Un viernes cualquiera
(Relato de una fantasía que pudo haber sido).Cómo cada viernes, siempre que el tiempo acompaña —el del cielo y el del reloj—, me siento a celebrar que se han acabado las prisas con una cerveza en una mesa de la pequeña terraza del pequeño bar justo delante del cuál parará el autocar que me lleva de vuelta a mi pueblo. Pero este viernes no es como los demás. Este viernes junto a mi cerveza está la tuya. Te acaricio la pierna mientras hablamos de banalidades varias salteadas con alguna indirecta sobre nuestros planes. De vez en cuando me doy el gusto de mirarte fijamente a los ojos y dejar que adivines qué estoy pensando. De vez en cuando me acaricias el pelo.
Este viernes vienes conmigo.
Hacia el final de la segunda cerveza dobla la esquina el autocar. Un grupo de hombres que esperaba calle arriba se acerca con sus pequeñas mochilas, versión moderna del hatillo de sus padres, al hombro. Alguno me reconoce al pasar y saluda con la mano. Pero esta vez, tras medio segundo vuelve la cabeza y mira con poco disimulo. Otro después de hacer lo mismo, al pasar da un codazo a su compadre y cuchichea algo señalando con la cabeza hacia atrás. Algún compadre de esos también gira el cuello como una lechuza. Te miro. No te has percatado o al menos no pareces incómoda. Siendo así, me la sudan.
Ya han subido casi todos. Apuro la cerveza, te doy una palmadita en el muslo más un pico y te digo “vamos”. Al subir le paso mi abono de cartón a Satur y le digo que traigo un pasajero extra, que me tache dos viajes. Él también mira sorprendido por encima de mi hombro a esos ojos negros que esta vez sí se empañan de vergüenza. Sobre todo cuando comenta sin cortarse que qué bien acompañado voy. “Coño Satur, sé un poquito discreto”, le espeto. Y para quitar hierro al asunto bromeo, “…que es mi hermana”. No importa, pasillo alante dos hileras de hombres embrutecidos te clavan los ojos sin disimulo. Te he pedido que pases delante esperando que cubrir tu espalda te haga sentir menos incómoda. Pocas veces pasa tan cerca de ellos una mujer tan atractiva, joven y exótica. Avanzas apartando la cortina de olores a jornada en la obra, a sudor medio disimulado en el lavabo del vestuario, a exudado de licor, a cigarrillo y purito, a Brumel o puede que hasta Varón Dandy. Evitas el contacto visual pero observas. Observas los rostros recios de cuero con surcos marcados por el sol, los cráneos como yunques envueltos en los restos de sus cabelleras, pescuezos que bien se podrían uncir con un yugo. Miras esas manos como cepas, encalladas y de gruesos dedos, gordos como pollas piensas, y los imaginas tratando de manipular un coño, tocar un clitoris que no fuese del tamaño de una almendra, meterse en la vagina sin abrasar la piel. Esos dedos sacarían un clavo de una viga, podrían desbastar la corteza de un árbol. Una de esas manos te cubriría más de media cara. Esos maderos de antebrazos podrían partir tu cintura menuda.
Nos acomodamos al fondo que está vacío y entre arrumacos divagamos sobre los planes del fin de semana que incluyen, claro, follar y remolonear en la cama. Mi mano como siempre va a su aire ahora por tus piernas, ahora por tu cintura,… La tuya me acaricia la nuca y de cuando en cuando nos comemos la boca. Un paisano en la fila de delante intenta mirar de reojo con poco éxito. Cuando dejamos la ciudad siguiendo la última luz del día, ya has conseguido que mi mano deje de deambular atrapándola entre tus muslos y nos estamos besando con ansia. De todos los labios que he mordido en mi vida, pocos tan carnosos —aún los saboreo cada vez que doy un bocado un mango, tú sabes por qué. Después de frotarte a gusto con mi mano la liberas para que pueda meterla dentro de tus leggings, bendito invento, y te provoco llevando la punta de los dedos hasta la linde de tu raja. Me enganchas la oreja con los dientes y susurras “cabrón”. Apoyo la espalda contra la ventanilla y te hago sitio para que te recuestes entre mis piernas. Te tapas con tu mochila pero la quito diciendo “está dormido” y señalando con la barbilla al que antes intentaba lechucear, que hace ya un rato que resopla. Justo a nuestra izquierda se escucha otro silbido que proviene de la calva que asoma por encima del respaldo. Alzas la vista y observas el campo de coronillas de fraile que se extiende autocar adelante, un curioso mar en calma, visto lo cual te despatarras a gusto.
En el momento que mi mano mediana hace cuchara sobre tu coño imaginas en su lugar una de esas enormes y ásperas zarpas. La idea hace que te estremezcas. Mi mano amasa tu vulva con movimientos circulares y tú sientes esas manos encalladas rascando contra tu matita de pelo. Incluso llega vívidamente al tronco de tu oído y esta vez toda tu piel se eriza —yo me siento erróneamente orgulloso. Meto las dos manos dentro y acaricio tus muslos con fuerza. Apartó tus trenzas con la cara y te beso el cuello como si chupase una fruta, te muerdo la nuca. Entonces tus ojos se clavan en la nuca del paisano de delante, gruesa y con arrugas como cuchilladas, la barba de lija, la quijada cuadrada. La piel enrojecida debía desprender, seguro, todos esos olores que flotaban en el aire y que ahora de golpe inundan tus pulmones. Esta vez tu cuerpo no deja dudas, sientes un hormigueo en el coño que sale por tu boca como un jadeo. Animado te meto un dedo. Cierras los ojos y piensas en esos sarmientos nudosos de uñas renegridas. En todos ellos. Acercas los labios a mi oreja y me susurras “méteme más”. Te meto dos dedos. “Más”. Tres. Agarras mi mano y los empujas bien dentro. Apoyas la nuca en mi hombro, te arqueas hacia atrás y usas mi mano a placer.
El más cercano de los paisanos se planta delante de ti y sin mediar palabra se saca una polla gorda y venosa del chándal. En tu ensoñación es poco más que un homínido con ropa al que la testosterona sólo le permite alcanzar a emitir gruñidos y meneársela casi en tu cara. Agarra tus tobillos como si agarrase a un cordero por las patas y te arrastra al borde del asiento. Te levanta la cadera sujetándote el culo con las dos manos hasta la altura de su polla y te ensarta sin más prolegómenos.
Vuelves a hundir mi mano intentando replicar esa sensación de brutalidad, hasta los nudillos. Golpeas tu coño con ellos como lo haría ese animal. Entreabres los ojos y absorbes más detalles de la imagen que dormita delante de ti para alimentar tu fantasía. Los brazos toscos que reposan sobre la panza del tipo ahora los recreas estrujando tu cintura. De nuevo aspiras el aire viciado del autocar.
Ese olor emana del cuerpo que sostiene tu culo en vilo, tu espalda sobre los asientos. Ahora te gira y te tumba sobre estos, se sube de rodillas y te folla echándose sobre ti. Su sudor, y esa peste a coñac y colonia barata te repugnan. Estás muy cachonda. A lo largo del pasillo ves a los paisanos acercarse. Se van agolpando a vuestro alrededor, la mayoría ya con la polla en la mano. Los que no caben delante de ti se engarabitan sobre los respaldos de los asientos. Uno con aspecto de falto, cuya cara puedes recrear a la perfección porque mientras esperábamos el autocar te asombró ver tanta tosquedad reunida entre dos orejas, se ha agachado a tu lado y ahora juega con tus tetas mientras bromea para sus paisanos con palabras que no puedes distinguir. Las aprieta con fuerza y pellizca tus pezones con esos dedos como alicates, al punto que crees que te van a reventar.
Sin abrir los ojos buscas mi otra mano y la metes bajo tu camiseta, aparto tu sujetador y te acaricio la teta. Pones tu mano encima y aprietas. “Fuerte”, me susurras. Aprieto. “Más”, dices elevando la voz. Y tú misma te pellizcas los pezones por encima de la camiseta. Mis dedos ya siguen solos tu ritmo frenético.
Mientras te soba las tetas su polla tiesa se menea delante de tu cara. Te sientes cerda. Estiras la mano para agarrar esa tranca basta de venas gordas. Su tacto duro te da ganas de agarrarla fuerte y menearla cada vez con más brío. Una polla martilleando tu coño sin deferencia, la otra palpitando en tu mano. Te sientes sucia. Te estiras hacia adelante, abres la boca y la señalas con la lengua. El paleto entiende el gesto y te la acerca. Nada de preliminares, la engulles entera mientras todos gruñen. Te sientes hambrienta.
Sacas mi mano de debajo de la camiseta y te metes los dedos en la boca. Los chupas con ansia. “Me la quiero tragar entera”, me ha parecido oírte susurrar. Aprietas la otra contra tu coño, un poquito más si aún es posible.
Por encima de los asientos media docena se pajean a tu alrededor. Tu homínido gruñe, su sudor de coñac cayendo sobre ti, aliento a tabaco jadeando en tu cara. Y mientras devoras la otra polla con absoluta gula, chupando ruidosa como nunca antes lo habías hecho. Tú también eres un animal sudoroso. No piensas, sólo ansías.
Me muerdes los dedos. Ahogo un grito, “hija de puta”. Coges mi mano y te tapas la boca con ella. Sacas mis dedos. Apoyas el talón de esa mano sobre tu clítoris y lo aprietas contra ti.
El primero te embiste con fuerza cuatro últimas veces antes de tensarse como una soga y entonces sientes unos borbotones golpeando el fondo de tu coño.
Aprietas mi mano más fuerte, arqueas la espalda.
Mientras su leche empieza a resbalar entre tus muslos notas la otra polla palpitar en tu boca y un chorro salpica tu paladar.
Silencias el sonido que tanto me gusta de tu orgasmo clavando los dientes en mi brazo.
Aprietas mi mano entre tus muslos, te dejas caer sobre mi pecho y te limpias las manchas de tu fantasía mientras recuperas el ritmo de tu respiración. Te acomodas y te dejas caer en el sopor. Te despertaré dentro de una horita.