Él, que son ellos
Frankenstein. Leía y se sentía fascinada por su trama. La idea de crear un ser humano a partir de órganos y aparatos de otras personas que con sus imperfecciones podían dar vida a un hombre perfecto le provocaba cierta excitación. Y que, como en la versión cinematográfica, un rayo en una tormenta consiguiera que la vida brotase en un cuerpo inerte, construido con piezas humanas, le resultaba una fantasía absolutamente fascinante, provocaba su deseo y le calentaba la entrepierna.Mientras leía fantaseaba, cual moderna Prometeo retadora de Dioses, con la idea de tener su propio hombre ideal, su objeto único de deseo. En su mente comenzó a crearlo imaginando a todos sus amantes, los reales, los virtuales, los pasados, los presentes, los odiados, los amados y también los futuros, que ella tenia mucho que regalar y disfrutar.
De uno de sus amantes escogería su lengua sin duda y no por su verbo sino más bien por su elasticidad y agilidad. Y sus ojos, de ese color indefinido entre verde y marrón, pequeños y profundos, que cuando la miran la taladran, envían una señal a su coño y provocan que comience a latir a frecuencias de fibrilación. Y su polla, esa verga portentosa, del grosor justo para encajarse en su vagina, rematada con un glande suave de sabor tan dulce y que tanto deleite le produce sorber.
De otro de ellos escogería sus manos pequeñas y redondas, de dedos cortos y tacto suave, como de polvo de talco. Esas manos calientes que en cuanto se deslizan por su piel convierten su sudor en fuego líquido. Sus dedos ágiles envían estímulos precisos a sus raíces nerviosas, incluso las más remotas y finas, poniendo todo el vello de su cuerpo en erección y a su clítoris bordeando el orgasmo. También sus caderas, que se mueven con las suyas en una hipnótica coreografía siguiendo el ritmo que marca la música de sus gemidos y respiraciones. Y sus nalgas, esas no pueden faltar en su hombre deseado, tan redondas y firmes. Su culo es el perfecto asidero para sus manos cuando ambos luchan por fundirse en uno, agarrándose con fuerza, por miedo a separarse y que la comunión que sienten se desvanezca como nube de vapor.
De su amante virtual, sin duda escogería el morbo que desprendía. Cual mentalista, era tan experto en el arte de unir palabras que conseguía con sólo unas frases hacerle perder el entendimiento y el control de su cuerpo. Ese hombre desconocido lograba que ella se sintiera una marioneta cuyas cuerdas él manejaba a su antojo desde la distancia. Ese amante de pantalla líquida era capaz de provocarle un goce casi agónico sin tocarla. Destilaría esa esencia morbosa, la metería en una frasco de cristal delicado y después la inyectaría en el cerebro elegido para gobernar el cuerpo de su hombre perfecto.
Ella seguía fantaseando. Ahora necesitaría lo más importante, un cerebro para su amante ideal. Ese lo construiría de muchas piezas, usaría las de hombres cercanos y de otros lejanos, tangibles pero no palpables. Seleccionaría con mimo masas encefálicas y troncoencéfalos plantados de ingenio, regados de curiosidad y de memoria prodigiosa y abonados con buena música, versos y estrofas. Sazonaría su cerebro deseado con su pizca de ironía y sorna, que le pone muchísimo. Añadiría un toque de ternura, osadía, valentía, originalidad, alegría y ganas de vivir. De uno de los más especiales escogería su capacidad para escribir siempre la frase que necesita y ponerle el corazón entre algodones.
Y la voz, necesita voz, quien la conoce lo sabe, necesita esa amalgama de notas y acordes que exciten su cerebro con los ojos cerrados y hagan volar su imaginación, conectando su sexo y sus oídos. Sería una voz mezclada, como en una mesa de Dj, la base hecha de tonos y timbres que resuenen en su bajo vientre y le calienten la entraña. La mezclaría entonces con los suspiros, gemidos y aullidos de todos sus amantes. Haría con esa mezcla un cóctel de aire comprimido y lo inyectaría en la tráquea de su hombre nuevo para que, en el momento del éxtasis, ese aire escapara desenfrenado a través de sus cuerdas vocales, recorriera su faringe y saliera a propulsión de su boca, buscando incendiar sin piedad primero su cerebro y después su coño anhelante. Su cuerpo perfecto y el de ella, imperfecto, moviéndose al compás, vibrarían como cuerdas de violín mientras de forma sincronizada un coro masculino de jadeos sonaría acompañando a sus propios gritos.
Completaría su obra con ese desconocido al que los imprevistos de la vida mantienen lejos de su alcance. De ese, sin duda, añadiría unas gotas de su picardía y unos litros de su juventud atrevida y descarada, para que cuando por fin el destino les deje tocarse la haga sentir aún más viva y joven de lo que se siente, a pesar de que en ocasiones su espejo la castigue con una dolorosa sinceridad.
Dejaría, eso sí, compartimentos secretos vacíos, para el futuro, pues espera seguir encontrando en su camino nuevos y fascinantes amantes que enriquezcan a su hombre puzzle. Haría un cuerpo vivo, cambiante y en progresión, que pudiera crecer y evolucionar con ella.
Entonces lo recubriría de la pieles de todos ellos para que todos la sintieran a ella cuando acariciase a su hombre perfecto, aleación de todos sus amantes. Esperaría con impaciencia el momento perfecto, el instante de luz que busca. Y entonces, un día llegaría la tormenta, él y ella tumbados sobre una mesa fría, esperando el rayo que les conecte.
Cierra los ojos, deja el libro sobre la cama.
Y el rayo cae, enciende al monstruo amado y empieza su juego de perversión.
El vive, abre sus ojos de miel y la mira con la picardía aflorando. Él, que son ellos, le habla con esa voz profunda y juguetona, el morbo les empapa cual lluvia fina.
Él, ellos, la empieza a tocar con sus manos calientes y suaves como algodones. Su piel, la de él , que son ellos, y la de ella, empiezan a despertarse, a transpirar y a irradiar calor húmedo.
Comienzan a moverse, a acompasar movimientos, a fluir como una corriente de agua.
Entonces un lamido de su lengua, la de él, que son ellos, en su oreja, la de ella, anticipa el susurro y el suspiro que definitivamente enciende la mecha de su deseo. Ella empieza a gemir.
Con ternura y cuidado la mecen primero sus brazos, los de él que son ellos, la amasan y abrazan, la moldean como arcilla caliente.
Con una brusquedad amorosa, la agarra entonces de la cintura con sus fuertes brazos y la monta sobre él, que son ellos. Sin dejar de mirarse, sin dejar de sentirse, sin dejar de hablarse, ella empieza a moverse cadenciosamente sobre él, que son ellos, de adelante a atrás. Con extrema suavidad primero, frota su delicado, excitado e hinchado clítoris contra su pubis, el de él, el de ellos. La excitación aumenta y ella empieza a subir y bajar, primero despacio, por fases, clavándose su polla despacio y con delicadeza para salir de pronto bruscamente. Entonces se mira en la profundidad de sus ojos, los de él, que son los de ellos, que brillan ardiendo de deseo y la invitan a volverse a clavar en él, en ellos.
Y así él, ellos, empiezan a mover las caderas con su baile de reptiles de sangre caliente y ella se esmera por coger su compás, se agarra a su pecho, el de él , que es el de ellos, y se deja llevar por su furia. Furor impregnado de energía juvenil y lascivia. Frenesí y fuego guiando sus cuerpos, el de ella, el de él, que son ellos.
Son ahora uno, ellos y ella, todos fundidos, jugando a recorrerse enteros desde dentro a afuera, dando la vuelta a sus cuerpos, acariciándose pieles, mentes, coño y penes. Y así ella baila y folla con él, que son ellos, en una búsqueda implacable del orgasmo supremo, el sincronizado con todos sus hombres deseados, sus hombres imperfectos, como ella, fundidos en uno perfecto.
Ser como Prometeo, desafiar a los Dioses, es su fantasía.
Todos ellos son su realidad, ellos la acompañan en su camino.
A todos los quiere, a su manera.