El blues de Venus (Capítulo 1, Parte I)
It's the rain, it's the same old blues
Freddie King - Same old Blues
Cómo nos encontramos no merece la pena. La misma vieja historia de siempre, que tantas y tantas veces se ha contado. Igual que en la canción de Sabina, nos dimos fuego, fumamos en silencio mirándonos a los ojos y nos acostamos. Recuerdo aquella noche de oscuridad anaranjada, en la que llegamos tropezando y antes siquiera de saber su nombre supe que no llevaba sujetador. Chocamos contra algo (¿una mesa?) y fue la oportunidad perfecta. Una imagen de película: la chica rodea con sus piernas las caderas de él, que la empuja y la mantiene en vilo, quizá contra la pared (o quizá la sienta sobre la probable mesa). La ropa apartada solo lo justo (la bragueta a medio desabrochar, el algodón prieto crujiendo, la falda de su vestido negro subida hasta a cintura, el escote abierto dejando al aire sus discretos pechos). La aspiración contenida al recibir el primer golpe, profundo y violento. Movía las caderas con la misma intensidad que yo y me miraba con saña. Terminé antes (la mancha de semen seca en el suelo a la mañana siguiente me hizo sentir una punzada en el orgullo) y ella se soltó las manos para agarrarme de la ropa, por el cuello. Las caras muy juntas, la frente y el puente de la nariz tocándose (sin besos, solo sus jadeos de animal rabioso). Su otra mano quemaba los segundos que separaban mi final del suyo (chas-chas-chas; la punta de la lengua asomando por entre los labios apretados) hasta que sentí el crujir de su columna vertebral cuando alcanzó el orgasmo entre mis brazos, enroscada en mi cuerpo y desmoronándonos juntos. Fue tan rápido que no me di cuenta de su secreto hasta la mañana siguiente, cuando abrí los ojos y encontré sus ojos cercados de malva muy cerca de mí. No hubo preámbulos ni explicaciones, solo los restos humeantes de la extraña ansiedad que nos había llevado a devorarnos sin mediar más palabras que las justas (e incluso alguna menos).
Nunca había sentido algo así. Jamás me hubiera imaginado que alguien pudiera experimentar una sensación semejante ni puedo explicar porqué no lo descubrí antes. Un frío que cortaba la respiración, al que nunca me llegué a acostumbrar. Porque ese era su secreto. Allí dónde y cuándo otras personas desprendemos calor (el lenguaje lo atestigua: me calientas, me enciendes, arder de pasión, el fuego del deseo), ella estaba fría. Su humedad era más densa y abundante de lo habitual; y más helada cuanto más excitada estaba, con un frío que manaba del centro de su sexo y se extendía por todo su cuerpo (boca fría, piel fría, caricias y besos fríos, pezones fríos). Si conseguía aguantar el choque térmico que anulaba el tiempo (mis tiempos), entrar en su interior hecho de gasa y muselina era no dejar de sentir, aumentando siempre en cada movimiento, que todo yo estaba hecho de ese placer tan intensamente blanco que llegaba a doler, a quemar; pero que no quería dejar de sentir. El delirio de la fiebre combatida con hielo.
No fui capaz de reaccionar, ni de decir nada cuando, aquella mañana aún sin nombres, me obligó con impaciencia a subirme encima con una petición concisa y autoritaria (aguanta y sigue). Estaba completamente abierta, como una flor desgajada burbujeando savia (un clavel, con su aura alba y su centro rosado). Me abrazó y volvió a apresarme con sus piernas, tirando para que las abriéramos juntos y así acogerme todo lo posible (y quizá un poco más). Le quedaba mucha urgencia por quemar, se agitaba enérgicamente, tratando de compensar mis movimientos y que permaneciera siempre hundido en su sobreabundante excitación. Me clavaba las uñas en la espalda y me impelía a más (más dentro, más rápido, más fuerte, cógeme de las caderas, húndeme). Sentía las rodillas hincadas en barro invernal y sus convulsiones rompiendo dentro hasta que llegó. Un latigazo gélido de ventisca y gemidos que me fragmentó el alma en miles de pequeños cristales que salieron a borbotones de mi cuerpo.
• Me llamo Ella.
Es milenaria la belleza que hay en una mujer recogiéndose el pelo. Ella me daba la espalda, sentada al borde de la cama, haciendo un esbozo de trenza con su melena del color de las cerezas maduras. Los brazos levantados (las axilas expuestas, ese extra a la desnudez femenina) y los dedos hundidos en una maravillosa espesura. Tenía dos lunares muy juntos en la parte posterior del hombro y otros dos en la mejilla opuesta. Todavía le quedaban restos de labial (había varios tiznes en la almohada) y llevaba las uñas de manos y pies pintadas. Por supuesto, tenía la piel pálida (a contraste con el pelo) y sus rasgos eran finos y delicados. Me dijo su nombre mirándome ladeada y no me atreví a preguntarle por su secreto, no aquella primera vez. Se levantó para envolverse en una bata de raso que le iba grande; y yo la miraba moverse, como mil años atrás la primera vez, como siglo tras siglo la había observado. Como la iba a seguir observando, por siempre. Porque en aquella trenza que se iba deshaciendo a cada paso que daba, y en aquellos dedos con las uñas lacadas, se encontraban, desde el principio de los tiempos, todas las mujeres del mundo. Y por eso, porque era una mujer que era todas las mujeres del mundo en un solo gesto, su nombre era Ella.