Que se detengan los tambores
Su presencia dentro del grupo de aspirantes a la vacante los obligó a emprender carrera ( en adorable exhibición de misoginia) hasta la encargada de recursos humanos para hacer lobby por ella, su favorita.-Tenés que contratar a la de los ojazos! Te lo rogamos! por dios! O me mato acá mismo!!
Siempre les dejaban pasar ese tipo de atarbanerías en la oficina. Les hacía gracia el descaro machista y reían con ellos como tías alcahuetas. Como si fuesen las madres de esos patanes.
La encargada de personal disipó el tropel entre risas e insultos amorosos, aludiendo tener antes que acabar con las entrevistas para el puesto.
• fuera de mi oficinaaa! lárgense putos!, no les hago caso a ustedes en nimierda!
Tenía el nombre que obsesionó a Petrarca, los pómulos muy altos, los labios llenos, y los abismos brillantes de carbón prensado, bestiales, rasgados, indios, indiferentes ante los sonetos y canciones ofrendados a ellos desde los primeros fuegos. Y era joven, muy joven.
Empezó a trabajar esa misma semana, no sin una severa advertencia por parte de la "tía" de recursos humanos. Dirigida ésta, especialmente, a los cabrones del "lobby".
• no quiero que haya problemas con ésta muchachita!, !¿Me oyen malparidos?!
Ella entró sin necesitar una charla sobre masculinidad tóxica o entornos laborales machistas. Se movía cómoda dentro de ese entorno pulsional y bruto. Tenía algo indeterminable. Más que madurez, más que "calle". Le habían sido revelados muchos secretos a una edad muy corta. Invitaba y castraba a la vez, en un arte marcial que solo ella conocía. En sus abismos revelaba los desenlaces últimos deparados a los bríos y emboscadas tendidas a ella. La impotencia y torpeza resultante. Las batallas se perdían sin librarse siquiera. Como rodeada por un círculo de sal. Los mejores charlatanes, los peores caraduras, iban a su conquista y volvían derrotados.
Su primer crimen fue alegrar a empleados de oficina. Hacerlos sonreír en la mañana camino al trabajo. Sabiendo que su imagen se encontraba en el fondo de sus pensamientos. Ella se entregaba a sus miradas como una planta a los rayos del sol. Regocijandose en el hecho de poder, con un simple movimiento de sus caderas, desplazar de las mentes: nombres de familiares, números de teléfono o recuerdos de infancia.
Así era, aunque resultase patético reconocerlo.
Ella dirigía un baile de bocas secas y cuerpos sueltos con tambores invisibles. Sus formas, su pelo liso y negro, en efecto estaban ahí. Pero consigo traían una maldición de sed y torpeza.
Paseándose con cadencia solapada entre los cubículos, arruinando el hilar de ideas y la elocuencia. Poniendo a trabajar la lujuria, el balbuceo, el deseo imposible de articular, el que solo se puede bailar. El embrujo de su ritmo cundío. Sin alternativa los cautivos caminaban por los cielorrasos, dirigían su hambre hacia los muebles y no tardaron en descubrir a los otros. Y fue como si no los hubiesen visto antes. Los desconocieron y los amaron.
Llegaron a sus casas a hacerle el amor a sus esposas por primera vez en meses. Amaron a sus compañeras, amaron todo. Amaron ciegos, disueltos en los otros hasta impregnarse borrando límites, hasta todos oler a lo mismo salvo ella. Ella observaba, desde el balcón que se había procurado, los efectos del sortilegio.
Una mañana no sonaban los tambores. No lo comprendían. Todo se puso como lúgubre por un rato. Parecía haber ocurrido algo muy sórdido, algo propio de telenovela mala. Se oía el afilar de largos cuchillos al lado de la cafetera. Una parejita había sido llamada a la oficina de personal. El chisme llegó en varias entregas durante la mañana.
Uno de producción, una de ventas, una llamada de la esposa, un aborto.
Los detalles revolvían el estómago.
La sacerdotisa de los tambores parecía devorar con mayor avidez todo ese drama. Parecía gozarlo más que cualquiera. Enseñándonos una faz nueva, morbosa y perversa.
Hubo más llamadas a descargos, memorandos y despidos. Más gozo morboso y despiadado para ella.
Decían que en las tardes la recogía, probablemente el novio, en una moto. Sin siquiera bajarse o quitarse el casco. Ella se subía detrás de él y, sacando mucho la cola, se largaba sin despedirse.
silencios, silencios.
Los torpes querían saber, saber.
Nada de instagram, nada de WhatsApp, nada de nada.
Y una de esas tardes se largó sin despedirse y nunca volvió. Una última vez esa colita le robo un suspiro a algún tonto y se perdió entre el tráfico para no volver a dejarse ver.
No le volvió a responder el teléfono ni los correos a las jefes. Las cuales asumieron que hubo abandono del puesto de trabajo y se dieron a la búsqueda de su remplazo. Alguien hablo de un familiar enfermo en los llanos, de irse por el hueco a los estados unidos, de una oferta para trabajar en un call center... Pero ninguna certeza.
Un barbecho perfecto para sembrar los cuentos más salvajes.
Y fue un mediodía en el que algún idiota calentando su almuerzo en el microondas se le salió una mención al tiempo de la sed y los tambores.
Todos se sintieron aludidos y se sentaron a recoger las historias y tejer la leyenda.
Unas saltaron a decir que no se dejaba tocar el pelo por otras mujeres o que nunca se le oyó decir el nombre de nuestro señor.
Una dijo que no le había querido recibir en la mano un pequeño rosario o escapulario que le traía como regalo de un viaje.
Hubo conjeturas espeluznantes:
• seguramente se lo metió por la vagina
Esos y otros lugares comunes como el "quereme" en el tinto y el "agua de calzón" aparecieron.
El episodio de la rifa era el más obvio y conocido: vendió boletas para una rifa, con la escusa de ayudar a uno de ésos familiares que aparecían y desaparecían a conveniencia. Y todos los que le compraron boletas se quedaron con la sensación de que no había premio, ni rifa, ni familiar.
Pero otras anécdotas más suculentas y oscuras estaban por ser contadas ése mediodía.
Como la del charlatán.
Uno que la cortejaba.
Que dejaba siempre ver, de manera intencional, una cadenilla de oro alrededor de su cuello de la cual colgaba un anillo. El muy fantoche siempre esperaba la pregunta acerca del anillo para soltar una historia sobre su bisabuela húngara cruzando el Atlántico.
Ella miraba el anillo como un gato.
Él daba su mejor actuación inclinándose sobre ella que permanecía sentada en su escritorio. Y al él terminar con su historia hizo ella algo genial e impensado.
El fantoche tenía su atención, la sentía ya entre sus fauces.
Ella pidió le dejara sostener el anillo para verlo de cerca. A lo cual él accedió. Tras sostenerlo por un instante ante sus ojos, lo aprisionó con ambas manos contra su pecho y dirigiéndole la mirada le dijo:
-¿Me lo regalas?
El fantoche se descompuso. Los que estaban viendo la escena tuvieron que reír. Con ese gesto invirtió todo el poder en la situación. Ella insistía, con encanto y coquetería, le regalase el anillo. Y él, por su parte, le rogaba, cada vez más descompuesto y suplicante, se lo devolviese.
Transaron por él prestarle el anillo y ella salir con él en una cita.
Nunca tuvo su cita ni volvió a ver su anillo.
La más oscura y desconcertante de las historias fue, sin embargo, la ocurrida un sábado con la oficina casi vacía. Quien lo presenció estaba por dejarla sola en el rincón destinado para tomar las pausas y el almuerzo al lado de la cocina. Saliéndo de allí con sus Tupperware en la mano le pasó por el lado un joven turbado con el semblante furioso. La testigo de lo ocurrido dice haberse quedado en el umbral escuchando sin que la pudiesen ver.
El alterado muchacho desempeñaba diferentes tareas dentro de la oficina. Organizaba el correo, preparaba el café en las mañanas y hacia labores de mensajero en su bicicleta.
Confrontó con vehemencia a la sacerdotisa que seguia almorzando.
• me quedé esperándote!
Ella dejó a un lado los cubiertos y se llevó a la boca el muslo de pollo hervido con las manos.
El muchacho resoplaba con impaciencia reclamando una respuesta por parte de ella.
Ella parecía más concentrada en agarrar la presa sin arruinar sus uñas muy largas.
• la reservación, la mesa, las velas, todo como dijimos
¡¿Qué pasó?!
• ¿qué pasó de qué?, Usted está casado, yo tengo novio, eso pasó.
• noooo, ¿Cómo así? Si eso lo hemos hablado... Si tú sabes lo que siento...
• ¿Qué siente?, ¿Ah?
Le preguntó ella al borde de las carcajadas.
• tú sabes,... Que yo te amo. Que éres todo para mí.
• ¿Sí?
Preguntó ella con cierta sorna
• Sí
Respondió él.
• llore y le creo.
Dijo ella.
Se empezaron a oír pequeños jimoteos.
Ella dejó la presa medio comida sobre los restos de arroz y se puso de pie mientras se chupaba los dedos y se sacaba restos de pollo de las encías.
• arrodíllese y le creo.
Dijo ella.
El mensajero entre sollozos se arrodilló.
Ella se haló hacia arriba los jeans muy ajustados al tiempo que se pasaba la lengua por los dientes buscando restos de pollo. Se plantó frente al arrodillado, jimoteante, suplicante.
El fervoroso tenía a centímetros lo más deseado. Ella se dió la vuelta. Giró medio cuerpo para mirarle desde arriba mientras que con una mano le hundía la cara entre sus nalgas. Las lágrimas y los mocos impregnaban la tela de los jeans cuando entre risas dejó escapar un par de pedos estruendosos al tiempo que lo empujaba entre su culo con más fuerza para que no escapase.
En yuxtaposición la risa de ella, las trompetitas desafinadas y el devoto inhalar del fiel.
Con un par de palmadas secas detrás de la cabeza le indico que ya había terminado.
Daría risa la anécdota de no ser porque el mensajero cayó de un puente mientras viajaba en su bicicleta a las pocas semanas. Se le atravesó un bus. Él tuvo que maniobrar presuroso. Voló sobre la baranda callendo al vacío.
Fue un accidente.