LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 7 - RESULTADOS PROVISIONALES.
LA FIESTA DE LA DEMOCRACIACapítulo 1. LA JORNADA ELECTORAL: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 1 - LA JORNADA ELECTORAL.
Capítulo 2. LA IMAGINACIÓN AL PODER: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 2 - LA IMAGINACIÓN AL PODER.
Capítulo 3. DE FUERA VENDRÁN...: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 3 - DE FUERA VENDRÁN...
Capítulo 4. UNA MIRADA AL PASADO: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 4 - UNA MIRADA AL PASADO
Capítulo 5. UN POCO DE TRISTEZA: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 5 - UN POCO DE TRISTEZA
Capítulo 6. CONFESIÓN: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 6 - CONFESIÓN.
7. RESULTADOS PROVISIONALES.
¿Qué será lo que hace que seamos tan diferentes? Somos una misma especie, hasta ahí llego. Pero a partir de ahí, cada individuo es infinitamente distinto del que tiene al lado, por cercano que sea, y lo que para uno significa una cosa, para otro puede significar la contraria. Supongo que es lo que tiene esto de la racionalidad: el mundo de lo instintivo es más sencillo, en plan todos a una. También debe ser bastante más aburrido.
Creo que por eso tenemos el lenguaje, la capacidad de comunicar las ideas más complejas a otro ser humano de modo y manera que entienda exactamente, o casi, lo que queremos decirle. También es cierto que hay algunas variables que entran en juego, en esas comunicaciones: el léxico disponible, la capacidad de procesar la información de las partes... todas esas cosas que estudiábamos cuando se estudiaba aquello del hecho comunicativo, lo del emisor y el receptor y el mensaje y tal. Los ancianos del lugar veíamos esas cosas en la EGB, si bien no muy en profundidad... pero al menos para tener una idea de por dónde iban los tiros. El conocer que la comunicación exitosa depende de muchos factores que no necesariamente está en nuestra mano asegurar hace que seamos bastante comprensivos cuando fracasamos en la exposición de las ideas. Quizá también nos dé un plus de tolerancia a la hora de escuchar según qué cosas, porque interpretamos que el emisor puede tener sus propios cortocircuitos mentales.
En todo caso, yo no tenía nada claro cuál iba a ser el resultado de confesarle a mi vecina que había buscado material porno que me recordase a ella para hacerme una paja la noche anterior. En el mismo momento en que comencé a confesarle mi exceso de pulsión sexual de la víspera, fue como si comenzase a arrepentirme de estárselo contando. De hecho, me daba la impresión de que yo era un espectador externo a toda a aquella situación, como si la voz que confesaba mi debilidad fuera la de otra persona.
El hecho de estar desnudos en mi cama, acariciándonos los cuerpos enteros, mi mano entre sus piernas y ella masturbándome despacio, añadía como una especie de bruma de irrealidad a toda la escena, porque el cuerpo se sentía glorificado por las atenciones que mi amazigh rifeña me brindaba, al mismo tiempo mi mente estaba centrada en sentir su sexo húmedo y suave y, de algún modo inexplicable, había una voz denunciándome por pajero adicto al porno, o casi. Mi propia voz, pero ya dije que no sonaba como mía, o no era yo plenamente consciente de que estuviera saliendo de mí.
Igual solo sonaba en mi imaginación. Igual era mi conciencia culpable, en plan genio maligno cartesiano, quien me generaba esa impresión. Yo quería abandonarme al disfrute de aquel momento de intimidad con mi vecina, pero resonó un «anoche me masturbé echándote de menos» y, por un momento, casi me asusté. No hubo cambio perceptible en ella, por lo que igual sí que era mi cabeza la que había provocado esa sensación.
¿Una alucinación generada por la conciencia culpable? Si tal cosa era posible, a mí nunca me había pasado. No tanto por no haberme sentido culpable jamás, porque uno fue crápula cuando tenía que serlo y demasiadas estupideces ha cometido como para estar orgulloso de algunas, sino porque siempre que me he sentido culpable lo he sabido, he sido consciente de mi culpabilidad, me ha dolido, lo he expresado (o no), lo he superado con terapia (o no) … en todo caso, nunca he alucinado culpabilidades. Era como aquello que nos explicaban en catequesis sobre la confesión: la segunda condición, dolor de los pecados. La primera era el examen de conciencia, pero cuando la conciencia se sabe culpable, se salta ese paso: poco hay que examinar, porque ya sabes lo que hay. Y te duele, te sientes mal, sabes que no has sido, digámoslo así, elegante.
Pero aquella vez igual sonaba en mi cabeza, únicamente, porque no hubo cambio perceptible en ella y seguí yo acariciando su cuerpo y siguió ella acariciando el mío. Me encantan sus caricias, es casi como si fuera capaz de adecuar su mano y sus labios y su lengua a la orografía de mi piel, como si me cubriese con la seda de su cuerpo, acogiéndome, haciéndome hueco, siendo un refugio a medida de cada centímetro que me toca. Me han tocado muchas manos, en plan caricia, desde las torpes de la juventud ansiosa hasta las expertas en la madurez tranquila, pero ningunas han sido como las de esta vecina mía. A veces me da la sensación de que somos como una especie de flan y su molde, si es que eso tiene algún sentido, como si hubiéramos sido diseñados -apostemos por la teoría del diseño inteligente, aunque sea por un momento- para estar así, juntos, tocándonos, uniéndonos, aunque por el momento solo sea a nivel del contacto de nuestras superficies, si bien mis dedos entre sus piernas comenzaban a romper esa especie de tensión superficial que tiene su sexo hasta que se genera la humedad suficiente para que, como en esos vídeos a cámara lenta que muestran cómo se abren las flores mojadas por el rocío, poco a poco vaya facilitándose el acceso a su interior.
Sonó un «busqué vídeos con rifeñas por internet» en mi cabeza. El problema es que sí que hubo consecuencias, por lo que decididamente no sonó solo en mi cabeza. Ella tuvo como un momento de duda, supongo que el tiempo de procesar la información. El mensaje, codificado por el emisor que era yo, aunque pensaba que no estaba emitiéndolo fuera de mí, había llegado al receptor, que era ella, y ahora debía decodificarlo y procesarlo. Supongo que esa pequeña interrupción en sus caricias fue el momento en el que su procesador se saturó por la información recibida. Buscar porno en internet que te recuerde a alguien puede tener un punto sórdido para ese alguien, sin duda.
Pero esa breve interrupción de sus caricias fue la parte, digamos, consciente. Su cuerpo seguía reaccionando a mis dedos, ayudándome a deslizarme por su sexo, repartiendo su humedad por sus labios y su clítoris, acariciándola despacio y notando cómo ella disfruta de esas caricias lentas. También ella estaba, despacio, recorriendo mi erección, descapullado ya el glande, siendo muy delicada en el prepucio y usando algo más de energía en la base, pero sin prisas, pero sin ansia, haciéndome disfrutar cada segundo que su mano pasaba recorriéndome.
Nos besábamos, mientras. Yo besaba su cuello en dirección a sus labios y ella pasó a besarme el mío, rehuyendo el contacto. Noté su mano apretar mi miembro. Escuché su voz entrando en mi cerebro, era su voz, ya no era la mía ni una alucinación, porque apretó mi miembro, porque ella era consciente de lo que estaba diciendo y lo que estaba haciendo cuando escuché su «podías haberme pedido uno a mí».
En ese momento, su conciencia sabía que yo me excitaba pensando en ella, que ella me excitaba, por tanto, y no le importaba e incluso estaba dispuesta a facilitarme esa excitación en su ausencia. En ese momento, su inconsciente, su cuerpo, reaccionaba automáticamente abriendo su sexo a la presión de mis dedos: dos de ellos entraron dentro de ella, en ese paraíso esponjoso de humedad y deseo que es el coño excitado de mi vecina.
Arrodillados como estábamos, se quedó abrazada con su brazo libre a mí, masturbándome más fuertemente. Pasó de las caricias delicadas a subir y bajar la mano por mi falo sujetándolo con autoridad, desplazando la piel hacia el glande con sus subidas y asegurando dejarlo descubierto al volver a bajar la mano.
Mis dedos, submarinistas en su deseo, habían entrado en ella en la dirección adecuada, explorando su vagina por dentro, buscando como acariciarle el clítoris a través de su cuerpo, notando cómo su respiración se va entrecortando y cómo acompasa los movimientos de su mano en mi polla con los jadeos que le provocan mis dedos en su sexo.
Éramos, en ese momento, una especie de continuo, un circuito cerrado al que estábamos sobrealimentando con excitación sexual. Si fuéramos un dibujo animado japonés, estaríamos generando como una bola alrededor del animal mitológico que somos, unidos los cuerpos en nuestras masturbaciones mutuas, una bola amarillenta, después naranja, poco a poco yendo a roja mientras se va haciendo cada vez más grande, más densa, a medida que el orgasmo se nos acerca como promesa y como amenaza.
Éramos, en ese momento, una mujer y un hombre que se desean, que están alimentando el deseo del otro, que han dejado de ser una mujer y un hombre para convertirse en esa locura que es la pareja. No somos dos cuerpos a la captura del placer, o no solo. Me siento bien masturbándola y siendo masturbado por ella, no tanto por la masturbación, sino por ella. Con otras mujeres, esto sería un preliminar, una paja para comenzar el juego, un ponernos a tono antes de follarnos. Con ella, esto tiene sentido completo: no es un prólogo, podría ser toda la historia y no pasaría nada.
En ese momento no me importaría estallar y llenar mi cama de fluidos, aunque me toque cambiar sábanas. En ese momento, estoy más excitado escuchando su respiración y notando cómo cada movimiento de mis dedos en su coño conlleva una reacción en todo su cuerpo, que por el pajote que me está regalando. Podría correrme y creo que me correría solo de escucharla, de notar cómo está empezando a temblar abrazada a mí. Podría correrme al notar cómo los músculos de su sexo están aprisionando, o lo intentan, a mis dedos, cómo se tensa por dentro, cómo reacciona su coño a mis caricias. Podría correrme cuando sus muslos tiemblan, cuando me cuesta mantener la posición de la muñeca que me permite llegar con los dedos a esa zona maravillosa de su sexo, cuando tengo que tensar el brazo y hacer un poco más de fuerza para mantenerme en el rincón exacto que está provocando esta maravilla. Podría correrme cuando noto cómo descarga su humedad en mi mano, cuando se me corre en los dedos, cuando noto que se afloja la presión de su brazo, con el que ha estado abrazándose a mí y que ahora parece que está como desapareciendo de mi cuello, mientras ella se separa despacio, quedándose arrodillada frente a mí, con una maravillosa sonrisa en la mirada.
Podría correrme en cualquiera de esos momentos, pero lo cierto es que me corrí en el conjunto de ellos, en el todo que es ella en su orgasmo, y ni siquiera sé cuándo fue. Solo sé que estoy sudado, con mi mano empapada de ella, con mi vientre y el suyo salpicados por mi esperma, que ella está desnuda y corrida, de rodillas frente a mí, con una maravillosa sonrisa en la mirada.
Probablemente lo más correcto ahora sería darnos una ducha, pero, por alguna razón, prefiero besarla. Y como ella también prefiere besarme, acabamos tumbados en la cama, abrazados y besándonos, en medio de los restos de nuestro deseo materializado en orgasmo. El olor es denso en mi habitación y tienen sabor salado sus besos, y me da igual. Y me parece perfecto.
Mientras recuperamos la respiración a base de besos, vuelve a resonar en mi cabeza su voz: «podías haberme pedido uno a mí». ¿Pedirle un vídeo porno? ¿Pedirle un vídeo de ella haciendo algo porno? ¿Pedirle que se grabase un vídeo, o es que ya tenía vídeos grabados? ¿Uno, por aquello de la risa, o una serie de ellos?
«¿Y qué más da?», me decía una voz en mi cabeza. «Tú pídeselo, y lo que venga bienvenido sea». En el fondo, era lo más sensato que había pensado en horas, si no en días. Cualquier cosa que me enviase esta vecina maravillosa, sería bien recibido, por supuesto. ¿Cómo había llegado a esta situación con ella en únicamente seis días? Aún no hacía una semana que nos conocíamos...
— Aún no hace una semana que nos conocemos –le dije-, y míranos...
— Ya te dije que yo te conocía de antes...
— Sabías de mi existencia, pero no me conocías.
— Vale, en eso tienes razón. Y míranos...
Le hice caso, me incorporé y la miré, me miré, nos miré en mi cama, desnudos y gozosos, felices y sudados, cansados por el placer, maravillosamente cansados por el placer.
— ¿Sabes? Me gusta mucho lo que veo.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que ves?
«Veo a la mujer, a la amante, a la amiga, a la compañera, al refugio, al bote salvavidas, al lugar en el mundo, a la razón de ser, al universo entero desnudo para mí».
— Te veo a ti -resumí, volviendo a tumbarme, ligeramente sobre ella, para besarla.
Los besos de mi vecina son especiales. Tiene los labios acogedores, almohadillados, carnosos, pero sin ser excesivamente llamativos, unos labios que parecen hechos a medida de los míos, no tanto por lo parecidos sino, exactamente, por lo contrario: por eso son complementarios, que es mucho mejor que ser iguales. Cuando mis labios hacen contacto con los suyos, como cuando en las películas de ciencia ficción se acoplan las naves, se abren como las compuertas interiores que permiten la comunicación. Entonces, su lengua viene a saludar a la mía: a saludarla, a acariciarla, a jugar con ella. Y se reconocen nuestras lenguas y habitan en la boca común que somos en el beso.
Lo malo de los besos es que terminan, claro.
— Me ves a mí, desnuda –me dice después del beso.
— También me gustas por eso... Pero cuando te veo vestida, también me gustas.
— Si quieres, me visto...
— Prefiero que no.
— Vale.
Ahora es ella la que se acerca a besarme. Vuelven a acoplarse los labios porque sin labios no hay beso, pero ahora no se abre la compuerta por su lado, se queda mi lengua intentando reunirse con la suya, pero no hay manera. Sonríe con la mirada y se separa de mi boca.
— Quédate ahí -me ordena.
Como no pensaba ir a ningún sitio, porque no se me ocurre un sitio mejor donde estar ahora mismo, le hago caso. Ella desciende con su boca sobre mi pezón izquierdo. Noto sus labios rozándolo, noto su lengua mojándolo, noto sus dientes jugando con él. No llega a morder, pero sí que provoca una sensación cercana al dolor.
— Cuidado... -le digo acariciando su cabello.
— Tranquilo... que tengo cuidado... -me dice.
Tengo una mano suya en mi muslo. Su boca permanece abierta mientras marca con la lengua una línea recta entre mis pezones. El derecho recibe su visita y el mismo tratamiento que el izquierdo: roce de labios, moje de lengua, juego con los dientes. Yo ya no protesto, pero mi cuerpo reacciona involuntariamente arqueándose un poco.
— Tranquilo... -me repite.
Tengo una mano suya en la cara interior de mi muslo izquierdo. Con la otra mano, juega en mi pezón izquierdo. Noto como se me endurece, soy consciente de que sus dedos están como pellizcándolo, pero muy suavemente.
Ella se ha quedado como recostada sobre mí, como si estuviera en un picnic de cuadro de Monet y yo fuera la manta con las viandas.
— ¿Sabes? - me dice mirándome-. Me gusta mucho lo que veo...
Se me está endureciendo la polla. Aún no me la ha tocado, no he sentido su mano llegar a ella, pero sé que está cerca, en la cara interior del muslo, que se está acercando. Noto como va ganando consistencia mi erección mientras ella me mordisquea de nuevo el pezón derecho y sigue jugando con el izquierdo.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que ves? - le digo, siguiendo el juego.
— Te veo a ti –contesta divertida. Sabe cómo seguir los juegos, sin duda.
Tengo su mano en mi polla, me la ha agarrado y le ha dado un par de buenas sacudidas: rápidas, enérgicas, certeras. Ahora mi erección es completa.
— Veo esta polla, que sé que me desea como para buscar porno que le recuerde a mí -me dice, cascándomela y hundiéndome en sus ojos negros-. Veo esta polla dura que se excita pensando en mí -continúa, apretándomela más al masturbarme-. Veo esta polla dura que quiero follarme porque a mí también me excita...
Estoy habitando en la oscuridad de su mirada. Escucho su voz, siento su mano cascándomela, pero no veo más que la oscuridad de su mirada rifeña. Alargo el brazo a la mesilla, saco una caja de preservativos. Compré justo los que ella usa, yo no tenía en casa porque mi vida sexual no tenía necesidad de hacer esa provisión de fondos hasta esa semana, hasta tres días antes, porque todavía estábamos a sábado y hasta el miércoles anterior no habíamos utilizado preservativos porque únicamente nos habíamos masturbado juntos. Ella utilizaba unos estriados y yo no soy maniático llegado a esas alturas del tema, porque una vez que se llega hasta ahí, no va uno a ponerse exquisito. Compré los mismos, en previsión de que pudiera darse lo que ahora se estaba dando: que ella, desnuda y deseada por mí, me desease también a mí.
— Me gustan los chicos listos... Bravo... -me dice ella al darse cuenta del detalle.
Sigo en lo oscuro. Es toda ella, ahora mismo, como una enorme sombra que, pese a que lo oscuro siempre nos lo han presentado como maligno, como tenebroso, como malvado, a mí en ese momento me parece una oscuridad resplandeciente de luz, si es que eso tiene algún sentido, que supongo que no. Pero ahora mismo estoy con la conciencia alterada, su mirada y su mano son una droga que está consiguiendo que habite en un universo paralelo.
No he notado que abriese el sobre del condón, no he sido consciente de que me lo haya puesto, ni siquiera he notado que se moviera, pero estoy dentro de ella, ella encima de mí, me está follando a un ritmo importante, esto no es un hacerse el amor delicado y tranquilo, esto está siendo un ser follado en toda regla. He sido consciente de la situación cuando he notado la presión de sus manos en mi pecho, porque se está apoyando en mí para follarme. Ahora mismo soy incapaz de moverme, la verdad. Me gustaría sujetarla de las caderas para penetrarla yo, marcar algún tipo de ritmo, participar, pero me está follando con autoridad, se levanta y se deja caer sobre mi polla sin miramientos, en algún momento incluso me ha dado un poco de miedo la posibilidad de que se levante demasiado y acabe saliéndome de ella y al caer me haga daño en la polla, pero está tan cálida y húmeda, me gusta tanto escucharla respirar a jadeos, me gusta tanto oír, además, cómo suena la humedad de su sexo cuando el mío se hunde en ella...
Me encanta porque me está sudando encima, noto como caen las gotas de su esfuerzo sobre mí mientras busca su placer clavándose mi polla dentro. El hecho de ser parte de su gozo me llena, me excita, me pone a mil. Y tengo miedo, también, de correrme ahora, mientras ella me necesita duro y dentro de ella. Miedo por dejarla sin el orgasmo que tanto está buscando y miedo por, de nuevo, la posibilidad de que, perdida la erección, en uno de sus movimientos no penetre, sino que me caiga encima y me haga daño.
Soy un poco agorero, en estas cosas, la verdad. Pero qué le vamos a hacer, cada cual es cada cual, y a mí me hicieron así, o me hice yo, o me eché a perder, no sé. La cuestión es que me está follando, o igual es más correcto decir que se me está follando, porque no recuerdo haber hecho nada por mi cuenta desde que ella me dijo «quédate ahí». Pero ella sí que está haciendo, ella está buscando y ahora solo se apoya con una mano en mi esternón, porque con la otra está ayudándose en la búsqueda, masturbándose el clítoris mientras me folla.
Y se deja ir un poco hacia atrás con un temblar de sus muslos mientras noto a través del látex del preservativo cómo descarga su humedad y suena ese grito que ya había oído antes, ese grito del orgasmo de mi vecina en el que vacía totalmente los pulmones para apagarse en un resollar, todavía con mi polla dentro, mirándome divertida.
— ¿Sabes? Me gusta mucho lo que veo –le digo mientras ella trata de recuperar la respiración. Y es cierto, es una mujer maravillosamente desnuda, gozosa de placer, que me ha follado porque le ha apetecido y me ha parecido fantástico que le apeteciera.
— Hostia, pues anda que a mí... -me responde entre risas, cayendo luego sobre mi pecho.
Seguí penetrándola, porque ni yo me había corrido ni ella me había sacado de dentro, pero nos quedamos quietos. Noté cómo nuestros cuerpos se unían con el engrudo extraño de los fluidos que habíamos ido derramando a lo largo del rato que llevábamos en mi cama. Sin duda, la ducha iba a ser necesaria. Y la lavadora. Pero en ese momento, nada importaba demasiado.
Era extraño, pero no hacía ni una semana que habíamos comenzado a tratarnos y ya era como si toda la vida hubiera estado con esa mujer. Era un nivel de conexión que no tenía, en mi experiencia previa, comparación. Nunca antes había vivido algo así, con ninguna de mis parejas ni de mis amantes ocasionales, con nadie. Además, estaba profundamente a gusto con ella, incluso así como estábamos entonces, desnudos, mi polla en ella, ella recién corrida descansando en mi pecho... Con otras parejas, cuando uno de los dos se corría comenzaba el momento de centrarse en el otro para que tuviera su orgasmo. En este momento, ella se había corrido follándome y a mí me daba igual no haberme corrido. A ella no sé si le daba igual mi orgasmo o no, solo sé que estaba hecha polvo y tenía que descansar y era lo que hacía sobre mi pecho. De vez en cuando, notaba la musculatura de su vagina, como si ella tratara de continuar excitándome, pero le acariciaba la cabeza y le decía: «descansa». Igual no le daba tan igual mi orgasmo, pero es que, a mí, en aquel momento, era lo que menos me importaba.
No hacía ni una semana, benditas elecciones fuera de fecha. Una jornada electoral, la del veintitrés de julio, de la que aún no sabíamos el resultado porque hasta el día siguiente, domingo treinta de julio, no se iba a celebrar el escrutinio general, incorporando el voto CERA. Una semana de dudas, de noticias y falsas noticias, de conspiraciones, de sospechas de pucherazo, de voces de manipulación, de unos ganadores, otros también, los de allá todavía más, todos felices y gozosos con la fiesta de la democracia, y yo siendo follado por una de las vocales de mi mesa electoral de la que no sabía nada siete días antes, aunque ella de mí sí, y que seis días después, aún con los resultados provisionales, se había convertido en el centro de mis días.
¿Cómo afectaría el cierre de la jornada, el escrutinio general, a nuestra relación? Quedaba un día para el escrutinio, dos para coger las vacaciones, tres para que ella marchase un mes fuera, en principio. Un calendario acelerado, fuera de fecha. Ninguna encuesta había pronosticado que apareciera una vecina así en mi vida, nadie pensaba que los resultados fueran tan ajustados en el cómputo global, el país entero andaba a ratos como pollo sin cabeza, a golpe de «tweet» de tal o cual dirigente diciendo que si esto o que si aquello, con más o menos razón, pero las más de las veces, menos. Días sorpresivos, en los que comías con una mujer por el centro y, en vez de cenar, se te follaba en tu cama por la noche.
Todo muy raro y, quizá por eso mismo, con su puntito de esperanza. Porque cuando las cosas están muy trilladas, al final se cae en la monotonía y el cansancio. Ojalá todos los cansancios como el de mi vecina, sobre mi pecho, con mi polla dentro, después de su jornada laboral, en mi cama: hermosa en su desnudez, vestida con el orgasmo que se había buscado follándome.
Se durmió sobre mi pecho, con mi polla dentro, después de su jornada laboral, en mi cama. Cuando noté que su respiración era lo suficientemente pesada, con cuidado, salí de ella y la dejé dormir, hermosamente desnuda. Al día siguiente el escrutinio del voto CERA cambiaría un diputado y embrollaría un poco más la situación, pero yo tenía a una amazigh rifeña desnuda durmiendo en mi cama y, a ciento dos años del desastre de Annual, estaba tumbado desnudo a su lado y me daba todo un poquito igual.
Todo menos ella.