Encuentros en la Tercera Fase
Una historia de sucesos para anormales basada en hechos surrealistas."Los sucesos y personajes retratados en este relato son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas o hechos reales es mera coincidencia. Si se siente identificado o retratado en alguno de los personajes es posible que tenga usted un problema (bastante serio)".
Deckard cerró el periódico y lo tiró al montón de basura que había a su lado. No hay anuncios para asesinos en el periódico, pensó. A fin de cuentas, eso era el: exingeniero, exmercenario, exasesino…
Miró a su alrededor mientras se ajustaba el cuello de la gabardina. Nunca había estado en aquella zona de la ciudad y no parecía que a nadie se le hubiese perdido nada bueno por allí. Prostitutas, yonquis, pandilleros y montones de basura que la lluvia sucia ayudaba a desperdigar.
Le sorprendía que ella le hubiese citado en un sitio como aquel. Aunque no la conocía, parecía una mujer sofisticada como para querer ir a un antro como ese. “Te encantará Encuentros, es el lugar perfecto para ti” le había asegurado el día anterior. Ahora que estaba delante de la puerta no sabía cómo tomárselo.
Desde la calle sólo se veía una enorme puerta de hierro oxidado, y un sucio neón centelleante, con varias letras rotas, donde podía leerse: “Encuentros en la tercera fase, club privado”. Le dio una última calada al cigarrillo y se dirigió a la puerta. “Acabemos con esto”, pensó.
Entro en el local y un calor pegajoso le golpeó como si le hubiesen lanzado un cubo de agua. Estaba oscuro, a excepción de un pequeño mostrador donde había una mujer, alta y de pelo negro, con un pequeño gato egipcio entre los brazos. Llevaba un vestido negro, muy escotado, que resaltaba su generoso busto. Avanzó, como hipnotizado, apreciando el movimiento de aquellas imponentes curvas mientras ella dejaba el gato encima de la mesa.
• ¿Va a ser para hoy? - Le preguntó la mujer algo mal humorada. Deckard se sonrojó. No le gustaba parecer mal educado. Intento disculparse, y decir algo gracioso, pero sólo se le ocurrió preguntar por el gato. - ¿Es tuyo?
• ¿Crees que estaría trabajando en un lugar como este si tuviera dinero para comprar uno de verdad? – Respondió mientras sacaba, de debajo del mostrar, un batín de seda rojo y unas zapatillas a juego. Todo ello bordado, en hilo de color plata, con una D.
Al recoger sus cosas Deckard no pudo evitar volver a mirar al pecho de la anfitriona. Tenía algo hipnótico. El nombre de “Shaktí” estaba grabado, con el mismo hilo plateado que la bata, en la ajustada camisa que batallaba por mantener encerrado aquel busto perfecto. Hace años, en Egipto, había conocido a un Shaktí. Un tipo peligroso, traficante de antigüedades y, según los rumores, brujo.
La mujer le sonrió con desgana. - Bienvenido a encuentros. Por favor cámbiese. Su acompañante ya le espera en la barra.
Se adentro por el pasillo oscuro que le había señalado la mujer. A ambos lados del pasillo, de suelo pegajoso, había cuartos poco iluminados de donde surgían murmullos, risas, respiraciones agitadas y gemidos. Sobre todo, gemidos. En la penumbra sólo podían distinguirse sombras retorciéndose en una danza a veces sensual, a veces violentas y a veces grotesca.
El lugar olía a sexo, a sudor, a látex y a miedo. A Deckard le sorprendió el aroma del miedo. Había estado muchas veces en clubes como ese y nunca había percibido el familiar olor ocre y seco del miedo. No conseguía descifrar que tipo de sitio era aquel, pero estaba seguro de que allí iban a morir los buenos presagios.
Antes de entrar en el vestuario, en el pasillo, observó una pequeña repisa de cristal sobre la que descansaba un unicornio de papiroflexia de color azul brillante. Deckard se paró a mirarlo unos segundos. Al igual que la recepcionista, aquella figura le generaba una ansiedad que no podía explicar.
Finalmente entró en el vestuario y se sorprendió de lo limpio que estaba. La estancia también era oscura, indirectamente iluminada por una luz azul y, justo en el centro, una pareja bailaba pegados el uno al otro. Ella era una mujer con curvas y él tenía la cabeza afeitada. Le miraron y sonrieron.
Deckard miró a su alrededor intentando ubicarse. Nunca se había sentido cómodo en un vestuario y no por el hecho de tener que desnudarse. Eso le daba igual. Sus problemas eran más mundanos: encontrar la taquilla o, peor, tener que elegir una, discernir cómo funciona la cerradura, decidir como colocar las cosas, recordar el número… A veces pensaba que deberían hacer vestuarios para gente honesta. Podrías dejar las cosas amontadas en cualquier sitio y la vida sería mucho más sencilla.
Se encontraba inmerso en ese trance cuando, aún sin haberse quitado la gabardina, la pareja se le acercó y le rodeó. La mujer, vestida solo con una blusa de lencería transparente, se pegó a él para hacerle bailar. Deckard se tensó como si estuviesen apuntándole con un arma. De hecho, prefería que le disparasen a que le hiciesen bailar. O a que lo intentasen.
• Es toda una experiencia vivir con miedo, querido, eso es lo que significa ser esclavo – Susurró ella muy cerca de su oído. No sabía si le hablaba a él o a su compañero que, ahora, estaba a su espalda.
• Estás en el desierto y te encuentras una tortuga boca arriba intentando darse la vuelta, pero no puede, no sin tu ayuda. Pero tú no la ayudas, ¿por qué? ¿por qué no la ayudas? – Ahora era el hombre el que susurraba en su otro oído mientras ambos se contoneaban con Deckard en medio.
Aquella pregunta le hizo pensar, pero no era capaz de encontrar una respuesta.
• Oh! Déjalo tranquilo Icaro. No ves que lo estás incomodando. – El tono de la mujer resultaba burlón y aquello incomodó un poco más a Deckard. – Venga, Iseo, dejemos que se cambie – Contestó el hombre mientras se retiraba.
Cuando le dejaron sólo respiró aliviado. Odiaba esas situaciones. Sobre todo, si involucraban a gente atractiva. Empezó a quitarse la ropa y se dio cuenta de que no tenía su cartera. ¿Habrán sido ellos? Se preguntó mientras seguía desnudándose. Tampoco le importó demasiado. Después de todo no se fiaba de aquella cita así que dejó toda su documentación y tarjetas en casa. Sólo se habían llevado algunos billetes.
Cunado se dispuso a salir del vestuario se vio reflejado en un espejo y se sintió algo ridículo. No le importó. Aquel batín de seda que le habían dado, y las zapatillas, eran sorprendentemente cómodos. Además, no había sido su elección de modo que aquel desaguisado no era culpa suya.
Volvió al pasillo oscuro por donde intentó avanzar evitando la tentación de ver que estaba ocurriendo en los cuartos. Se dirigió directamente al salón principal. Una sala bastante grande, iluminada de forma indirecta por luces de distintos colores y en la que, en ese momento, sonaba una música lenta y acompasada. Había algunas mesas ocupadas, pero Deckard sólo se fijó en la mujer de la barra. La mujer que le había citado allí.
En un rincón, apenas iluminado por la tenue luz de una lámpara de araña, estaba ella. Su presencia cortaba el aire a su alrededor. Era una mujer de porte inusual. Tenía el pelo corto, de color rojizo, lo que resaltaba su rostro de porcelana. Sus ojos eran dos piedras brillantes que parecían ver a través de las sombras y los secretos que Deckard intentaba esconder.
Llevaba un vestido “flapper” que abrazaba sus curvas con una elegancia desafiante. El escote en V profundo revelaba un collar de perlas que serpenteaba sobre su piel pálida, acompasando los flecos del vestido, que prometían noches interminables de alcohol, pasión, música y peligro.
• Hola Deckard, ¡Te has atrevido! – Dijo mientras sus labios, pintados de rojo escarlata, se curvaban en una sonrisa.
• No me lo perdería por nada del mundo – respondió mientras se sentaba junto a ella. El barman, sin preguntarle, le sirvió un Old Fashioned que, casualmente, había estado preoparando. Alzó la copa con una elegancia frustrada por el ridículo de su atuendo.
Deckard no sabía muy bien que decir, pero ella supo llevar la conversación con estilo e inteligencia. En aquellas situaciones siempre se sentía algo tonto y terminaba interpretando un personaje. Aquella vez era diferente. O lo era hasta que empezó a marearse.
Primero empezaron a resistírsele las palabras, luego su lengua empezó a alargar las vocales. Pronto sitió la boca pastosa y los ojos no tardaron en pesarle mas de la cuenta. Mientras procuraba, con todas sus fuerzas, que su cuerpo no oscilase se dio cuenta que hacía un buen rato que intentaba mantener una conversación que no sabía sobre que trataba. Hasta que un halo negro le nubló por fin la vista y se desplomó.
Despertó un tiempo después atado en una especie de cruz con los brazos y las piernas extendidas. Miró hacia abajo y suspiró aliviado. Al menos seguía llevando su batín rojo. Alzo la vista intentando orientarse: estaba en una sala descomunalmente grande, tallada en una caverna de roca natural. Las paredes de piedra rugosa se alzaban hacia la oscuridad de las alturas donde apenas se distinguía un techo abovedado también de piedra.
En el medio de la sala, iluminada por unos enormes focos blancos, había una enorme piscina de mármol negro incrustada en la roca. Su superficie reflectante parecía un espejo líquido, devolviendo la imagen distorsionada del techo de roca y las luces oscilantes. La piscina se extendía hacia el fondo de la cueva donde una enorme cascada provocaba un ruido que rebotaba en toda la estancia hasta convertirse en ensordecedor.
No sabía cuanto tiempo había estado inconsciente, pero, de alguna manera, sentía que seguía en aquel club y, sin embargo, aquella cueva era demasiado grande como para estar encerrado dentro de él. Intentó removerse con todas sus fuerzas y soltarse, sin éxito, de los grilletes que le mantenía sujeto a la cruz.
Entonces la vio. De pie y desnuda, en el centro de la piscina, como una sirena enviada por la oscuridad. Avanzaba hacia el con una gracia hipnótica. Con su cabello negro mojado, alborotado y brillante, cayendo sobre sus hombros y bailando con su piel de alabastro. El agua resbalaba por su cuerpo, reflejando la luz como si fuesen hilos de plata sobre sus curvas perfectas. Parecía como si la oscuridad de la que emergía la hubiese vestido con su propia lencería.
Se detuvo un momento al borde de la piscina, observándolo. Su desnudez era una declaración de poder de la que Deckard apartó la mirada. Pensó en lo ridículo que resultaría excitarse dadas las circunstancias.
Con un movimiento pausado la mujer salió del agua y se dirigió hacia la cruz. Cada paso era una danza calculada. Una mezcla de elegancia, seducción y amenaza. Cuando llegó junto a él le bajó el batín, dejando su torso al descubierto, mientras acercaba su boca a la de Deckard. Los labios húmedos de aquella mujer, y la promesa de la suavidad de una piel que no podía tocar, le estaban volviendo loco.
• ¿Quieres vivir para siempre, querido? – Le dijo la mujer mientras su boca seguía planeado a sólo un centímetro.
Cunado Deckard quiso percatarse de lo que estaba pasando era demasiado tarde. Primero percibió el olor a plástico quemado, luego sonido seco de un cortocircuito y, por último, el resplandor de las chispas provocadas por una sobretensión. Miro hacía bajo viendo como la mano de aquella mujer se enterraba en su pecho convertido en un amasijo de cables, metal y circuitos.
Miró alrededor consciente de que aquello era el final. “Me han dejado plantado otras veces”, pensó, “pero nunca cunado estaba siendo tan amable”. Antes de dejarse llevar por la oscuridad pudo fijarse que, al borde de la piscina, estaba la figura del unicornio. Y, junto a él, había dos personas observándoles. Un hombre y una mujer.
Ella, rubia, con unos profundos ojos grises y vestida con un precioso corsé de cuero rojo y negro parecía una valquiria enviada por Odín para llevarle al Valhalla. A su lado el hombre delgado y alto, vestido con un elegante smoking negro, se acariciaba una frondosa barba castaña que contrastaba con su cabeza rapada.
• Todo ha salido según lo previsto – Dijo la mujer con una voz dulce que contrastaba con la frialdad de su mirada. – Llevaooslo y que se encarguen de el en el bar.
• ¿Estas segura? – Preguntó el hombre.
• ¡Claro que sí! Es un impostor y no lo quiero aquí abajo - respondió ella con impaciencia.
Deckard se dejó llevar por la oscuridad mientras el hombre, alto y fuerte, se dirigía hacia él.
Despertó un tiempo después sobre la barra del bar con una baso de Whisky a su lado. Sonaba una canción de Juice Newton que le pareció apropiada para acabar con aquello. No había rastro de la mujer con la que había quedado, ni de la dama del lago o de la Valquiria y su guardaespaldas. Por un momento pensó en que todo podría haber sido un mal sueño. Pero deslizó la mano bajo la bata y palpó un hueco donde debía estar su corazón. Se levantó resignado y empezó a andar.
En el otro extremo del salón había unas cortinas de terciopelo rojo y, tras ellas, una puerta metálica con un cartel en el que podía leerse “Esto no es una salida”. Se dio la vuelta y se dejó caer en el sillón más cercano. Dio un último sorbo de Whisky dándose cuenta de que aquel era el gran adiós que sólo le importaba a él.
Fijo la mirada en el centro de la mesita que tenía enfrente. Allí estaba otra vez el unicornio de papel azul.
• Tú me entiendes. – Susurró mientras se apagaba definitivamente.