EL blues de Venus (Capítulo 1, Parte 2)
It's three o'clock in the mornin’and I can’t even close my eyes
B.B. King - Three o’clock blues
Ella era diferente, más allá de su hermosura, que era mágica; y de su extraño secreto. Tenía los ojos oscuros y profundos, con la profundidad de quien ha mirado al infinito, de cerca y de lejos, buscando una gota de agua dulce en el océano. Y estaba triste, con un halo melancólico, romántico, que cubría cada uno de sus movimientos. Miraba triste, sonreía con un deje de cansancio, como si fuera un sinsentido obligatorio. Fumaba triste. Cuando nos acostábamos se entregaba con una furia calculada a la que yo era totalmente ajeno, como si cubrirme (cubrirnos) de escarcha le permitiera ir dejando atrás algo que, sin embargo, siempre volvía a regenerarse en su interior. Una parte quedaba siempre fuera, distante; y aunque era complaciente y generosa, el placer parecía secundario. Daba la impresión de que buscaba llenarse (¿de mí?¿De cualquiera?) para no dejar espacio a nada ni nadie más.
A pesar de que estaba hecha de silencios, aquella vez fue diferente. La oscuridad que aleteaba bajo su corteza ártica se había removido más de la cuenta y se escapaba por entre las fisuras. Hosca, inquieta y abstraída, apuraba los cigarrillos hasta el filtro y aplastaba las brasas hasta desmenuzarlas por completo. Recuerdo la angustia con la que llegó a mí, totalmente ausente y sin dirigirme la palabra. Estaba huyendo y no había tiempo que perder. Sin opción y sin detenerse.
Su lengua era un filo de saliva abriendo la piel y deslizándose directamente sobre las terminaciones nerviosas. Calambres de hielo que estallaban en el centro de mi erección para ir a clavarse detrás y por encima de los ojos. Cada roce y cada gota que dejaba caer sobre la piel de mis ingles resultaba a la vez insoportable e irrenunciable. Sabía que no lo hacía para disfrutar ni - desde luego - para que yo disfrutara. Y aún así su frío iba creciendo. Tuve que taparme la cara con la almohada para ahogar los gritos y gemidos incontrolables que Ella no oía. Tampoco sentía mi mano intentando (en vano) apartar su cabeza, ni la vibración de mi cuerpo dentro de su boca, ni mi éxtasis, ni todos los golpes contra el colchón que tuve que dar para intentar sacudirme la extrema saturación sensorial que me provocaba su ritmo continuado. Estuviera donde estuviera, perdida en lo más recóndito de otro tiempo lejano e inaccesible, no estaba allí conmigo.
Destellos en la noche. De plata pulida y almíbar polar agitándose sobre mi. Los ojos perdidos en la distancia, casi opacados, completamente transportada. Se había abierto paso a manotazos y monosílabos (“no” decía; y quería decir no me toques, no me cojas, no te incorpores) y, cuando mi cuerpo fue capaz de reaccionar de nuevo, me hundió dentro de sí con auténtica desesperación. Sujetándome para mantener el equilibrio y acuclillada para ganar empuje, era un espectáculo sobrecogedor. Un asedio sin compasión y sin misericordia. Vertida y desbordada (pisé mercurio cuando por fin pude levantarme), me (nos) embestía y se penetraba como una tormenta se desata sobre el mar, todo pánico y descontrol. Fóllame. Fóllame o desespera y muere.
Un glaciar quebrándose y deshaciéndose en la boca, abrasando mi cuello. No había esperado ni pretendido aguantar. En otra ocasión hubiera disfrutado algo de su cuerpo, me hubiera dejado mecer por el sonido de su garganta, del chapoteo inevitable, de las respiraciones (sus susurros y mis aullidos, sus jadeos y mis escalofríos). Pero no aquella noche de tempestad y conjuro. Siguió moviéndose incluso cuando ya era imposible permanecer dentro de ella (la sangre retrocediendo, un segundo orgasmo ignorado) y entonces avanzó de rodillas, reptando sobre mi pecho, para encajarse sobre mi boca. Fue morder nieve. Una nieve que fluía y fluía semi derretida, obligándome a sorber y lamer; a succionar y tragar. Una nieve salada y levemente amarga (yo la había probado antes y sabía que la nieve pura no tenía gusto). Se estiraba con una mano para facilitar el acople. Intenté acariciarla, intenté separarnos, pero no fui capaz de imponer mi fuerza sobre la suya. Me apartaba las manos y me oprimía las sienes y mejillas con las piernas mientras seguía meciéndose. Entonces, todo el Universo se quedó en suspenso lo que dura un latido y Ella gritó un nombre (que no era el suyo ni el mío) y se quedó inmóvil, desmadejada, derramándose a horcajadas sobre mi rostro.
La encontré sentada en el sofá, arrebujada dentro de su bata de raso tan amplia. No se la había abrochado. La penumbra perfilaba la línea de los muebles, haciendo que parecieran irreales. Fumaba con la cabeza apoyada en el respaldo, mirando sin ver a través de los agujeros de la persiana. Vacié los ceniceros y me senté a su lado en el sofá, dejando mi paquete de tabaco recién desprecintado sobre la mesa, abierto. El reloj marcaba las 3:00 de la madrugada (la mala hora, la hora del blues).
• Cuéntame tu historia.
Yo puse los cigarrillos. Dios puso la noche; y la noche puso la música. El color de óxido de la luz de las farolas nos hacía estar dentro del encuadre de una de esas fotografías antiguas, el filtro sepia desgastado. Y mientras fumábamos sin mirarnos, Ella me contó su historia.