ENTRE MUJERES- 5. Saly
Y ahora, allí, tras escalar hasta el quinto. Y no era tristeza lo que sentía Pedro en su piso de espíritu ajeno. Era rabia. Por saberse espiado. Débil cada vez que se cruzaba con Rosa, aquella vecina ajada y casada que lo miraba burlona. La que se meaba follando con el marido, La que, estaba seguro, le acusaba de medio hombre por haberse dejado abandonar. Pero Rosa era fea, marchita en las tierras de cuarenta. Despertaba la rabia de sus nervios por chismes. Aposentaba una mansedumbre rara en su pene, Y eso le esbozaba una única sonrisa de dignidad.No fue de dignidad, sino de desencanto. Y no se le dibujó en los labios, sino que lo hizo entre las orejas, aquella sonrisa desengañada. La que nació tras un portazo, unos pasos, el “¿ cómo estás, Aurora ?” que traía los acentos de Fina.
La psicóloga, convencida ya de que tendría que buscar en otros pantalones, quería que Pedro conociera a su amiga de trabajo, aquella historiadora de cuerpo contrahecho. “ Ésta debe ser la moza que Sancho trocó en Dulcinea “, se dijo el lector de Cervantes. Había pasado los últimos días pensando en la posibilidad de Aurora. Ya Fina era amiga. Por fin la psicóloga aceptaba la realidad. También sabía que Pedro vivía en una soledad de la que ansiaba el divorcio. Y Fina garabateo aquel encuentro. “ Aurora es una chica guapa “ intentó empujarlo el emasculado en la función, aquel Josep María flácido de pene, pero feliz de amor.
Y Pedro sólo sentía Anas que vuelan, Aixas de culo entangado, Salys chinescas, Josianes que borraban los tes de las novias argentinas de Cortázar. Era eso, un condenado a navegar entre mujeres contrahechas y buenas, y tías buenas en alquiler. “ Yo no me vendo, me alquilo”, le había soltado la uruguaya al poeta en la maravilla de Subiela.
Pedro, atrincherado en su sonrisa de ángel pobre, no se resignaba a lo que su condición le deparaba. Como Oliverio, seguiría buscando a la que vuela. Como Oliverio, en el infierno.
Y las piernas volvieron a estallarle en la verga. Esta vez sí que vio a la lumi sentida: Inocencia mudada en Saly. La campesina de El Toboso, la chica dominicana, fantaseada en Dulcinea lúbrica. Saly.
No se acercó la mujer hecha tanga. Fue él quien se arrimó. Ino se había desvanecido en el rucio de la toboseña. Y aunque Saly trabajaba, el alma de labriega borraba al profesor. Él no se había dignado en ella. Ella encaminaría sus piernas a cualquier otro.
–Hola, Ino –intentó Pedro.
–¿ Es a mí ? –respingó la caribeña–. Me llamo Saly, cariño. Y ya sabes porqué.
–Estás tan guapa como siempre –empezó a borrar el cliente.
–Gracias. Anda, invítame a un cubata –se impuso la cabaretera.
–¿ No quieres subir ?
–No, papi–cubaneo Saly–. Quiero ganarme algo sólo hablando.
Sabía el filólogo que un movimiento de lengua ante el detentador del poder y el chocho de la chica se abriría raudo. No era eso. Ino había dado varios pasos sobre Saly. Y aunque disfrazada en meretriz, la campesina caribeña era la poderosa.
–Anda, Pablito, ponme un cubata, que el señor lo paga.
La mezcla del Havana y la cola hicieron sonreír a Pedro. Era como si la piel de la lumi se espejeara en el vaso.
–¿ Ya la tienes dura ? --apretó la cabaretera.
–Te vi en la calle.
–¿ Me viste en la calle ? Imposible, yo no salgo de aquí. Sólo soy puta. No existo. Nací ya puta –se deshizo Saly de Ino.
–Debía ser tu hermana, entonces.
–Debía –acabó la mesalina perenne.
Pedro ganó tiempo. Mientras su palma acariciaba el muslo de la sola ramera, sus ojos pidieron otro Havana libre.
–-Me gusta que siempre hayas sido puta. Eso me da libertad. Y yo estoy aquí por tu cuerpo. –Avanzó la mano bajo la falda.
–Va por el buen camino. Igual te doy un premio.
Y se volvió a repetir. Pero no del todo. No lo habitual. Esta vez el lector de Dostoievsky reemplazó al de Bukowski. No sería porque Saly no estuviese en su papel: bautizó verga y testículos. Fue Pedro el que hurtó su falo a la lengua de la meretriz.
–No, Ino. Hoy soy yo. El que siempre he querido ser.
–¿Y qué hacemos, entonces ? –Se sorprendió la trabajadora–. Ya te he dicho que yo soy puta.
–No, Ino. Eres una persona. Lo vi en la calle. Sí, es verdad, no te hablé. me seguías a 10 metros…
–No me dijiste nada porque soy una puta –cortó Saly mientras Ino se asomaba.
–Sí. Quizás tengas razón. Trabajas como prostituta, pero no quieres. –Intentaba Pedro acercarse a la campesina–. Dices la verdad. Tu trabajo borra tu persona. Haces de puta, creo que a tu pesar. Y yo no quiero que me vean con una tía que se dedica a eso, aunque vaya vestida de monja por la calle.
Y Pedro se acordó de las palabras de Ana, la que vuela:
“ Nunca veas a una puta con luz de día… Es como descubrir que ese poema que te hizo llorar a la noche, al día siguiente apenas te interesa.”
–No sé…siento vergüenza de avergonzarme…– agonizó el cliente–. ¿ Qué piensas de mí ?
–Nada, no pienso nada.
Y el profesor sabía que la meretriz era auténtica. Demasiados clientes, la vida era así. Cada cual hacía su papel, sin preguntas. Pensar hacía daño. El tío que se acostaba con una lumi entraba en la rueda de lo real, no de lo romántico, tampoco de la amistad. No podía ser amigo, menos amante, ¿ o sí ? Estuvo a punto de preguntar si lo consideraba de menos por pagar por sexo, pero se contuvo. Tuvo la impresión que Ino le contestaría como Saly, Dulcinea lúbrica e impostada, habitante del reino de la fantasía carnal de tantos solitarios, de tantos casados. En el lupanar no había lugar para Aldonzas, menos para Inocencias.
–Bueno qué, ¿ lo quieres hacer ? En diez minutos se acaba tu tiempo –se desvaneció Ino, ganó Saly.
No, Ino. –Y el beso de Pedro en la frente de la tristeza no apareció a la campesina dominicana. La dureza la había trocado. Ese hombre estaba allí. Luego desaparecería. Quizás lo podría conservar como pagano. Nunca como amigo. Era así. Era su vida de puta.
Y mientras daba la espalda a las luces del prostíbulo, Pedro tuvo la sensación que Saly se desvanecía. Había otras mancebías. Volver a la misma sería anclarse a la dominicana. No quería. Correría el peligro de los sentires. A la Aldonza vestida de normalidad la podía aguantar. El falo no se adueñaría de la voluntad. A la Dulcinea lúbrica y soñada, hecha carne tras las luces del lupanar, no la vencería. Demasiado hombre ordinario para no beber el néctar del jardín de la dominicana