LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 6 - CONFESIÓN.

****ld Hombre
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LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 6 - CONFESIÓN.
LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA

Capítulo 1. LA JORNADA ELECTORAL: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 1 - LA JORNADA ELECTORAL.
Capítulo 2. LA IMAGINACIÓN AL PODER: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 2 - LA IMAGINACIÓN AL PODER.
Capítulo 3. DE FUERA VENDRÁN...: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 3 - DE FUERA VENDRÁN...
Capítulo 4. UNA MIRADA AL PASADO: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 4 - UNA MIRADA AL PASADO
Capítulo 5. UN POCO DE TRISTEZA: Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 5 - UN POCO DE TRISTEZA


6. CONFESIÓN.

No soy, o al menos yo no me considero así, lo que diríamos un «puritano» o «mojigato». Creo que, desde la adolescencia en que comencé a masturbarme, no ha pasado una semana sin su alegría, como poco. A temporadas muchas más, por supuesto, sobre todo en esa juventud, divino tesoro, en la que las capacidades físicas parece que no tienen fin.

Desde que perdí la virginidad con una mujer, he tenido las suficientes compañeras sexuales como para no haber sido parte importante de la vida de ninguna y, sin embargo, no echar de menos piel ajena en la que encontrar el calor que a veces le falta a la propia. He follado, he jodido, he fornicado, he hecho el amor también, claro, puntualmente. En todo caso, mi relación con el sexo y el placer sexual ha sido siempre de cercanía, sin plantearme los graves conflictos morales que a algunos les supone el hacerse una paja teniendo pareja o calmar un calentón con desconocida sin ningún afán de que deje de serlo.

Sin embargo, la noche de viernes en la que acabé masturbándome viendo un vídeo porno de una mujer sin nombre ni historia para mí, únicamente el dato –pero dato suministrado por la página, no por ella- de que era de procedencia marroquí, me sentí triste. La mujer que me llevó a buscar porno étnico, si es que podemos llamarlo así, mi vecina amazigh rifeña a la que había conocido en la pasada jornada electoral, esa noche estaba ausente. Ausente físicamente, aunque presente en cada poro de mi piel. Los pocos ratos compartidos esa semana habían sido principalmente de desnudez y deseo y esas cosas, por lo que se ve, son bastante adictivas. No sé cuál será el glutamato sexual que hace que con una persona determinada el sexo sea algo más que estrictamente eso, sexo, pero mi vecina me lo había suministrado en cantidades industriales y, sin duda, había hecho su efecto en mí.

La tristeza post orgasmo de aquella masturbación creo que me vino de ser consciente, pese al placer temporal, de la ausencia de ella todavía más intensamente que antes. Nuestros orgasmos compartidos, no necesariamente coincidentes, pero sí compartidos, siempre habían conducido a un momento de paz, de completitud, de sentir que ese y no otro era el lugar en el mundo que debía ocupar. En ese momento de la noche del viernes, corrido y triste, fui plenamente consciente de que mi sitio no estaba allí, en mi silla de escritorio frente al ordenador, sino donde fuera que estuviera ella. El orgasmo no era suficiente, el orgasmo no era el glutamato: era ella, era su presencia, era, quizá, que mi orgasmo tenía en ella su causa o que el suyo la tenía en mí. Esa combinación de nosotros dos era, resolví, el glutamato.

Esa noche de viernes no estaba ella, claro. Así que tras mi orgasmo entristecedor acabé yéndome a dormir deseando que llegase ya la noche del sábado, o la tarde, o la hora en la que ella dejase de estar ocupada en su trabajo para poder ocuparse en mí. Y yo en ella, claro, aunque yo los sábados no trabajo: es mi día de compras y apaños caseros, amén de lavadoras y otro tipo de obligaciones domésticas, labores en las que pasé hasta la hora de comer, aunque a media mañana vi interrumpido mi aislamiento en el mundo doméstico por dos mensajes: en uno, mi jefe me encargaba determinada faena para el lunes siguiente, último día antes de las vacaciones. El otro era más grato: ella me decía que, si estaba libre, podíamos comer juntos por el centro.

Libre no estaba: estaba terminando la limpieza de mi único cuarto de baño tras lo cual tenía pensado comer un plato precocinado antes de dedicar la tarde a adelantar el trabajo que me había caído sorpresivamente encima. Pero, naturalmente, el mensaje con el que le contesté era una enorme mentira y antes de las dos del mediodía estaba yo cociéndome junto a la fuente del Padre Turia, en la Plaza de la Virgen. Había quedado con ella a las dos allí, con idea de ir a no sé qué sitio de la cercana calle Caballeros.

Ella fue puntual. Andaríamos sobre los treinta y dos grados, sobre los treinta y siete de sensación térmica en la ciudad. Suficiente para que yo estuviera sudando como un pollo bajo mi sombrero veraniego y mis gafas de sol, mientras ella lucía estupenda dentro de un vestido de verano. Siempre me ha llamado la atención la existencia de ese tipo de personas a los que la canícula únicamente les provoca lucir todavía más maravillosas. ¿Tenía calor? Sí, porque me lo dijo nada más llegar, un «vaya calor hace, ¿eh?». Pero no se le veía ni un poquito de sudor, ni daba impresión de agobio. A su lado, yo era un transeúnte que llevase ya veinte o treinta años viviendo en la calle.

— Bueno -contesté-, es lo que tiene julio, supongo. Siempre de quince a quince ha sido el peor mes del año aquí.
— El sitio está aquí al lado y hay aire...

Esa fue nuestra presentación. Yo iba a besarla, como saludo, en los labios. Pero ella llegó hablándome y, tras el primer intercambio de palabras, ya parecía forzado lo del beso. Me quedé con las ganas de ella, en ese inicio de la comida.

— Pues vamos para allá, cuando antes lleguemos, más fresquitos y mejor.
— ¿No vas a darme ni un beso?

La pregunta me descolocó. ¡Pero si había llegado ella hablando! Normalmente, primero se saluda uno –y ahí el beso- y, después, ya se habla o se comenta o se da la información que sea pertinente. Pero eso de llegar, hablar y después querer el saludo, es raro. Pero ya en nuestra cena de dos días antes alteramos el orden natural de las cosas: igual en su tierra eso del orden de las cosas no era tan natural ni tan importante. Claro que ella era igual de española que yo, así que su tierra también era esta mía. Un lío. En todo caso, obviamente, yo sí quería besarla.

— ¿Cuántos puedo darte antes de que alguien llame a la policía?
— Prueba...

Nos besamos al lado de la fuente. Nadie llamó a la policía, pero a mí me dio como vergüenza, no tanto por el beso –que no fue uno, uno fue el primero, pero el primero de muchos que no conté. Sí que sé que el último fue el más largo- sino por la sensación de que mi acaloramiento y mi sudor, de algún modo, iban a alterar la perfección que era ella dentro de su vestido de verano. Pero ella no mostró repugnancia, asco ni nada por el estilo, así que... nos besamos, claro.

Me gustan sus besos, aunque tampoco sabría muy bien decir por qué. Principalmente, porque son suyos, porque es ella, porque son sus labios los que besan y su lengua la que busca y juega y encuentra la mía cuando el beso es profundo y lento. Pero también es esa lengua la que irrumpe en mi boca y la recorre con ansia cuando el beso es enérgico, ansioso, excitado. Conocía ya esa variedad en sus besos, porque había tenido la oportunidad de recibirlos ambos, y ambos eran gratos. Eso no siempre pasa: he conocido mujeres de besos ardientes maravillosos que, sin embargo, resultaban torpes o menos maravillosas, en todo caso, en los besos tiernos, lentos, tranquilos. Y viceversa, claro: personas que en la tranquilidad se crecen y resultan como de otro mundo y, sin embargo, cuando la cosa comienza a ponerse tensa, pierden el norte y fracasan absolutamente en el besar. Incluso diré que yo mismo, muy probablemente, sea un besador bastante torpón en los momentos de nerviosismo y aceleración pasional, porque suelo estar preocupado por otras cuestiones y no me fijo tanto en esos detalles. Pero creo que no soy un mal besador tranquilo. Casi nada de lo que se puede hacer sin un esfuerzo excesivo se me da mal: a mí lo que peor se me da es cansarme.

En todo caso, sus besos resultan perfectos, o al menos lo resultan para mí, se den en el contexto en que se den y por los motivos que sean. Incluso besarnos bajo el tórrido sol de julio en medio de una plaza sin una mínima sombra, resulta fetén y perfecto. Muy probablemente, porque es ella la que besa.

El restaurante en cuestión, ciertamente, no estaba lejos y tenía aire acondicionado. Un poco antes de la plaza de Sant Jaume, un sitio sin excesivo lujo, casi diría de menú del día, que al ser sábado y ser verano estaba más preparado para el visitante ocasional, el turista de toda la vida, más que para el oficinista del vecindario. La comida era casera, el servicio amable y eficaz y la compañía inmejorable así que, de tener que poner estrellas en algún tipo de página de valoración de locales, las pondría todas.

Esto de comer por el centro un sábado con mi vecina fue una de esas anomalías que de vez en cuando nos presenta la vida. Resultó que, dentro de sus obligaciones, había tenido que acudir –en sábado y en julio, y después me quejaba yo de que me encargasen faena para el último día antes de vacaciones- a realizar una queja presencial a un comercio por algún tipo de desavenencia entre el servicio contratado y el prestado. Personalmente, no se me ocurría qué tipo de queja podría poner mi vecina, a la que veía como el ser más dulce de la creación, aunque supongo que, si le encargaban a ella esa responsabilidad, sería buena en lo suyo. De hecho, por lo que me comentó durante la comida, lo era.

— Y el hombre diciéndome que no, que había cumplido exactamente con el pedido, que el problema lo habíamos tenido nosotros al hacerle el encargo. ¡Pues no me dice que, si no sabemos lo que queremos, el problema es nuestro! Te juro que estuve a punto de decirle cuatro verdades, al caradura ése.

Lo cierto es que acababa de enterarme, remotamente, de que trabajaba en algún tipo de productora de espectáculos o de audiovisual, o de eventos o alguna cosa de esas, porque tampoco me dio muchos más detalles ni yo los pedí. Me pareció que daba por supuesto que yo ya tenía esa información y por un momento me resultó hermoso suponer que así era, que teníamos una vida en común de tiempo y que no llevábamos menos de una semana de contacto. Me dejé llevar por la fantasía, quizá, pero hay ocasiones en que, cuando no se hace daño a nadie, tampoco es malo fantasear un poco. Además, el conocer un poco de su ocupación, alejaba aquellos pensamientos oscuros que había tenido unas horas antes.

Resulta, lo fui extrayendo de la conversación, que hay diferentes tipos de antorcha según el uso que se le vaya a dar. Y, por supuesto, no es lo mismo una para exterior que para interior, aunque yo en interiores nunca he tenido necesidad de antorchas porque pago puntualmente mi factura de la luz. Ni en exteriores, tampoco, porque el Ayuntamiento todavía destina parte de los impuestos municipales al alumbrado público. Pero da la impresión de que hay todo un mercado bastante importante de cosas con fuego para fiestas, eventos y saraos varios, y les habían querido colocar unas que no eran para lo que querían que fueran, a sabiendas de que el precio no era el mismo, ni las prestaciones. O algo así. Lo cierto es que mientras me contaba estas cosas yo estaba mirándole los labios y recordando sus besos. Igual por eso tampoco estuve muy participativo en la conversación.

— Porque, ¿qué habrías hecho tú en mi lugar? Claro, tú eres un hombre. Yo creo que intentó tomarme el pelo porque es de los que piensan que las mujeres no deberíamos dedicarnos más que a estar en casa cuidando de los chiquillos, que somos todas medio tontas o así. Fijo que, si hubiera sido un tío, no se hubiera puesto tan borde.

— Yo no quiero que seas un tío, te prefiero así.

Se quedó callada mirándome. Por un momento dudé de si me miraba medio enfadada porque no le había seguido el juego en su reivindicación igualitaria o estaba más desconcertada porque daba la sensación de no haberme enterado de qué me estaba hablando. La cuestión es que se quedó callada mirándome.

Claro, en esos momentos, uno no sabe muy bien qué hacer. Si hubiéramos estado solos, en otro contexto, posiblemente habría aprovechado para besarla, porque lo bueno que tienen los besos, entre otras muchas bondades, es que hace del todo imposible hablar, con lo que no hay que pensar qué decir. Pero en el restaurante, el beso no era una opción.

— Quiero decir, que en caso de que hubieras sido un tío, igual hubieras terminado antes el trabajo, pero no estaría comiendo yo contigo ahora -solté.

La risa con la que reaccionó a la extraña afirmación de mi heterosexualidad me dio a entender que tampoco se lo había tomado del todo mal.

— Bueno es saberlo, sí... para elegir en la próxima reencarnación, si es que puede elegirse. En fin, me alegro de que te interese más como mujer que como hombre, puesto que mujer es lo que soy.
— Y una mujer fantástica -le dije.

Creo que era la primera vez que le decía algo así. No habíamos, todavía, llegado a ese tipo de confesiones o de afirmaciones sobre el otro. De algún modo, estábamos siendo dos personas que se juntaban y lo pasaban bien juntos, pero no habíamos descendido a lo personal, a lo afectivo, a lo valorativo. Más allá del sexo, que había resultado fabuloso en calidad y cantidad para los pocos días que llevaba conociéndola, no habíamos dado muchos pasos en lo que podríamos llamar nuestra relación. Ni siquiera sé si ella tenía en mente una relación, habida cuenta de que en tres días salía para estar todo el mes siguiente fuera.

Por otro lado, del hecho de que ella supiera de mí y me recordase de años atrás, parecía poder inferirse que, de algún modo, yo no le era indiferente. Y que tras tantos años hubiera dado los pasos que había dado en la última semana, pasos que le llevaron a mi casa y a mi cama y a mí a su casa y a su cama, podía entenderse que algo debía haber, más allá del mero sexo con vecinos que, por otro lado, en mi caso nunca había existido hasta entonces.

— Vaya. Gracias –me dijo ella.

¿Gracias? ¿Y no algo del tipo «tú también eres fantástico», o similar? Te valoran positivamente, tú valoras positivamente... ¿no se supone que es así como funciona, o debería funcionar? Pero, por otro lado, después de los días compartidos, ¿de verdad podía tener dudas de si me valoraba positivamente? De no haber sido así, no habríamos estado tanto tiempo juntos desnudos, digo yo. Igual ese «gracias» venía de no creer ella que era fantástica, o que pudiera resultarle fantástica a alguien. Pero entonces, ¿por qué pensaba que había estado tanto tiempo con ella, juntos, desnudos?

Vale. Está claro que podría haber estado tanto tiempo con ella, juntos, desnudos únicamente por estar con ella, juntos, desnudos... sin necesidad de que ella resultara nada más que una mujer desnuda con la que gozar sexualmente. Esa idea existía, posiblemente cualquiera pudiera darse cuenta de ello: yo era un maromo de algo más que mediana edad, que vive solo, y de pronto una diosa amazigh rifeña me ofrece su desnudez y su sexo. Creo que en ninguno de los universos posibles el maromo dice que no a ese ofrecimiento. Igual en los universos donde el maromo resulte homosexual o asexual, pero ni siquiera en esos casos estaría yo seguro de que rechazase el ofrecimiento.

Sin embargo, si el maromo de algo más que mediana edad, que vive solo, ofrece su desnudez y su sexo a una diosa amazigh rifeña -o incluso sin ser diosa ni amazigh ni rifeña: a cualquier mujer- hay una multitud de universos posibles en los que el maromo se come los mocos. En algunos otros universos, más legalistas, sale denunciado. Y quizá en algún universo, en ese donde habitan los unicornios y las nubes son de algodón de azúcar, resulta que la bella accede.

Igual por ello aquello de su «gracias», porque en nuestro mundo, en nuestra relación asimétrica entre una mujer tremendamente atractiva como resultaba ella para mí y yo mismo, que no me resulto atractivo en absoluto, el estar yo con ella no implica necesariamente nada. Pero para mí, el que ella estuviera conmigo, sí que implicaba necesariamente algún tipo de valoración especial por su parte, porque fulanos como yo los hay a patadas, todavía hay más que son objetivamente más apetecibles que yo y tampoco habíamos tenido tiempo de establecer una relación que pudiéramos llamar «especial» o «particular», al menos, que me diferenciase del resto de fulanos.

— Lo digo en serio -afirmé.
— Eso espero... y eso me gusta -añadió.

Por un momento, creí que era el momento de levantarme de la silla y besarla. Pero no llegó a suceder porque tal y como decía ese «eso me gusta» me acarició la mano sobre la mesa con una sonrisa... y pidió la cuenta.

No fue bonito salir del aire acondicionado del restaurante a la calle absolutamente insolada a esas horas. Ella tenía un coche de empresa en un aparcamiento público cercano y yo tenía un paseo de media hora hasta casa. Asimétricos, de nuevo. Se ofreció a acercarme con el coche y le dije que sí, claro. Por salud y por estar más rato con ella.

Como sabía de sobra el camino, llegamos en lo que a mí me pareció demasiado poco tiempo a mi patio. Encima, tengo el carril bus en la acera, así que tampoco podía parar el coche y estar un rato, como solía decirse, «pelando la pava». Por otro lado, el que ella tuviera que volver al trabajo, tampoco ayudaba.

Quedó en avisarme cuando terminase esa tarde y nos despedimos con un beso incómodo, porque los besos de copiloto a piloto en asiento delantero de coche no son cómodos, no puede uno abrazar bien, no hay posición del cuerpo que recorrer con las manos... no resultan besos de verdad, son casi despedidas medio forzadas.

La tarde la pasé entre el trabajo y los nervios por lo que pudiera acontecer aquella noche. Por un lado, porque seguía con una cierta sensación de tristeza por mi paja de la noche anterior. No sé hasta qué punto es bueno confesarle a otra persona que uno se ha cascado un pajote pensando en ella: habrá gente que lo interprete casi como piropo; otros podrían considerarlo una falta de respeto o, incluso, un tipo de agresión. La relación entre la motivación y el ejecutante sería la clave para entender estas situaciones, pero yo tampoco tenía muy clara qué relación tenía con mi vecina. Está claro que de ella hacia mí hay, por decirlo así, algún tipo de correspondencia unívoca, al menos, con una existencia de años (aunque haya podido irse modificando o alterando conforme ha ido pasando el tiempo). El que el domingo anterior, veintitrés de julio, en plena jornada electoral, dicha correspondencia se convirtiese en función biyectiva entre nosotros, daba a entender que algún tipo de relación había, sin duda. Y más cuando no había sido algo puntual, sino que durante toda la semana habíamos tratado de pasar juntos todos los espacios que la vida cotidiana nos había prestado.

Pero era todo muy reciente, y confesar ese tipo de usos de la memoria o la imaginación no sé si puede considerarse prudente o virtuoso. A ella no la conocía aún lo suficiente como para tener ni el mínimo apunte de cómo podría reaccionar. ¿Indignación, risa, excitación? Hay quien se excita sabiendo que excita a otros, esas cosas pasan. Esa reacción estaría bien: sería glorioso que, confesando yo mi pulsión sexual hacia ella, se excitase a su vez ella, entrando en una especie de bucle pasional. La pena era que quedaban tres días contados para que ella abandonase la ciudad rumbo a Madrid, por las vacaciones. Pero la noche del sábado estaba acercándose y resultaba bastante prometedora, si ella fuera de las que se excitan sabiendo que excita a otros, porque a mí me excitaba bastante.

¿Y si no fuera así? ¿Y si fuera de las que se indignan, te cruzan razonablemente bien la cara con un guantazo sincero y desaparecen de tu vida? ¿Realmente me quería arriesgar a algo así? No tenía ningún indicio de que fuera de ese tipo de personas, porque nunca se había conducido con tanta vehemencia y, realmente, creo que estaba a gusto a mi lado y conmigo, y más a gusto aún cuando estaba a mi lado y conmigo sin nada en medio, ni ropa ni aire. Pero sí había demostrado carácter cuando contaba la anécdota de la reclamación que había tenido que hacer aquella mañana y para cruzarle razonablemente la cara a uno con un guantazo sincero, creo que sirve tanto la vehemencia como el carácter.

Si la noche anterior no hubiera cedido a la debilidad de querer verla, no a ella, pero a alguien que me la recordase mucho, y no hubiera entrado en aquella página web porno, y no hubiera buscado mujeres étnicamente cercanas a mi vecina amazigh rifeña... Lo peor es que ni siquiera se le parecía, la mujer del vídeo porno y, aun así, mi orgasmo vino con una tristeza que no se me ha quitado del todo.

Me escribió sobre las ocho de la tarde: «puedo estar en tu casa en unos treinta minutos», fue el mensaje. No había caritas, esta vez: directo, contundente. «Aquí estaré», le contesté.

A los treinta y cinco minutos, estábamos haciéndonos un amor tranquilo, pese a haber tirado la ropa de cualquier manera sobre mi sofá: nos habíamos ido al dormitorio y estábamos recorriéndonos enteros encima de las sábanas. Ella tenía el sabor del día de trabajo, un pelín salada la piel, el olor ya difuso del perfume que habría usado aquella mañana, pero era una combinación excelente, o a mí me lo parecía.

Arrodillados uno frente al otro, casi como adorándonos, las manos y las bocas se prodigaban en excursiones por el cuerpo ajeno, visitando muslos y nalgas y sexos y pezones y cuellos y labios. Intentaba atesorar en la memoria cada centímetro de piel, cada sabor, cada sonido, cada sensación que ella me provocaba. No tanto por la cercanía de su ausencia y no tanto porque la noche anterior hubiera soñado tenerla así y no en una pantalla de ordenador y ni siquiera ella, sino porque cada centímetro de piel, cada sabor, cada sonido y cada sensación que ella me provocaba, en ese momento, tenía una intensidad tal que suponían casi un absoluto, un todo, la realidad fuera de la cual no tiene sentido aventurarse.

Cuando mis dedos acariciaban su sexo y mis labios su cuello, mientras ella tenía una mano enredada en mi pelo y la otra acariciando mi erección, se lo dije. Se me escapó, no fue reflexionado, no lo pensé, salió solo. Casi me sorprendió también a mí, al escuchar mi voz diciéndolo, como si fuera de otra persona.

— Anoche me masturbé echándote de menos.

Siguió acariciando y no dijo nada. Mis dedos, al aumentar levemente la presión en su entrepierna, fueron hundiéndose entre sus labios.

— Busqué vídeos con rifeñas por internet...

Noté que vacilaban sus manos, hubo como un pequeño parón en su acariciarme, pero mi mano seguía encontrando fácil ruta entre sus muslos: ahí no noté ninguna tensión, ninguna duda, ninguna vacilación. Mi mano seguía recorriendo sus labios, notando su humedad, aprovechándola para mojar mis dedos para poder acariciar su clítoris al final de su recorrido, junto antes de volver al inicio.

Seguía teniendo mi boca a la altura de su cuello. Fui subiendo para mirarla a los ojos, para confesarle que no estaba para nada orgulloso de lo que había hecho, para saber por su mirada si debía pedirle perdón, si debía besarla sin más, si ella desterraría para siempre esta tristeza que se me había quedado dentro de la paja de la noche anterior.

Antes de llegar a tener contacto visual, ella pasó a besarme a mí en el cuello y, con pequeños besos, se llegó hasta mi oído. Escuché su voz, sin reproche, clara, tranquila, amante, mientras su mano en mi erección aumentaba la presión:

— Podías haberme pedido alguno a mí.

Dos de mis dedos se hundieron en su sexo.
*********a_71 Mujer
883 Publicación
Moderador de grupo 
¡Qué maravilla de lectura! Vaya relato por capítulos bonito que estás construyendo. Qué suerte la mía (la nuestra) de que me (nos) dejes disfrutar de ello. Gracias y gracias *hutab*

Por lo demás, bravo *bravo* *bravo* *bravo*

(Cansarme tampoco me gusta, pero hago excepciones)
Muy bonito
*****ema Mujer
1.716 Publicación
Pues me ha ilusionado esta parte que, dejando democracias de un lado, se ha dedicado a lo íntimo, al pastel.
Me encanta ese término de "completitud" es una acción y no una cualidad así q en ello andan los amantes durante el relato.
Besos con sabor a glutamato deben ser como las uvas con queso, que saben a beso. Tirar del glutamato para evitar la paja la noche del viernes, podría haber sido lo suyo, si le iba a generar tanta culpa. Pero comer patatas fritas, gusanitos y derivados, también genera culpa y la satisfacción es efímera.
Nunca he dudado que, después de seis capítulos de democracia, ella no considere fantástico a un tipo que conocía del barrio hace décadas, que "poquita fe" amigo.
Esperando más @****ld , esto nos humedece a todes aunque no lo reconozcan.
******r63 Hombre
2.694 Publicación
Genuina sexta parte en la que además de esa completitud que menciona Alhucema me ha encantado lo de: “a mi lo que peor se me da es cansarme”.
Tremendas divagaciones mentales y efectos de la culpa ante alguien que claramente nos tiene cucú como se diría en otra de las fantásticas sagas veraniegas.
*****cio Hombre
337 Publicación
El relato se centra en lo primordial, deja de lado la actualidad y la historia y focalizando en la relación. Y especialmente en la relación con uno mismo, sus devaneos.

¡Qué jodida es la cabeza y los dialogos que nos impone! Máxime cuando en el trajín mental está una persona que nos importa.

De los otros devaneos, esperemos que no sean tales y la relación sea algo más que efímera, ya que parece que ambos la están disfrutando. Mejor dicho muchos/as la estamos duisfrutando.

Gracias @****ld por este derroche veraniego
*******a69 Mujer
693 Publicación
Maravillosa forma de confesar y la absolución de la culpa más maravillosa.
Extraordinaria comedura de tarro para con una amazigh rifeña tan natural y sin prejuicios aparentes.

*bravo* *bravo* *hutab* *hutab* *kuss*
****ld Hombre
388 Publicación
Autor de un tema 
Agradecido por las lecturas y comentarios.

@*******a69, claro: el tarro propio es comestible -aunque no siempre nutritivo. Sin estar en la cabeza del otro, el natural pesimista de uno le lleva siempre a estas paranoias. Bendita naturalidad de las personas cuando existen más allá de nuestros temores.

@*****cio: casi siempre es nuestra cabeza nuestro peor enemigo, y máxime en las cosas y personas importantes. En esencia, es algo así como la deriva del ganador de las elecciones, que parece estar dándole vueltas a un imposible porque, en principio, está en juego una cuestión importante. Decían los estoicos que hay que aprender a aceptar lo que no podemos cambiar, lo que no depende de nosotros. El problema es aceptar que no podemos hacer nada por cambiarlo, que somos limitados, que no todo lo que queremos podemos materializarlo.

@******r63: fíjate que es de lo poco autobiográfico del asunto... porque a mí se me da muy mal cansarme. Igual no es que se me dé mal, sino que evito practicarlo mucho y, claro, así es difícil llegar a la excelencia en nada.

@*****ema, debo reconocer mi ignorancia sobre el sabor de las uvas con queso. Yo conocía las migas con uva, «migas ruleras» las llaman por el pueblo de uno de mis tíos. Habida cuenta de la variedad de quesos disponibles en nuestros supermercados de confianza, amén de las variedades de uva que se dan en esta bendita España, pese a lo escaso de la cosecha de este año y lo madrugador de la vendimia, supongo que el abanico de sabor de los besos excede a aquello de dulce, salado, amargo y ácido que sabíamos de niños, a los que ahora parece que hay que sumar picante, astringente, adiposo y umami, según algunas opiniones. «Que me bese con los besos de su boca» habrá que actualizarlo en «que me bese con sus besos de cabernet sauvignon y brie», por ejemplo. Pero lo que se gana en concreción se pierde en poesía: no sé si vale la pena.

@****um, gracias por el comentario. Aunque el problema viene cuando se carece de más información. Si en lugar de ser escrito fuera pronunciado, sabríamos por el tono si es una forma de valorar positivamente el texto o, al contrario, una forma irónica de criticarlo:
— Muy bonito -exclamó el indignado lector con retintín, ladeando la cabeza con un cierto mohín de desprecio-. Todo lo anterior, entonces, ¿para nada? ¿Tanto darle vueltas a la culpa, para nada? ¿Es que uno puede agobiarse de forma gratuita y quedar como un agonías, como un amargado, como un sosaina...? Soy yo la vecina y no me acerco a él ni con un traje de protección biológica.
— Es que si fuera yo la vecina -respondió el autor- no le tocaría ni con un palo.

@*********a_71, es bueno saber que no soy el único que reniega del cansancio. Creo que está sobrevalorado, sobre todo en un momento alocado como el actual en el que la gente se deja parte del sueldo pagando en sitios para ir a cansarse. Antes, cuando el mundo era mundo, te pagaban por cansarte. Se llamaba trabajo. A ratos da la impresión de que aquello de la transmutación de los valores que comentaba Nietzsche ha llegado, pero no como él lo suponía. «O tempora o mores», que decía el abuelo pirata de Astérix, quizá citando a Cicerón, aunque quizá Cicerón se lo copiase a él.

Agradecido por las visitas y lecturas y comentarios. Continua la historia en Relatos Eróticos: LA FIESTA DE LA DEMOCRACIA. 7 - RESULTADOS PROVISIONALES.
****81 Mujer
80 Publicación
a mí lo que peor se me da es cansarme.
*traenenlach* provocando carcajadas...
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