LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 8 - RESULTADO DEFINITIVO (O NO).
LA FIESTA DE LA DEMOCRACIACapítulo 1. LA JORNADA ELECTORAL: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 1 - LA JORNADA ELECTORAL.
Capítulo 2. LA IMAGINACIÓN AL PODER: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 2 - LA IMAGINACIÓN AL PODER.
Capítulo 3. DE FUERA VENDRÁN...: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 3 - DE FUERA VENDRÁN...
Capítulo 4. UNA MIRADA AL PASADO: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 4 - UNA MIRADA AL PASADO
Capítulo 5. UN POCO DE TRISTEZA: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 5 - UN POCO DE TRISTEZA
Capítulo 6. CONFESIÓN: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 6 - CONFESIÓN..
Capítulo 7. RESULTADOS PROVISIONALES: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 7 - RESULTADOS PROVISIONALES.
8. RESULTADO DEFINITIVO (O NO).
Pese al calor de aquel domingo treinta de julio, no fue hasta las ocho y media de la mañana cuando mi vecina me despertó con un beso. Lo normal hubiera sido que yo me hubiera despertado antes, porque casi todos los días suelo estar vivo antes de las ocho, pero la tarde noche anterior había habido una serie de esfuerzos físicos que, quizá, explicaban lo tardío del despertar.
— Buenos días... —escuché.
— También para ti —le contesté volviendo a besarla.
Estábamos tan desnudos como la noche anterior, los cuerpos pringosos por el fruto de nuestro goce y el calor de las noches de julio y las sábanas pidiendo ser desinfectadas con napalm, casi. El sexo con mi vecina era siempre intenso y gozoso, incluso el coito de la noche anterior en el que ella se me folló, sin más.
— Perdona por lo de anoche —me dijo—. De verdad, no sé qué me pasó.
— Te pasó que eres fantástica y que me encanta que lo seas.
— No, en serio. No me gustaría que te quedaras con una mala imagen...
— ¿Mala imagen? —le interrumpí. Recordaba su imagen apoyada con una mano sobre mi esternón, follándome, mientras su otra mano se masturbaba a la búsqueda del orgasmo; recordaba también su imagen vencida un poco hacia atrás, los muslos temblando, la humedad derramándose en su coño, el grito de su orgasmo; recordaba también su imagen desnuda, sudada, dormida en mi cama después del esfuerzo—. Te juro que ninguna de las imágenes que tengo de anoche es mala. Al revés, ojalá tuviera alguna de esas imágenes en foto, para disfrutarla más veces...
— Tienes un puntito guarrete que me pone, ¿sabes?
¿Un puntito guarrete? Supongo que sí, entre lo de buscar porno que me la recordase y lo de hablarle de tenerla en fotos subidas de tono. Supongo que llevaba demasiado tiempo viviendo solo y ya se me había olvidado lo que es el contacto frecuente con la misma compañía sexual. Tampoco es que fuera yo un salido o un pornoadicto o algo así, solo una persona normal con necesidades sexuales normales que, en el siglo XXI, sabe que hay formas tecnológicamente mediadas de satisfacerlas.
— Al final anoche no cenamos —me dijo—. Habrá que desayunar fuerte, ¿no?
— Hicimos bastante gasto energético, sí: habrá que recuperar fuerzas.
— ¿Te quedan algunas, o cómo vas?
La pregunta vino acompañada de su mano entre mis piernas. No fue un tocar torpe, sino apenas una caricia con la palma de su mano en mis testículos, como sopesando el material. Me gustó la sensación y me gustó la sonrisa con la que acompañó su palparme. A aquella primera caricia le sucedió una segunda y al poco era ya más un amasarme el escroto que acariciarlo, la mano ya quieta sobre mis huevos, jugando con los dedos y la palma. Reconozco que consiguió, medio dormido como estaba todavía, excitarme. Notaba cómo mi polla iba llenándose de sangre.
No sé si aquello respondía a aquello que me había dicho de la mala imagen, como si el hecho de que ella hubiera tenido un orgasmo, y yo no, colocase algún tipo de marcador sexual en uno a cero a su favor y tuviera que igualarlo. O igual se sentía mal por haberse quedado dormida la noche anterior y me lo quería compensar. No sé. La cuestión es que aún no eran las nueve, no había cenado, acababa de despertarme y mi polla estaba ya en su mano, siendo mecida, recorrida, masturbada con una parsimonia importante. Sentía cómo descubría y volvía a cubrir mi glande con el movimiento de su mano. Sus ojos me sonreían, su mirada negra como la noche me estaba sonriendo mientras me hacía aquella paja matutina.
— ¿Y qué planes tienes para hoy? —me preguntó, sin dejar de masturbarme.
— Pues la verdad —respondí a trompicones, con la respiración alterada por la excitación sexual— no tenía ningún plan especial, no había pensado en nada. Como tampoco sabía que ibas a estar en mi cama de buena mañana, ni siquiera he comprado algo especial para desayunar... Pero si quieres, podemos ducharnos y bajar a desayunar: hay un par de sitios con café decente y bollería explosiva para recuperar fuerzas.
— A veces, lo especial no hace falta comprarlo, ¿sabes?
Sus últimas palabras las escuché sin verla. Estaba tan excitado que cerré los ojos para evitar que con una sonrisa me llevase al clímax. Por eso me sorprendió cuando noté la humedad de su boca en mi polla. Fue al principio un beso en la punta, luego un estimular con su lengua el frenillo del glande, luego directamente rodearme el capullo con los labios, jugando con la lengua dentro de su boca, empapándomelo, excitándomelo, llevándome al borde del precipicio del placer.
Acaricié el cabello de mi vecina mientras me hacía una fantástica felación de domingo por la mañana. Acariciaba su cabello porque no era capaz de hacer mucho más, plenamente anulado en mi voluntad por las sensaciones que me estaba produciendo con su mano y con su boca. Si en algún momento tuve fuerzas, ya no estaban en mí, ya no podía hacer nada más que sentirla y centrarme en sentirla, en notar cómo buscaba mi placer, cómo había decidido regalarme algo especial porque a veces, lo especial, no hace falta comprarlo.
Me corrí en su boca. Me vacié lento, sacándome ella hasta la última gota acompañando mi eyacular con su mano recorriendo mi polla, cerrando sus labios sobre mi glande y abriéndolos después para que cayese mi semen mezclado con su saliva sobre mi vientre. Recibí la sensación cálida con un escalofrío de placer.
— ¿Dónde decías de ir a desayunar? —me preguntó, apoyando la cabeza en mis muslos.
Volví a mirarla, volví a abrir los ojos para descubrir mi vientre manchado por mi corrida, mi polla perdiendo rigor en su mano y su mirada oscura y sonriente más allá de mi entrepierna. Tenía una sonrisa pícara, una expresión entre divertida y maliciosa, como demostrándome que si alguien tiene el poder esa es ella porque, en el momento en que decida, me coge y me anula y me reduce a mera fuente de engrudo vital únicamente con el concurso de su mano y de su boca. Sentí una imperiosa necesidad de besarla, así que me incorporé y la besé.
— Vamos a darnos un poco de higiene, para que no nos denuncie nadie por exceso de placer, y bajamos. Te invito al desayuno, ya que no te invité a la cena.
— No es que no me invitases —contestó—, sino que directamente ni me diste de cenar...
— Cenamos placer, querida...
— Entonces —me dijo extendiendo mi semen mezclado con su saliva por mi vientre—, ¿tú ya has desayunado?
Con una palmadita se separó de mí para ir hacia el baño, anunciándolo: «voy a asearme, antes de que me líes y me des de desayunar a mí también». Como ya conocía mi casa, no hubo necesidad de acompañarla: en nada escuché caer el agua de la ducha. Pringoso, fatigado pero contento, desnudo sobre mi cama, el sonido del agua me llevó al único sitio a donde podía ir: a los brazos de Morfeo.
Me volvió a despertar ella, escurriendo su melena mojada sobre mi cuerpo.
— Venga, dormilón... Que el desayuno nos espera...
Había usado mi toalla. En mi torpeza, no le había dado una toalla limpia. No le importó, tampoco dijo nada: únicamente me ayudó a levantarme y me dio la toalla que llevaba anudada en torno a su cuerpo. «Compartimos la misma toalla, distintos sudores», cantaba Sabina en «Yo también sé jugarme la boca»: aquella mañana, el día que hacía una semana que habíamos hablado por primera vez, compartimos la misma toalla, la mía... pero los sudores, aun siendo distintos, estaban tan mezclados que habían generado un sudor nuestro propio.
Tras la ducha y el aseo, salimos a desayunar. Café con leche, algo de bollería industrial... Una bomba energética cargada de azúcar para reponer fuerzas, consumida sin prisa porque las mañanas de domingo son así, pausadas, tranquilas, horas que se deslizan hasta la hora de comer prácticamente en plano, y más en verano y más cuando tampoco hay mucho más que hacer que estar con la persona con la que estás, disfrutando de cada momento.
Me gustó ese sentir la cotidianeidad de una mañana de domingo con ella. No habíamos tenido ningún día para nosotros, realmente: solo fragmentos, trozos, huecos que encontrar y que una vez encontrados habíamos dedicado principalmente a explorarnos sexualmente, a darnos placer el uno al otro.
Era extraña esa relación con mi vecina. En el fondo, si me paraba a pensarlo, diría que hablar propiamente de una relación sería exagerado. Íbamos camino de cumplir nuestra primera semana desde que nos hablamos y desde que comenzamos a conocernos, y ya había tenido más orgasmos con ella que con varias amantes a lo largo de mi vida, mujeres con las que estuve dos o tres noches y poco más porque las cosas a veces no son lo que parecen y, otras veces, son exactamente eso. No entran en el cómputo las meras relaciones puntuales porque uno, sin ser un promiscuo de tríptico sobre métodos de protección contra ETS, alguna de esas también ha tenido.
Pero yo sentía que esa relación existía, para mí esa mujer significaba, en aquel momento, el norte hacia el que siempre había señalado mi brújula vital y que, solo ahora, vislumbraba en todo su esplendor. Por eso me gustaba tanto esa cotidianeidad con ella. Es cierto que cuando una relación comienza todo es fantástico, porque las dos partes suelen prestar una atención especial a la otra persona, antes de que haga acto de presencia la monotonía o la normalidad o la costumbre, que de cualquiera de esas formas puede entenderse ese momento en el que, quizá porque la otra persona deja de ser un misterio, uno empieza a mirarse más a sí mismo en presencia del otro.
Mi amazigh rifeña era todo un misterio para mí. Y el hecho de que ella afirmase conocerme desde hacía más de diez años, no significaba en absoluto que yo no lo fuera para ella. Por eso aquella mañana de domingo fue maravillosa, porque vivimos como una pareja que comienza a compartir horas cotidianas, a pesar de que llevábamos un camino breve pero intenso de compartir escenas de cama, por decirlo de alguna manera.
Ella era un misterio porque tampoco habíamos tenido el tiempo de comenzar a desvelarnos el uno con el otro. A lo largo de ese domingo tuve más información sobre ella: supe de su licenciatura en filología hispánica, de su máster en dirección de cine que había estudiado con lo que fue sacando de dar clases mientras estuvo en la bolsa de trabajo de secundaria y que le permitió acceder al trabajo que tenía ahora porque el tal máster, además de dirección, tenía módulos de guion, de producción, de operativa de cámara...
Naturalmente, aquello disparó mi imaginación. Cuando me había dicho que podía haberle pedido algún vídeo a ella... ¿habría participado en películas porno, directamente? Conocía de los años en los que me dedique de refilón a las artes escénicas al menos un estudio en la ciudad donde, según todos los indicios, se rodaban películas para adultos, y de aquello hacía más de veinticinco años: posiblemente, ahora, hubiera alguno más, porque el mercado del sector, con el auge de internet y las conexiones de fibra, se había incrementado. Me planteé por un momento que ella fuera directora de porno, quién sabe si una de esas directoras de porno ético que parecía haberse puesto de moda en los últimos tiempos. Me gustaba la idea, sin duda ayudaba a explicar la naturalidad con la que integraba nuestras relaciones sexuales, desde el primer momento.
No era ese su trabajo actual, claro, sino el de asistente de producción en una empresa del sector que igual te facilitaba la realización de una prueba buscando extras para una conocida franquicia de historias galácticas y belicosas que te montaba una gala del deporte local con los campeones de varias ligas diferentes de petanca.
— Al final, la clave está en no llevar demasiados anillos en las manos: así no se te caen si toca hacer una cosa u otra —comentó como resumen.
Una de las ventajas de trabajar en ese mundillo es que, si eres una persona social –y ella lo era en un grado importante-, puedes hacer contactos que te hagan ciertos temas más sencillos que para el resto de los mortales. Me demostró esto ese mismo domingo, cuando ejerciendo de valenciana decidió que, puesto que era domingo, había que comer paella. Como yo no tenía ni avío ni arte suficiente y ella, según me dijo, tampoco, poco después del mediodía, identificándose con nombre y empresa, consiguió una mesa para dos horas después en Casa Carmela, en la Malvarrosa, al lado de la casa museo de Blasco Ibáñez.
Como la casa museo no es muy grande, en la parte visitable, y los domingos es gratis la visita, le dimos más cotidianeidad a nuestro día juntos y en poco más de veinte minutos, gracias a su coche, estábamos en la Malvarrosa. Visitamos el reconstruido chalet del escritor valenciano más universal como momento previo a degustar una de las famosas paellas de Casa Carmela, un restaurante que lleva más de cien años teniendo fama de tradicional en lo tocante al arroz: un local que lleva desde 1922 dando de comer, algo bueno debe de tener.
Fantaseé, lo reconozco, con la idea de que el propio Blasco acudiese allí a comer los domingos, sintiéndome identificado con él no tanto por el éxito profesional, porque nadie ha tenido en este país la repercusión mundial que tuvo ese valenciano ilustre en vida sino porque, durante la visita a la casa museo, comprobé que mi horrible caligrafía es prácticamente idéntica a la del bueno de don Vicente, excepción hecha de las mayúsculas: las suyas mucho más cuidadas. Era imposible que Blasco hubiera pisado nunca Casa Carmela, claro, porque dejó de vivir en Valencia un año antes de que abriese el restaurante, pero es lo que tienen las fantasías, que no tienen la obligación de ser ciertas.
Qué pena haber nacido español: si hubiera sido francés, inglés o estadounidense, sería estudiado –y de qué manera- en todo el mundo. Y qué pena haber nacido valenciano, haber sido valencianista y republicano: aunque se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, se ganó la animadversión de Azaña por poco vehemente –estaba fuera de España y ya tenía una edad cuando comenzó el directorio militar- y, además, frente a los partidos de la época que centraban la cuestión social en la lucha de clases, él siempre tuvo claro que la clave de todo era la educación, más que las relaciones de producción.
Fallecido en 1928, antes de la llegada de la segunda república, pese a lo multitudinario de la llegada de su cadáver en el 1933 a Valencia, con la ciudad volcada en las calles, no tuvo el reconocimiento del nuevo régimen por su escaso interés para la narrativa marxista de la época y, por supuesto, mucho menos del franquismo, siendo como fue destacado republicano y anticlerical. Ahora, como parece que cualquier cosa que reivindique lo que no está de moda es fascismo, tampoco tiene el reconocimiento que debería merecer. Pero bueno, ya en vida tuvo que salir por patas a raíz de las críticas vertidas en su diario «El Pueblo» y la polémica con otro republicano influyente de la época, Rodrigo Soriano, en su famoso artículo del trece de julio de 1907, «La lepra catalanista». Claro que un año antes, en 1906, Blasco y Soriano ya se habían enfrentado en duelo a pistola en Madrid. Cuenta la leyenda que Soriano disparó al aire y que Blasco tenía mala puntería: ambos salieron ilesos. Yo no estaba allí, pero reconozco que con políticos como los de hace un siglo, uno podía pensar que la política importaba algo. Los actuales, de mensajes cortos en redes sociales donde pontificar sobre la tontería del momento, darían vergüenza ajena al ciudadano medio de la España de la Restauración. Solo pensar que el blasquismo ganó todas las elecciones que se realizaron en Valencia entre 1898 y 1933 ya da una imagen de la fuerza de este hombre.
Fue todo un personaje de hace cien años, los mismos que hacía de la última guerra colonial de conquista librada por España en tierras originarias de la familia de la mujer que había conseguido que tuviera delante de mí una paella valenciana canónica y fetén, con cuchara y cerveza fresca como todo complemento porque, naturalmente, eso de que emplatasen el arroz estando yo presente no iba a suceder. Una paella para dos es cómoda de comer como debe hacerse, directa de la paella.
Disfruté de la experiencia –la paella es más que una comida: es un ritual, es un acontecimiento, un «happening» auténtico- porque yo nunca había estado antes en Casa Carmela, compartí mesa, mantel e historias con mi vecina y volvimos, después de la comida, al barrio. Esta vez a su casa, no a la mía, y no me importó: lo que se llama el «sestero», hacer el amor después de la siesta, es mejor cuando hay sábanas limpias y las mías, después de la noche del sábado y la mañana del domingo, ni lo estaban ni lo parecían.
A media tarde estábamos de nuevo abrazados, convenientemente orgasmados y desnudos en una cama. Habíamos logrado estar seis o siete horas juntos y vestidos: aquello era todo un récord. No llegamos a aguantar más rato vestidos porque ninguno de los dos estaba por la labor y, además, verdaderamente estábamos muy a gusto desnudos. No es que no me gustase su compañía vestida, ojo, pero... ¿cómo va alguien a compararlo?
Por otro lado, el martes siguiente, ya a menos de dos días, dejaría ella de estar en el barrio, marcharía todo un mes fuera, a Madrid, donde vivía su familia y ese niño al que criaban sus abuelos.
— ¿Sabes? Es lo que más me dolió de que aquel tipo me abandonase: me quedé con el niño pero sin él porque en mi casa no entendían que una mujer sola pudiera criar a un hijo, y más teniendo que trabajar —me confesó en algún momento de la comida—. Y yo no era una niña entonces, que ya había pasado de los treinta, pero supongo que no pude luchar contra la presión de la familia. Pero él es feliz, que es lo más importante. Y, en el fondo, creo realmente que ha tenido mejor infancia de la que yo hubiera podido darle, al menos en lo material.
La miré entonces con una mirada nueva. A veces se nos olvidan las cosas realmente importantes, nos quedamos en una capa superficial o nos fijamos en los aspectos que más nos afectan a nosotros y nos perdemos aquellos que, quizá, pese a tener menor relevancia para nosotros, configuran o definen mejor lo que la cosa en cuestión sea en sí. Mi vecina era una mujer de cuarenta y cinco años, sin duda físicamente atractiva para mí: esa adicción a su cuerpo, a sus caricias, a los momentos de intimidad que habíamos ido enlazando durante la última semana, me había alejado de ella para anclarme en su cuerpo. Pero ella es más: es la persona que habita el cuerpo que disfruto y que me hace disfrutar. Esa persona tenía sus heridas, todos las tenemos: desde una infancia vivida desde los abuelos, no tanto desde los padres; su llegada a Valencia desde Alhucemas para estudiar con dieciocho años, comenzando una juventud en una realidad tan distinta pese a la formación en el Instituto Español Melchor de Jovellanos, en el país donde vivían sus padres, pero no en la misma ciudad; un futuro soñado como profesora que no acaba de cuajar al no conseguir plaza; un cambio radical en el proyecto vital con sus estudios de dirección de cine; una promesa de proyecto de vida compartido con un hombre que desaparece; un hijo que acaba criado por los abuelos, como ella misma...
En el fondo, había como una profunda sensación de desarraigo en ella. No había sido una hija al uso, no podía haber sido una madre al uso; tenía una vida entre dos países tan cercanos como distintos, siendo ella nacional de ambos, pero con conciencia de pertenecer a otro pueblo distinto que le había hecho la guerra a sus dos países, Marruecos y España, porque a ninguno de ellos creía pertenecer, a ese pueblo amazigh que llevó a la República del Rif con Abd-el-Krim hace cien años...
Quizá por ese no acabar de tener como cimientos sólidos en roca había aparecido en mi casa la noche de la jornada electoral, porque quien no está anclado bien se mueve con la corriente y la corriente electoral la había acercado a mí. No sé. Es difícil asegurar por qué quien está con nosotros está, efectivamente, con nosotros. Siempre existe la posibilidad de que el otro nos lo explique, o crea hacerlo, con un «te quiero» o un «me gustas» o un «me excitas muchísimo» o un «me encanta cómo me follas»: no importa cuál sea la fórmula, difícilmente será un «me convienes» que es, en el fondo, lo que subyace a todas ellas. Porque el querer, o el gustar, o la excitación o el disfrute sexual son cosas positivas que, cuando uno las valora y las persigue, es porque les da un valor positivo para uno mismo, porque hay, efectivamente, una conveniencia.
Esto de la conveniencia le quita poética al asunto y nos presenta la vida como muy prosaica, pero es que posiblemente sea mucho más prosaica de lo que queremos pensar. Esto no quiere decir que no sea maravilloso mirar el mundo con ojos de poesía, sino que subraya el hecho, únicamente, de que cuando llega el medio día necesitamos un plato de garbanzos y no tanto néctar y ambrosía. ¿Mi vecina había venido a solucionar mi soledad? De una forma maravillosa y sexualmente explosiva, sin duda, al menos durante la última semana. ¿Sería la solución definitiva? Misterio.
Y yo, para ella, ¿qué le solucionaba? Ella estaba sola también, parecía, aunque el hecho de que tuviera preservativos en la mesilla me permitía pensar que, igual que no había tenido muchos problemas en intimar conmigo, tampoco los habría tenido para hacerlo con otros hombres. No me importaba, o no en ese momento, porque me había llegado regalada y como regalo la estaba aceptando. Pero era indicativo de que no estábamos en una soledad simétrica. De todos modos, cualquiera que nos haya visto, al señor mayor que vive solo que soy y a la maravilla amazigh rifeña que es ella, entiende que no podríamos ser simétricos en nada.
Qué raro es el mundo a veces, y cómo nos presenta realidades que nos descolocan... Pasamos la tarde del domingo desnudos en su cama, pero para la cena volví solo a mi casa. Le ofrecí pasar la noche juntos, continuar fingiendo cotidianeidad a través del último día laborable antes de las vacaciones: necesitaba apurar los minutos con ella. Me dijo que no: los últimos días son muy estresantes, iba a estar muy liada, posiblemente yo también y, además, tenía que preparar el equipaje para salir el martes siguiente, hacer algunas compras... Quedamos en hablarnos de cara a la noche siguiente, pero sin promesa de nada concreto porque –y aquí ella era mucho más consciente de la realidad que yo- no sabía cómo sería el día y no podía anticipar a qué hora terminaría ni con ganas de qué.
Cené solo en casa, viendo en el telediario cómo finalmente el escrutinio general y la incorporación del voto CERA había cambiado a un diputado del partido del Gobierno anterior por otro del anterior líder de la oposición y, ahora, nuevo ganador de las elecciones: esto complicaba los cálculos para conseguir los acuerdos necesarios para revalidar el Gobierno. Todo se enmarañaba, resultaba todo un poco más confuso que la jornada anterior. Había sido un cambio por unos pocos votos, mil y pico, que traerían cola, pero aquella noche, cuando en mi sofá quedé delante de la tele, la mente se me fue a mi vecina, dónde si no. Y me sentí solo, sin ella.
No solucionó la sensación de ausencia el hecho de que no hubiera cambiado las sábanas y pasara la noche envuelto en los recuerdos de la noche anterior: me dormí oliendo a ella, pero sin ella, y soñé con ella.
Desperté oliendo a ella, pero sin ella. No fue un despertar feliz.