De tu ventana a la mía
"Joder. ¡Las 8.30! ¡Hoy sí que no llego ni de puta coña!” Me levanto de un salto de la cama demasiado agobiada como para averiguar por qué no ha sonado la maldita alarma del móvil.
“Bueno, ¿y qué más da?”, me digo de camino al baño.
Ahí, delante del espejo, en lo que tardo en lavarme los dientes, tengo que decidir entre ducha o desayuno, porque está claro que para las dos cosas hoy no va dar la mañana.
Por aquello de la solidaridad con el resto de la humanidad, gana el aseo por la mano. No es cosa de salir a la calle con esos pelos y mucho menos de presentarse en la oficina con la marca de la almohada.
Mientras dejo correr el agua (mala costumbre, lo sé), dejo caer también la camiseta de dormir por el suelo y lanzo las zapatillas a la otra punta del baño.
Soy una mujer de costumbres, ¡qué le vamos a hacer!, así que nunca entro a la ducha sin tener preparada antes la ropa que voy a ponerme, aunque hoy, con las prisas, lo he olvidado.
Me pego una carrera hasta el dormitorio en busca de las prendas. Me planto frente al armario y cojo lo primero que alcanzo con la mano: vaqueros y camiseta blanca, no está la cosa como para pensar mucho.
De pronto, la mujer del espejo me hace parar en seco. No está mal. Me gusta lo que veo. Me recreo en las curvas. Demasiadas curvas para según qué gustos, pero no puedo evitar complacerme repasando el conjunto.
Y eso es precisamente lo que hago.
Con la punta de los dedos repaso la clavícula, los pechos, trazo círculos alrededor de los pezones, los pellizco. Gimo. Jadeo. Sin saber cómo ni por qué, la yema del índice ya ha llegado al ombligo, y desde ahí se desliza inexorablemente hacia mi sexo. Jadeo. Gimo. Me tumbo. Exploro.. Gimo. Jadeo. Me reconforto…
Cuando termino, alzo la vista.
Y tropiezo con sus ojos al otro lado del patio. Mi vecina parece haber disfrutado de entrada VIP al espectáculo. Sonrío.
“Ahora sí que no llego”, me digo.
Me incorporo de un salto, como movida por un resorte, y dejo correr el agua sobre mi cuerpo, tratando de refrescarme y de mi cabeza la imagen que acabo de contemplar.
Imposible, ahí está ella. Me mira también, curiosa y divertida, a través de la ventana del baño. No puedo dedicarle más tiempo. Hoy no…
Cinco minutos después, con un plátano en la mano, que ya mordisquearé cuando suba al metro, corro hacia la calle salvando escalones de tres en tres. El pelo, que no he podido secarme, gotea sobre el algodón de la tela, que se pega al cuerpo casi hasta la cintura.
Llego al portal para ver abrirse la puerta del ascensor.
“El sujetador, querida. Has olvidado el sujetador”, escucho al verla pasar.
El caso es que juraría que no ha movido los labios.
“Cosas de tu mente calenturienta al ver a @**********otica”, me digo.
“También es casualidad, justo hoy que visto de blanco y llevo el pelo calado”, pienso para mis adentros.
Os contaré un secreto: yo no creo en las casualidades.