Una escena (Acto I)
No soporto perderte de vistaCuando te desnudas.
Enrique Bunbury - “Deseos de usar y tirar”
La escena es la siguiente: en un piso amplio y lujoso de una de las mejores zonas del centro de la ciudad – un barrio tranquilo, pero a su vez repleto de gente – una mujer joven y atractiva se arregla frente al espejo del cuarto de baño, deshaciendo el primer recogido que había intentado para volver a armarlo, esta vez procurando que quedara aún más alto sobre su nuca.
Se está maquillando, quizá aplicando el rímel o la raya o la sombra de ojos. Los colores son atractivos y armónicos, a juego con sus colores naturales (cabello, iris, boca, piel, pezones, carne). La cantidad es discreta pero efectiva. Desde luego, es una mujer que sabe maquillarse; y realiza el ritual con precisión y solemnidad. Si fuera una película, veríamos planos muy cerrados encuadrando, sobre fondos luminosos pero desenfocados, las pestañas, los párpados (los iris acuosos) o la comisura de los labios entreabiertos (labios para besar y susurrar, para dejar marcas divertidas y rumores cómplices en la piel, en la que cubre la ropa y en la que no; y en la ropa misma) cubriéndose y ocultándose bajo las bases, polvos, lacas y carmines de una forma perfecta y mágica. Lo hace despacio, como una ceremonia íntima. Da la sensación de que se prepara para algo importante. Más tarde sabremos que se prepara para dejar de ser ella y convertirse en otra.
Sobre la cama descansa, extendida para evitar arrugas y dobleces que afeen la silueta, la ropa que no ha elegido ella: una camisa amplia de estilo masculino y un par de medias (por supuesto, negras). O quizá sean unos calcetines de esos largos, hasta por encima de la rodilla. Lo que es seguro es que no hay lencería.
Vuelve a observarse, esta vez en un espejo de cuerpo entero ya fuera del cuarto de baño. La mujer que aparece en el reflejo de metal pulido está completamente desnuda. Intenta verse con la mirada ajena de quien, supone y espera, está viniendo a verla. El roce de las medias o calcetines largos al desenrollarse ayuda. Cuando termina de ceñirse los elásticos a la altura de sus muslos sonríe satisfecha. Empieza a ser ella.
No podemos explicar cómo (ni siquiera ella puede), pero aquellas mínimas prendas acrecientan su desnudez y su alejamiento. “Así me ve”, piensa; “así me desea”, siente. Se echa la camisa por encima y los picos abiertos le besan la piel y la carne. “Así me acaricia”, y sus dedos (las uñas siempre lacadas) apartan los faldones y suben por la cara interna, desde el borde de los elásticos; una caricia larga, subiendo y subiendo – un ligero contacto –, los pulgares recorren la uve inguinal despacio, un par de veces, y al juntarse presionan sus labios ya levemente hinchados, que se separan con un ruido más húmedo del que esperaba. La mujer que se refleja en el espejo se contrae la boca complacida, en un gesto de media sonrisa; y la mujer que la observa adelanta un pie y apoya la punta flexionada sobre el suelo, como una bailarina, para contener el espasmo que la recorre, mientras arquea la lumbar.
Ahora solo es una mano la que se cierra atrapando todo su sexo, que ya desprende esa tibieza previa. Esto se lo debía a él, aunque nunca se lo iba a confesar. Fue la primera vez que le pidió que se dejara las medias, cuando la acabó estallando dentro un poco más a destiempo de lo que hubiera debido (el aullido en el hueco del hombro, los jadeos, las maldiciones). Entonces, sin decir nada, él abrió su mano y la agarró directamente y con fuerza, sin clavar los dedos, solo presionando y sacudiendo con movimientos preciosos, enérgicos. Y ella se incorporó de medio cuerpo, los ojos cerrados por primera vez en su encuentro y la boca muy abierta, gritando en silencio todo el placer que aquel extraño orgasmo le había proporcionado. Nada le había costado nunca tanto como callarse después aquel “vuelve a hacerlo por favor, vuelve a agarrarme” que la ardía por dentro y debajo del ombligo, justo en el centro de las caderas.
Por fin se ve, desde fuera, como si fuera él. El cuerpo encogido, ella retorciéndose. Las malditas medias o calcetines largos. Sabe que no es real, pero siente que podría llegar a mojarse hasta el codo. La presión que aumenta (se ve en las contracciones cada vez más rápidas de su antebrazo; el ruido orgánico y viscoso). No sabemos qué hace con la otra mano, pero ni siquiera a ella le importa. Las dos mujeres, la de la habitación y la del reflejo, se encuentran con los ojos. Ambas jadean, gorjeando para contenerse. Una no puede evitarlo. “Joder” y aunque susurra sabemos que tiene la voz grave. La otra responde con la misma voz, apenas modulada. Las piernas se juntan y a pesar de la mano que aprieta y se desliza, consiguen tocarse. “Joder las medias (o calcetines largos)”. De nuevo, el placer gritado en silencio con los ojos cerrados y la boca muy abierta.
Todavía con la camisa sin abrochar se lava las manos. Sonríe no solo por la sensación de hormigueo que sigue recorriéndole las piernas, si no porque imagina qué pensaría él si supiera lo que acaba de hacer. Por encima del lavabo se intuyen las bandas que le oprimen los muslos. Se las ajusta. Le van a encantar.
El teléfono suena mientras se abrocha los botones (automáticos) de la camisa. Se deshace la coleta y al ir a dejar la pinza que la sujetaba encuentra un pañuelo de tonos violeta, que se anuda a modo de improvisada diadema. Es una novedad, un atrevimiento, no estaba pactado. Pero el orgasmo que ya se disipa de su cuerpo la hace ser temeraria. Quizá funcione o quizá no; quizá pueda servir de algo o quizá tenga que quitárselo en breve para no romper la magia. Ella cree que servirá.
Tras arreglarse un par de mechones de pelo se mira por última vez, de soslayo, y sale de la habitación. Da tres pasos, quizá cuatro (uno, dos, tres; cuatro) hasta quedar detrás de la puerta justo cuando unos nudillos golpean suavemente.