos inocentes,
tu desnudez se ofrece como un río escapando,
espuma dulce de tu cuerpo crujiente,
frío y fuego de amor que en mis brazos salpica”.
Por un momento fantaseó con decírselo al oído cuando, por fantasía que no quede, tras la paella compartida compartiesen lecho y estuviera él volcado sobre la desnudez de ella. Mentalmente, avanzó cinco versos para llegar al beso en el pecho solitario y, en ese momento, se fundió la idea de volcarse sobre la profesora de segundo de bachillerato con la visión del pecho de la profesora de COU. Su cabeza de abajo se levantó para saludar a la cabeza de arriba y, visto en esa circunstancia, no tuvo más remedio que tranquilizar la situación de la misma forma que venía haciéndolo desde aquel lejano 1989, con un experto juego de muñeca que le llevó a derramarse y recuperar la calma.
A Mariona le gustó que él estuviera interesado en la Generación X.
«No estoy muy puesto en ella, seguro que puedes compartir tu conocimiento con un nuevo alumno», le respondió Levold. Académico, aficionado a la poesía, interesado en el universo Marvel… Normalmente, cuando las personas de cierta ‘cultura’ conocían de su interés por el mundo de los superhéroes, solían tacharla de infantil, o de garrula, incluso. Como le dijo uno una vez: «eso de los bichos con poderes es de garrulos».
Pero Levold era especial. Ese hombre, para ella, lo tenía todo. Muy alejado del necesitado cincuentón de mente enfocada únicamente en satisfacer su libido, buscando cualquier polvo que le haga olvidar que sobrevive a base de pajas, como si fuera un mono profesional. De esos, había tenido ya contacto con unos cuantos. Era desagradable y triste a partes iguales.
Tenía la esperanza de que aquello pudiera ser algo más que un mal encuentro sexual, un
«aquí te pillo, aquí te follo» como tantos otros había tenido. El problema de estas cosas es que llega un momento en que se normaliza lo lamentable y puede dar uno en el convencimiento de que el mundo es así, de que pasando cierta cota de la subida a la cima de la vida, quizá porque empieza a faltar oxígeno, las cosas se aceptan porque sí, porque están ahí: no se permite uno el lujo de elegir, no vaya a ser que no haya otra alternativa que lo gris. Es como si, al revés que en la historia del cine, en la juventud todo fuera tecnicolor y, pasando los años, hubiera que acostumbrarse a vivir en blanco y negro.
No. Levold era esperanza, era un rayito de luz a través de las nubes de una tarde encapotada como para tormenta.
Quedaron para compartir un arroz a banda en la Malvarrosa, en una de las arrocerías con más solera de la ciudad,
La Pepica, el mismo restaurante al que acudía Sorolla y desde donde vislumbraba las escenas que después fijaría para la eternidad en obras como
‘Chicos en la playa’ o
‘Paseo por la playa’, con esa luz impagable del mediterráneo plasmada maravillosamente por los pinceles del genio valenciano. Sería en un sábado de agosto, con la promesa fantástica de mutar el encuentro gastronómico en un fin de semana de poesía y fantasía, de pieles que las palabras y los besos cubren mientras se gozan en un júbilo sincronizado.
De cómo terminó el asunto y cómo la promesa de la luz de Sorolla se convirtió en casi un remake de las pinturas negras de Goya, no vamos a dar más detalles porque a buen lector pocas palabras bastan (y ya llevamos demasiadas) y, como se dijo al principio,
«aunque la mona se vista de seda, mona se queda».