Una escena (Acto III)
¿Me dejarás dormir al amanecerEntre tus piernas, entre tus piernas?
Soda Stereo - “En la ciudad de la furia”
Es solo un segundo, un instante, ese en el que lo siento todo. Su brusquedad, su ímpetu. El peso de su cuerpo en ebullición, que me atrapa y hunde cada vez más en el colchón; las rodillas contra mi pecho para llegarme más, para que cada golpe sea más profundo. Nunca se lo diré, pero me gusta tanto que no controle su fuerza, su ansia, que parezca que ni siquiera me tenga en cuenta. ¿Sentirá él cómo me abre cada vez un poco más? ¿Cómo el fondo está cada vez un poco más dentro de mí? Su cuerpo choca contra el mío rítmicamente y oírnos así me estremece de placer.
Es solo un segundo, un instante, ese en el que él se para, reúne toda la energía que nos queda en un último movimiento y, como no es suficiente, tira de mis caderas hacia sí y hacia arriba. Se incorpora a mirarme, él, que tan incómodo se siente cuando se deja mirar. Estamos completamente clavados. Ojalá pudiera verme, me siento tan estirada, tan apretada. Tan inmóvil. Le siento tan hinchado, tan al límite. Una parte de mí quiere más, quiere no poder más. No se lo digo, pero estoy segura de que lo lee en mis ojos. Rómpeme.
La oleada de calor denso que desprendemos me llega, con el olor húmedo y pesado que tiene el sexo. Sus brazos, sus bonitos brazos (quiero morderlos, pero no llego), se hinchan y se ponen tensos presionandome un poco más. Su pecho, mi abdomen. Mi pecho, su abdomen. Siento como el aire me roza el clítoris. Y el olor. Ese maldito olor.
Son tres espasmos, quizá cuatro; todos dentro de mí. Mis labios están tan tensos que sus contracciones reverberan por los tendones de mis piernas (uno, dos, tres; cuatro). “Me está llenando entera”, siento. Quiero cogerle la cara con las manos mientras se agita vaciándose, pero se esconde en el hueco de mi hombro. Además, al voltearme ha conseguido que mis brazos queden aprisionados en el extraño nudo que hemos formado y no puedo moverlos. Él gime y jadea en mi oído, me avisa de lo que está pasando. Yo no le aviso ni le hago saber que menos mal que me sujeta las muñecas, porque si no le abrazaría y le diría todo lo que no quiero (ni puedo) decirle. La sensación de estar llena, rebosante, dura solo eso, solo un segundo, un instante.
Silencio y electricidad, así son mis orgasmos (al menos los verdaderos). Y eso es lo que siento justo cuando él deja de agitarse (casi a tiempo, casi juntos, como si nos quisiéramos). Una descarga desde el interior de mi vientre que me deja sin habla. Él sigue latiendo sin terminar de salir aún (los últimos estertores). Ahora el peso de su cuerpo sobre el mío no es violento ni pasional, sino reconfortante, agradable. Cansado.
Por suerte es él el que se despega lentamente y comienza a besarme el cuello y los hombros; los pechos y las axilas. También me acaricia las caderas, las piernas, la cintura. Bordea mi ombligo con la punta de los dedos. Cierro los ojos y le dejo hacer, se siente bien. Sería más agradable si no supiera que lo hace para ocultar la tristeza que le invade después de acostarse conmigo (nunca le he preguntado si le pasa siempre o yo soy especial). Con todo el frenesí y los movimientos uno de los elásticos de las medias o calcetines largos se ha aflojado y arrebujado debajo de mi rodilla. Pero ni a él ni a mí parece importarnos.
Es solo un segundo, un instante, ese en el que puedo tocarle la cara mientras se acomoda entre mis piernas y me doy cuenta de que quiero y deseo empujarle suavemente, guiarle con una palabra precisa e inequívoca (chupa). La sensibilidad a flor de piel haría el resto. Quizá algún día me atreva a pedírselo. Hoy le dejo seguir acariciándome, acomodado entre mis recovecos. La sensación de intensidad no consumida flota como una promesa de futuro.
Ya hace un rato que se marchó, atravesando de puntillas y con cierto pudor el momento de vestirse y despedirnos. Un beso rápido, un apretón en la mano con los dedos entrelazados. Su “no hace falta que te levantes si no quieres” (y no quería levantarme, la verdad). Mi “quédate, aunque sea un rato más” que murió en un pequeño bostezo fingido. El crujido silencioso de la puerta al cerrar. Ahora toca desperezarse y poner un poco de orden. Busco mi pañuelo de tonos violeta por entre las sábanas y no lo encuentro. Se lo ha llevado, como recuerdo, como inspiración. Como excusa para volver a verme. Me siento en el borde de la cama para sacarme las medias o calcetines largos y descubro, sorprendentemente fresca aún, una gruesa gota semitransparente en una de mis piernas, cerca de la rodilla. ¿Será suya o será mía?
Una vez me dijeron (no fue él, menos mal) que sabía muy dulce, que por dentro debía estar hecha de miel. Lo peor no es que fuera una cursilada tonta; lo peor es que es verdad. Soy dulce, sé dulce. Me acuerdo de esto porque no puedo evitar recoger con la yema del dedo la gota y chuparla. No tengo claro qué sabor me gustaría que tuviera, dulce o amargo.
La camisa, totalmente arrugada, está colgada del pomo de una puerta. La debe haber recogido él al salir. La junto con las medias o calcetines largos en una bola que echo al cesto de ropa para lavar. Me gusta que se haya llevado mi pañuelo, a escondidas (como un hilo que nos une). Preparo los discos de algodón y el agua micelar para desmaquillarme. No puedo evitar chuparme los labios y, con la lengua, extiendo el sabor que llena mi boca durante solo un segundo, un instante.
Sabe agridulce.
FIN DE LA ESCENA