El blues de Venus (Capítulo 2, Parte 2)
Did you know when you go it’s the perfect ending to the bad day I just was beginning?
When you go, all I know is
you’re my favorite mistake.
Sheryl Crow - My favorite mistake
Ella tenía un gesto que solía repetir constantemente, una pequeña manía a la que se le cogía pronto cariño por lo divertida que resultaba la imagen. Cuando recordaba algo o estaba nerviosa o necesitaba una pausa para rehacerse, cogía un mechón de pelo y lo retorcía y anudaba para luego deshacerlo y apartarlo distraídamente antes de retomar el hilo del presente. También lo hacía al acabar un cigarrillo y encontrarse, de repente, sin saber qué hacer con las manos.
La mañana siguiente a la primera noche que pasaron juntas, Ella tuvo que cruzar media ciudad para volver a casa. Durante todo el trayecto, sus dedos no dejaron de juguetear por entre las cerezas maduras de su pelo, rescatando aromas, recuerdos y sabores que la hacían reír y agitarse de euforia.
Recordaba el primer beso que se dieron, tan cargado de nervios y ansia y torpeza (acabó tropezando contra algo, me dijo). Recordaba, aunque lejano y difuso, el miedo y la vergüenza que había sentido cuando Venus comenzó a desnudarla, pensando cómo reaccionaría a su secreto; y la expresión de sorpresa y lujuria en los ojos verdes de la diosa cuando descubrió que Ella estaba mojada hasta las rodillas (abrir mucho los ojos, morderse el labio, chuparse la yema de los dedos, pero qué delicia). Recordó el apetito voraz que se le fue abriendo cuando le tocó desnudar y hacer corpórea la sombra de piel morena con la que tanto había fantaseado. Quería acariciar, besar, lamer chupar todo al mismo tiempo; y abrazarse, apretarse fuerte. Venus se reía y le dejaba hacer mientras la llamaba “preciosa”, disfrutando de las ráfagas de frío que Ella iba provocando.
Por entre los nudos de sus mechones rojizos seguían deslizándose imágenes y sonidos. La sonrisa felina (se relamía las comisuras), el ronroneo complacido cuando Venus se impuso y le sujetó las piernas abiertas (presa dócil y fácil). Pero qué delicia. El relámpago verde a la altura de su pubis. Por primera y única vez en su vida, Ella supo lo que era el calor cuando aquella boca rosada se cerró en un largo, húmedo y profundo beso, con la lengua buscando su centro. Después, habían representado con sobrecogedora exactitud el sueño níveo. Abrazos, caricias, piernas buscando encajarse (te estoy poniendo perdida y helada; me encanta, preciosa). Lo sentía hormiguear por los antebrazos, por los muslos y en el costado derecho. También en los pechos (los había aplastado suavemente contra los de Venus, pequeños diamantes clavados en madera mojada) y detrás de la oreja (qué bien sabes, preciosa). Mientras se acariciaba el lóbulo recordando esas palabras, Ella se dio cuenta de que había empezado la noche llevando dos pendientes y que ahora solo era capaz de encontrar uno.
En el espejo del recibidor (el mismo en el que yo nos miraba fugazmente cuando compartíamos noche), Ella se dio cuenta del aspecto que ofrecía: las intensas ojeras, el pelo enmarañado de cualquier manera y la ropa totalmente arrugada y retorcida. Estalló en una carcajada cristalina y hermosa, una risa de pura felicidad que se quedó marcada en su boca y en su cara. Tumbada en la cama, desnuda y arrebujada entre las sábanas, volvió a enredar un mechón de pelo y respiró profundamente. Olía a humo de tabaco, a coco tostado y a vainilla caliente. A saliva fría y a laca de uñas. Aquella mañana, Ella durmió envuelta en aromas de sexo y amor. En aroma de Venus.
De los días mágicos, los días que pasaron juntas, Ella recordaba sobre todo el silencio. Podía quedarse callada durante horas mirando a Venus, mirado su boca, viendo cómo bajaba las pestañas cuando se acercaba a la llama del mechero para prender un cigarrillo; aprendiendo de memoria el universo que se ocultaba en cada centímetro de piel que dejaba al descubierto el tirante de su sujetador caído sobre el hombro. Durante esos silencios se iba enamorando más y más de ella. Y aquello la asustaba, claro. El mismo amor que la hacía entregarse por completo también la hacía sentirse vulnerable. Venus – Ella lo sabía – era un enigma muy superior, voluble e incomprensible. Ponerle voz y expresión a ese amor era quedar indefensa a la primera palabra. Sin embargo, cada vez que sentía los brazos de piel morena ceñirle la cintura o cada vez que enterraba la cara en ese paraíso tropical que era su cuello o su pelo de Venus, Ella tenía que apretar muy fuerte los labios y los ojos para callar todo lo que sentía mientras hacían el amor. Un amor apasionado y dulce; un amor que duraba toda la noche, como las caricias de una mujer.
Había luna llena y la penumbra era plateada. En el aire flotaban los blancos y grises. Al fondo, el rectángulo de una ventana enmarcaba un pedazo de cielo cuya oscuridad aún no había sido del todo contaminada por la luz. Por el suelo se veía el rastro de ropa quitada mutuamente, arrojada entre risas. Sobre un mueble (la mesilla, la cómoda) un cenicero humeaba con los restos de dos cigarrillos dejados consumir hasta el filtro a la primera o segunda calada. Y en la cama se perfilaban las curvas desnudas de Venus. Las piernas, las caderas, el denso y voluminoso bulto del pecho. La la media ese de su espalda baja y también sus hombros. Una silueta recortada por un laberinto de sombra y luz mortecina siempre cambiante, donde cualquiera hubiera deseado perderse para siempre.
Ella estaba encogida a su lado, la cabeza apoyada sobre el vientre, besando con delicadeza la piel todavía sensible alrededor de su sexo, que seguía hinchado y enrojecido, mientras recorría con la punta de los dedos aquella silueta, desde el empeine del pie hasta la última cervical. Entonces lo dijo, mientras la miraba fijamente, deslizándose sobre las sábanas hacia su boca, acariciando su cara; para repetirlo después del beso. Mi vida. En mitad de la noche y a medio palmo de los ojos verdes que la miraban como nadie lo haría ya nunca, haciéndola sentir frágil, débil e insignificante. Supo que jamás volvería a ser como antes. Solo eran dos palabras, dos únicas palabras que lo cambiaban todo para siempre.
Sintió latir el corazón, despacio. Cerró los ojos y respiró profundamente. Notó como una paz plena y absoluta se iba adueñando de sí. Un aura de invierno la envolvía entera, su cuerpo iridiscente en la noche. Una pequeña presión en los labios le hizo abrir la boca y dejarse besar. Los dedos de Venus se deslizaban entre sus piernas. Seguía igual de hermosa, sonriendo y acomodando su cuerpo. Merece la pena, pensaba mientras veía acercarse los labios rosa de nuevo. Cuando los dedos abandonaron el frío de sus muslos, Ella se quedó dormida sin separar su boca de la de Venus. Realmente merece la pena.