ENTRE MUJERES. Capítulo I. Fina
Pedro conocería a Grushenka tiempo después. Pero aquella noche entraba en otro mundo. El cielo que sólo veía en libros, películas, canciones. El de la Magdalena, la Lozana, la Duclós, Josiane...Ana, la que vuela. Aquél que el escritor de barrio convirtiera en una de sus últimas novelas, la que Pedro acabó de leer en decepción. Sí, aquella “ Canciones de amor en el Lolita’s Club” que Marsé plantó en la mancebía que se metería en el cuerpo del filólogo.Pedro llevaba un año solo. Su mujer le había abandonado por otro hombre. Joven y cumplidos los 30, el pasado se tragaba su presente. Las cicatrices veladas refulgían en sangre. Ansioso de hembras, el lío en la piel se fraguaba en ojos huidizos y corazón en zozobra. Inseguro de faz, náufrago en mujeres, Pedro se bañaba en la película del argentino cada mañana, antes de partir a hablar de Lorca, Andersen y Cervantes. Luego, ya en la tarde, Oliverio volvería a encontrar a Ana volando más allá de lupanares, y así lunes, martes, hasta sábados. Y de eso sobrevivía el profesor, de eso y de los versos de Gelman, Benedetti, Girondo. Palabras hechas sentires que la película de Subiela le servía como sustento. Y ese final, que lo hacía humedecer: "Ana me rompió el corazón, pero al herirlo, lo creó. Nunca lo entenderías. Mi pobre Ana. Mi querida Ana. Nunca hubiera podido pagarte esto que hiciste por mí, iluminaste el lado oscuro de mi corazón. ¿Por qué decidiste permanecer pobre, dejándome a mí tan rico?".
Había mujeres en la vida del filólogo. Esa Fina que desaparecería cuando Pedro llegase a su diario edén. Ahora era su mejor confidente. Casada con un matemático impotente, la psicóloga había conocido al filólogo en el instituto.
--No estoy enamorada de mi marido- dijo Fina, mientras caminaban por el paseo marítimo.
Pedro calló. No quería decir. Estaba bien con aquella cuarentona flaca, desgarbada, de rostro dulce, ojos soñadores. No buscaba eso. Hombre de sensaciones y sentimientos, el filólogo ansiaba la Ana de Subiela, soñaba con meretrices de formas opulentas, de mirada impúdica. Fina no lo era.
Aquel sábado la psicóloga se lanzaría entre sushis y tempuras.
--No tengo sexo. Josep Maria no puede porque el tratamiento lo adormece. Y no quiero buscar a cualquiera por ahí- acabó Fina, entre avergonzada y retadora.
Pedro sabía. Para él la psicóloga era amiga. No se imaginaba en la cama con ella, ni quería. Decidió actuar en el papel que se había dado. Escuchaba.
--¿ Cómo es el sexo en Cuba ?- avanzó la mujer.
El profesor había estado en la Isla. No era eso lo que lo llevaba al raro país, sino letras, músicas y delirios de ideas. Respondió:
--Es una sociedad de sexo epidérmico. El calor, la poca ropa, la mezcla de español y africano...pero a mí me gusta mirar, contemplar a las mujeres. Yo voy a Cuba por amigos y creencias.
La psicóloga continuaba apenas. Pedro sintió pena. Pero no se folla por pena. Y aunque siempre se le ponía dura, no quería tener sexo con su amiga. Una llamada le salvó.
--Pepita, ¿ cómo va todo ?- para el marido, Fina era Pepita.
--Bien, Josep Maria. Pero, ¿ Cómo te encuentras tú ? Es lo que me importa- dijo la esposa, alejando sus ojos del cuerpo del amigo.
--Esperándote, ya sabes que te quiero, Pepita.
Ahora también sintió pena, pero de sí mismo. A él nadie le quería. Abandonado por su mujer, Pedro se despertaba y se dormía en soledad, siempre con hembras soñadas rondando la mano que enfundaba un falo siempre hambriento.
--Josep María, vuelvo a casa- consumó Pepita.
Mientras dejaba atrás las luces de Barcelona, Pedro pensaba en Ana y Oliverio. Solo como el poeta, el profesor sintió aquella noche como el momento. Sí, el de conocer a la Magdalena de los libros eternos; a la andaluza, lozana de cinco siglos; a la narradora de la Sodoma de Sade, esa Duclós que convertía en literatura el terrible libro; a la Josiane de Cortázar, refugiada en el otro cielo.
Las luces del burdel de aquel pueblo, el coño del Maresme era su apellido, iluminaron el Ibiza de Pedro. Sus pasos nerviosos lo condujeron a la canción de Sabina.
“ Si estás más solo que la Luna
Déjate convencer
Brindando a mi salud, con una
Que yo me sé
Y, cuando suban las bebidas
El doble de lo que te pida
Dale por sus favores
Que, en casa de María de Magdala
Las malas compañías son las mejores “
Y Pedro entró en el paraíso, el averno, la pena.