ENTRE MUJERES- 23. Sara
El instituto. Casi tantas mujeres como el lupanar. No sólo las veinte profesoras, también las administrativas, las monitoras, las limpiadoras y Sara. No le cuadraba a Pedro la categoría de la chica. Le parecía que se le podían aplicar las palabras de Cervantes: “... y esta noche no vayas a posar donde sueles, sino en la posada del Sevillano, porque verás en ella la más hermosa fregona que se sabe.“. Personaje de una novela ejemplar porque ejemplar era el culo de la moza, la más joven limpiadora del instituto, cercana a los treinta. Recién divorciada. Abandonada por un marido que el profesor sólo podía nombrar de insensato. Y Pedro, enfrascado en la lectura de la obra del infortunado manco de Lepanto, se metió en requiebros.–Eres bien hermosa Sara –repetía el profesor.
–Pedro, te gustan demasiado las mujeres. Creo que todas. No estoy yo ahora para amores –se alejaba la voluptuosa fregona.
Y jornada tras jornada, el filólogo chocaba con el escudo que detergentes, bayetas, cubos, cepillos y desengaños construían para hurtarle las nalgas de la imposible limpiadora.
Ya en su quinto sin ascensor, eran las madrugadas las que volvían a acercar al lector a las maravillas de la ilustre fregona. Se imaginaba hacedor del soneto cervantino:
"Raro, humilde sujeto, que levantas
a tan excelsa cumbre la belleza,
que en ella se excedió naturaleza
a sí misma, y al cielo la adelantas;
si hablas, o si ríes, o si cantas,
si muestras mansedumbre o aspereza
(efecto sólo de tu gentileza),
las potencias del alma nos encantas.
Para que pueda ser más conocida
la sin par hermosura que contienes
y la alta honestidad de que blasonas,
deja el servir, pues debes ser servida
de cuantos ven sus manos y sus sienes
resplandecer por cetros y coronas."
Y como el hijo del corregidor, el profesor anhelaba servir las secretas oquedades de Sara, una Costanza a cuatrocientos años.
“ El maestrito me la quiere meter “. Vueltas daba la cabeza de Sara a la idea simple. Bien sabía la fregona del ansia de hembras del instructor. Abandonada por un esposo ansioso de papayas nuevas, hacía más de un año que el conejo de Sara no engullía fruche ninguno. Ella quería ser doñeada, y en eso el filólogo era ducho varón.
Tornaba Pedro a los aledaños del odre de Sara, codiciaba el olor a hembra, no a lejías ni jabones. Y volvían los requiebros para eludir la respuesta que diere Costanza a Avendaño:
“ Hermano Tomás, ésta tu oración más parece hechicería y embuste que oración santa, y así, yo no quiero creer ni usar della ... "
Mas no pergeñó oraciones el lector de Cervantes, sino que hiló lisonjas en lunes, zalamerías por martes, ternezas los miércoles, alabanzas cada jueves, galanterías de viernes para anochecer aquel sábado en el lecho de la fregona, que olvidando barreños, paños, plumeros, posó su adorado culo en la faz de Pedro. Los labios se embebieron del orto anhelado, la lengua titiló el orificio de la ansiada alcancía. Lo penetró en un sueño. Dos dedos se adentraron en las entrañas de la ahora dueña, trocándose luego en una verga de diecinueve desparramada nívea en las esencias de la bien servida, ya ilustrada y lustrada por la simiente del profesor dichoso.