ENTRE MUJERES- 8. Enriqueta
Y a Pedro no le gustaron las palabras:–Me he enterado que estuviste con una amiga mía el sábado –soltó Sonia– y no hablando –terminó la mujer de Anselmo con un risa de hiena.
–Miriam ya me informó de tus dotes de alcahueta. ¿ cómo se te ocurre darle mi teléfono a nadie?
–¡ Míralo él ! Chico, me estás tirando la caña día sí y día también. Te veo falto de mujer. Y recuerda que yo estoy casada…–marcó los puntos suspensivos la señora de Anselmo-. Te hago un favor y ¿ aún te enfadas ?.
Pedro no supo qué decir. Era verdad que Sonia le había enviado un chocho. Que el envoltorio de la vulva no fuera todo lo apetecible que desease el profesor era, para la salaz treintañera, algo normal. El atractivo de Pedro estaba a la altura de una hembra como Miriam. “ Que se mueran los feos “ solía tararear Sonia. “ Que se junten los feos “ era la salida menos sadiana, más compasiva. Y la mujer de Anselmo era de misa dominical, y semanal.
–Además,--desvergonzó Sonia–-mi amiga tiene una propuesta que hacerte.
Las palabras no asomaban en la boca del filólogo. Le podía más el recelo que el vocabulario. Dejó acabar a la tentadora.
–Y ella te lo dirá.
Sólo tuvo que esperar unos días. El móvil amaneció junto al sábado, a eso de las 8 de la mañana.
–¿ No te estarás haciendo una paja pensando en mí? --El reclamo de Miriam sorprendió al filólogo por su dosis de verdad, aunque sólo fuera a medias.
Y es que Pedro disfrutaba las mañanas de fin de semana. Era Élodie quien se enseñoreaba del falo. Pedro era macho de costumbres. Durante la semana su mano se empujaba con imágenes de francesas: Dolly, Océane, Ovidie, Melanie…hasta esa Tiffany de apellido inglés, Claire auténtica para ser novelada por el divino marqués. Pero los diez minutos de arriba y abajo no daban para más. Y el sábado, catre para retozar en Élodie, heredera de la Duclós de Sade, tan Mesalina como la narradora de lo más literario de la terrible obra del divino: “ Los 120 días de Sodoma “.
Y ahora se tenía que conformar con el cuerpo ajado de la mujer de Juan.
–Sí, me quedé con ganas de que me bañases con tus tetas –se le ocurrió a Pedro–. ¿ Por qué no te pasas por aquí con las pastas ? Yo me encargo de la leche-.El “ tu si que sabes “ se atisbó tras el estruendo de una carcajada.
–Llego en media hora. Pero recuerda: no desperdicies tu semen. Mi cuerpo lo quiere toda para él –abrió la puerta Miriam.
Y no, la leche aún no se había fabricado cuando la cuarentona tocó el timbre. Sí que lo haría al compás de los lametazos de lengua sobre los verticales labios, desprovistos ya del olor a orines. Ayudaría la mamada que la esposa de Juan brindaría al glande crecido. La corrida en las fauces precedería sólo unos minutos a la propuesta de Miriam.
–Oye, esa polla tuya no se puede desperdiciar. Es grande, gorda e incansable –calificó con los ojos y el chocho la hembra–. Tengo amigas que necesitan ser folladas, pero no encuentran hombre.
Por la mente de Pedro pasó una idea, casi un desvarío: “ ¿ me va a proponer esta tía seguir los caminos de Aixa y Saly ?
–Una amiga mía tiene un apartamento frente al mar, junto al puerto. Ella está en los cincuenta, y es obesa. Tampoco es que sea guapa. Creo que podremos contar con ese piso --avanzó Miriam como si ella hiciera el camino en solitario.
–No sé qué me estás contando. Háblame claro.
–Te quiero convertir en gigoló.
Sonrió el profesor, Cierto que su deseo por las mujeres era desmedido. Su pene siempre se había transformado férreo ante un coño. Pero esos chuminos eran lindos siempre. Parecía que la mujer le planteaba ser un consolador humano de damas no folladas, de aquellas que no las sabían erguir, de las pobres a las que no había hombre que se la clavase. Y se tambaleó.
–Si es de tías buenas como Sonia…
–¿ Esa tía está buena ? Será para tí. No. Te propongo hacer el amor con mujeres de verdad, de aquellas que tienen medios y ganas.
Nunca se lo hubiera figurado. Le proponían hacer el amor a Finas. Se conocía. Sabía que no se le pondría dura. Sobre todo si esas Auroras carecían de golpes de mujer. No podría follarse a una bobalicona. Se podía ser fea, siempre y cuando abundasen las carnes y las bocas exhalasen requiebros salaces.
Desde la ya lejana pubertad, Pedro sentía moverse su cuerpo ante la contemplación de hembras orondas. Le vino a la cabeza la canción de Moustaki. Aquella mujer redonda que el griego afrancesado convertía en poesía. Y se imaginó en la cena frente a un canalillo en tajo y rubensiano. Su cipote apuntando al centro de muslos brassenianos, ocultos bajo un mantel. Y un culo gordo, sí, redondo, obeso, en celulitis avanzada, aplastador de sillas, devorador de tangas.
–Me gustan tus tetas, Enriqueta. –No pudo aguantar más el profesor. Y aunque la cincuentona dibujaba en su cara nariz chata, minúsculos ojos, labios en pincel exangüe, sus ubres nacían el deseo del obseso.
--Gracias –se sonrojó la onanista resignada. Amiga de Miriam, Enriqueta soñaba con trenes llenos de soldados. Olvidados los príncipes azules, el clítoris en pene la regaba de ninfómana. El índice y el anular de la derecha hermanados, encallecidos.
Ahora pagaba por un hombre normal, pero en traje. Vestido por la esposa de Juan, la corbata, la americana, el pantalón planchado a raya, lo convertían en varón en uniforme. Bien sabía él que las mujeres se pirraban por los trajes y los atuendos de guerrero. Como los hombres por escotes y sucintas minifaldas
–A mi me gustas tú, así, elegante…me estás poniendo perraca –desenfrenó la necesitada.
Y el lecho se tendió para la hembra de coño vacuo. Sorprendiose el filólogo ante el pelaje del chumino. “ Vieja “, se posó la palabra en la mente, no en la lengua. Fue el botón de dicha el que sintió aquella punta húmeda, sosegada. Tranquilo como en los tiempos en matrimonio, Pedro dejaba bailar su boca sobre el clítoris, sin dudas, también sin ascos. Aquellos muslos rollizos le hurtaban la barriga de ballena, amagaban la faz ratonil, dulcineaban a Enriqueta.
¡ Qué bueno, tío ! Aprieta más tu boca, cabrón…Ah, ah, ah…sigue, tío cerdo !
Sonrió el profesor. Le gustaba ese papel de puto. Empezaba a creerse. Se estaba convirtiendo en Saly. ¿ Le saludaría la pobre Enriqueta si lo viese en la calle ? Sabía que sí. Él no era un puto. Cobraba, sí. Pero ese no era su oficio. Tenía que mover la lengua, como en clase, pero su profesión era saludable, en todos los sentidos. Era una especie de escort. De repente era más apreciado que Aixas, que Salys.
–¡ Métemela, putón ! –vociferó cual macho vulgar la hembra hambrienta de hombre.
Y el tolete se bañó en aquella concavidad adornada por pelos en mar. Aguantó el falo. Consiguió urdir un vaivén que acrecentaba las humedades de la necesitada.
“ Me correré cuando me lo mande esta tía. Me paga. Yo cumplo “. Era un escort, un varón de compañía, un hombre serio.
• Tú me dices , cariño. Cuando quieras me corro.
• ¡ Ahora, joder !
Y el cuerpo de Enriqueta vivió una lluvia dos veces. La que brotó del pene del contratado, la que nació de unos ojos felices por pertenecer, por fin, a una mujer.
¿ Quíen era Ino ? ¿ Y Pedro ? ¿Tendría él que inventar un nombre ?
Mientras subía su monótono Everest, el gigoló, sí, el gigoló, se pensaba como tal. Pero él no tenía que esconderse. Se metió en su lecho de oficio respetable. Antes que sus ojos bajasen persianas, decidió que el sábado lo vería trocado en otra Enriqueta.