ENTRE MUJERES- 2. Aixa
Piernas, eso era lo que acarició la verga y la mente de Pedro. Chicas en taburetes, con vestidos mínimos, tacones de 15. Hombres tomando. Dos camareros tras la barra. Rubias de rasgos eslavos, mulatas caribeñas, africanas...Con la cabeza llena de imágenes creadas en libros, el novato se acercó a la barra.--Hola, un cubata de Havana, por favor.
La voz temblaba, también las manos. Pedro miró tímido alrededor. Los clientes sumergían ojos en vasos o acariciaban las piernas de las mujeres. A unos 10 metros, un par de chicas se reían pasando los ojos por la jeta del filólogo. Entre inseguro y nervioso, el profesor intentaba imaginarse a Ana, la que vuela, entre aquellas mujeres. Ellas sólo veían a un pobre mindundi que no sabía qué hacer. Si en un puticlub se pagaba sólo por acariciar cuerpos con los ojos, si se podía invitar a las mujeres, si había que soltar pasta para tocar tetas…
--Nene, anda invitame a beber- le soltó entre risas una pechugona de rasgos latinos-. Si estás suave, te dejo tocarme las tetas por 50 euros.
--¿ Y cuáannnto vale subir contigo ?- balbuceó Pedro ante la mirada irónica de la taconera.
--500. Lo tomas o lo dejas-. Los dientes de la chica comieron las ganas de Pedro, que sintió un respingo de dignidad.
Sumergió el profesor su faz en la bebida negra. Y dio la espalda a la primera mesalina.
La penumbra aún permitía distinguir. La barra vertical en el fondo de la sala. Las chicas con antifaces sobre vulvas, el camarero encorbatado. Los zapatos de tacón, que aceraban vergas.
--Hola, ¿ cómo estás ?-. Pedro escuchó el tono de aquellas palabras. Le gustaron. Aquella morena, de piernas rotundas y culo entangado, le pareció buena.
Pedro sonrió.
--Miro. Me pone mirar. ¿ Cómo te llamas ?
--Soy Aixa- contestó tranquila la marroquí-. ¿ Qué buscas aquí ?- intuía la mujer disfrazada en hembra que para aquel hombre era la primera vez.
--No sé como funciona esto.
Como una Magdalena, la chica le explicó. Le dijo que media hora costaba 80 euros. Que ella lo lavaría en partes. Si así lo deseaba, le haría una felación y acabarían haciendo el amor. Estas fueron las palabras de Aixa.
Con el falo convencido, el corazón se quitó el sombrero y las piernas del profesor subieron aquella escalera. Las manos de la meretriz en dulzura abrieron la puerta de esa alcoba de prostíbulo.
Y los testículos de Pedro fueron bautizados por la árabe. El lector volvió a la infancia. A sus 7 años, cuando la tía Pepa le regaló su primer libro: Moby Dick. Ahora, como el capitán Acab, sentía salpicar el agua sobre su hombría. No pensaba en ese momento en clavar su arpón entre las piernas de la bella infortunada. Inquieto, se admiraba del primer movimiento de la meretriz. Él se figuraba vaivenes de falo en vulva. Nunca un encuentro entre mano y polla, bolas, agua en pubis. Bautizado en lenocinio, el pene del profesor apuntó sin timidez a la boca de Aixa.
No dijo nada ella. Fueron sus labios los que empezaron a chupar el cipote del filólogo.
--¿ Ya ?- se preguntó Aixa, y Pedro tuvo la sensación que el deseo de la mujer borraba el suyo. La decepción se pintó en los ojos de la Magdalena árabe: el cliente no se había corrido.
El filólogo se dejaba hacer. No vio el movimiento de boca de la meretriz, pero si acertó a ver como su falo era enguantado por la habilidad de los labios de Aixa. Con la goma puesta, el cuerpo del hombre sintió el de la mujer en posición horizontal. La rama erecta de Pedro pareció separarse del tronco para perderse entre las humedades del bosque de la hembra. Y ella sonrió feliz. La entrada en la espesura desató una lluvia acelerada, impetuosa, que dio fin al trabajo de la ramera sin ganas.
Pedro abrió los ojos en solitario. En aquella cama de matrimonio, convertida en catre de soltero. Se avergonzó. Para dejar a su espalda la puerta de aquel prostíbulo se había parapetado en libros, y en meretrices románticas. No había conocido a Fantine, tampoco a Ana, la que vuela. Se imaginó a Aixa como la Magdalena de Sabina, ése era su consuelo. Había pagado con la esperanza de sentirse único. Era un cliente más. Y las prisas de la mujer en alquiler lo señalaban. Y esa marca le encogía.
Pero era un hombre en la treintena. Su pene soñaba con hembras. Cada mañana, antes de hablar de Cernuda o Vallejo, el profesor se descubría varón ordinario entre las sábanas. Italianas y francesas se apoderaban de su mano para masajear una verga siempre dispuesta. Y alrededor de aquel lecho danzaba Moana, y la lengua de Milly se aparecía en los testículos. También las galas se deslizaban en forma de mano sobre tronco y glande. Los lunes, Océane; martes para la Golden; miércoles en Tiffany; jueves de Fovéa; viernes y Laure. Ya en sábado, Elodie, la pulposa. Y los domingos, otra vez la italiana, esa Moana Pozzi, como nueva Duclós, zorra letrada. Porque el domingo le permitía caminar entre blancuras hechas tela.
Y al cabo de esa hora con ojos y verga abiertos, levantarse y solo.
Pasaría la jornada entre letras y porno. Solo. Aunque él amaba el uno, sin dos, menos el tres. Sí que le hubiera gustado ser un par, pero siempre con tetas y chocho. El pasado le vetaba cuerpos ansiados: culos inflados, tetas rotundas. Aposentadas entre orejas, las señales de los años en comején le conducían a Finas y Aixas. Sólo le daba para mujeres enjutas o hembras mercenarias.
Mientras comía aquella merluza desabrida, se imaginaba espiado por las vecinas de 40, atadas a maridos asiduos a coños ajenos. Aquellas que lo reían de venado, quizás para olvidar que ellas lo eran perennes y antiguas. Como Rosa, vecina del tercero, que se mofaba del profesor y sus cinco pisos por subir, sin posible ascensor.
Suerte tenía del negro sobre blanco. Ahora leía la novela de título evocador, el libro de Peter Handke que le presentaba su otra pasión: la portería. Y aunque no acababa de emocionarse con “ El miedo del portero al penalty “ le gustaba el final de la novela del austriaco:
“De repente, el jugador echó a correr. El portero, que llevaba una camiseta de un amarillo chillón, se quedó parado sin hacer un solo movimiento, y el jugador le lanzó el balón a las manos “.
Quizás era lo mejor. Quedarse parado y luego huir con la pelota. Pero no se conformaba.