El blues de Venus (Capítulo 2, Parte 1)
Sometimes I love youSometimes you make me blue
Sometimes I feel good
At times I feel used
Lovin’ you, darling
Makes me so confused
Alicia Keys - Fallin’
Se llamaba Venus y Ella no recordaba - no quería recordar - cómo se conocieron. El silencio y el humo de su cigarrillo llenaron esa parte del relato.
• La conocí. - Había pronunciado su nombre y la tristeza que lo entretejía todo (sus gestos, su historia, su voz) se había teñido de un matiz especial, casi lejano, como si estuviera en una dolorosa ensoñación de la que no pudiera o quisiera salir. - La conocí y me enamoré de ella.
Todo su ser destilaba erotismo. Algo magnético, hechizante. Era mirar un enigma al que te has enfrentado antes, porque aquello que latía bajo su piel ya lo habías sentido. Como intentar recordar un sueño o un déjà vu confuso. Cuando Ella pudo por fin mirarle a los ojos vio su propia mirada reflejada en aquellos iris verde oscuro, como si de alguna manera se estuviese viendo a sí misma por dentro, desnudando su alma y ofreciéndosela a aquella desconocida que, sin embargo, parecía ya dueña de todos los secretos que pudiera albergar en su interior; y que, sin ninguna duda, conocía de antes. De otra ciudad, de otro tiempo. De otra vida.
Fue un gesto cargado de infinita dulzura. La punta del índice y corazón apenas tocándola. Algo frágil y etéreo, tímido; hecho de aire y de nada. Un mechón de pelo empujado con la delicadeza de un jirón de nube, la punta del meñique rozando su mejilla junto a los lunares (el impulso no cumplido de querer coger esa mano y apretar los labios, morder y chupar los dedos, dejarse atrapar la lengua y perfilar la boca). Y notarlo por todo el cuerpo, la piel erizándose completamente, sin dejar de mirarse a los ojos, sintiéndose cada vez más suya y más enamorada. Y escuchar su voz hablándole, tan cerca. “Me gusta tu pelo, el color te favorece”. Y Ella paralizada de deseo, muriéndose por besar a aquella mujer que la acariciaba sin acariciarla y suplicando que ese momento no se acabara nunca.
Una noche soñó con Venus. Era una de esas noches de insomnio obligado y de incontables vueltas en la cama. Ella dormía (más bien dormitaba a ratos) con un sueño pesado y oscuro. Un sopor inquieto que avanzaba por la fina línea que separa la vigilia de la inconsciencia. Tan extraño era caminar por esa frontera que tuvo la sensación de ser consciente de estar dormida, de saber que en el preciso momento de pensarlo, realmente estaba dormida. Rompía el amanecer cuando en uno de esos tiempos la imagen de Venus vino a acompañarla.
Una vasta planicie blanca, de un blanco suave, acogedor. Y Venus en el centro, deslizando su cuerpo, retorciéndose de costado, con esos movimientos casi felinos que las mujeres llevan aprendiendo desde hace siglos, elásticos y sensuales. Reía, con la risa del placer, repitiendo aquellas primeras palabras que le había dicho (“me gusta tu pelo, el color te favorece”); esa voz tan única e indescriptible. El juego de contrastes era maravilloso. Al negro de su lencería, al tostado de su piel y al blanco de las sábanas se unía el rojo de sus labios y el rosa de su lengua. Ella se tumbó boca abajo, imaginando en el duermevela que era Venus quién la manejaba, quien deslizaba por sus piernas, enrollada y untuosa, la última prenda de ropa que le quedaba. Sí, sabía (deseaba) que en manos de aquella mujer de ojos verdes sería un presa dócil y fácil. Venus era voluptuosa, exuberante, morena. Olía tropical, a coco y vainilla; e irradiaba ese magnetismo erótico que anulaba la voluntad. ¿A qué sabría Venus? Su humedad, su saliva, sus orgasmos. Ella mordía y chupaba la almohada imaginando que eran las diferentes partes de aquel cuerpo onírico: el escote, el cuello, bajo los lóbulos de las orejas. Las caderas. Se pasaba la yema de los dedos por pubis, tan escaso de vello. La mancha fría y pegajosa que se estaba formando en la sábana bajera aumentó un poco más cuando Ella se abrió para entrar dentro de sí. Recordó el impulso de querer lamer la mano que la acariciaban la mejilla y deseó que fuera otra boca la que lubricaba sus dedos. Sintió un fantasma que apoyaba unos senos pesados, suaves y cálidos sobre su espalda y la besaba mientras la masturbaba abrazándola por detrás.
Despertó sobresaltada, asombrada de oírse maldecir por haber sido arrancada de entre las sábanas blancas. Junto a los estremecimientos y las fantasías había otra sensación, otro pensamiento que le acompañaba en aquel sueño. Se preguntaba por qué soñaba y se excitaba tanto con aquella mujer a la que (se había intentado convencer de ello) odiaba. Sin embargo, no dejaba escapar aquellas imágenes y las alimentaba al mismo ritmo que sus dedos (¿O eran los de Venus?) hacían bailar el botón de su clítoris. Aquella contradicción, placer y rechazo, pulsaba con intensidad. Ella cruzó el brazo que le quedaba libre, abrazándose y apretándose el cuello, mientras gritaba con la cara enterrada en la almohada.
La figura que hacía el amor con lencería negra entre las sábanas se había marchado, fundiéndose lentamente con la realidad; y en la cama solo quedaba Ella, con la mano aún entre sus piernas y marcada por la estela blanquecina de su propia saliva y frialdad. También por sus lágrimas. Se sentía culpable. Culpable por el sueño, culpable por el tacto que no cesaba, por lo que había sentido y pasado; y, sobre todo, culpable por no haber sabido ni podido reaccionar ante aquella invisible primera caricia, cuyos ecos sentía diluyéndose en la sangre, un hormigueo por las ingles y el cuello que sus manos extendían en suaves masajes circulares (el fantasma que seguía haciendo notar su presencia no estaba saciado del todo). Nunca se había sentido tan desvalida, tan necesitada de refugio como cuando cuando se quedaron en silencio, la una frente a la otra. Pero el único refugio posible ante esa mujer capaz de hacer que su corazón se parara con una sola sonrisa estaba en los brazos de Venus, en la boca de Venus, entre las piernas de Venus.
Lentamente, su cuerpo comenzó a vibrar y enfriarse de nuevo. Lentamente, las lágrimas cesaron mientras una sombra de piel morena volvía a recolocar boca abajo el cuerpo de Ella, que volvía a gemir. La almohada empapada y hundida por la mitad era una metáfora demasiado obvia como para no enterrar el rostro e imaginar. La sombra acarició su pierna izquierda y suavemente le hizo flexionar la rodilla, formando ese extraño cuatro tan accesible. De nuevo, hielo líquido entre los muslos. De nuevo, retorcer sábanas, abrazarse el propio cuerpo, pellizcar pliegues, palmear (tas, tas, tas, yo sabía bien cómo sonaba), rozarse, hacer círculos con las caderas y encontrar el punto exacto.
Hasta que su culpabilidad ardió en gélidas llamas.