Auge y caída de Joan Ranz

Vosotros posiblemente creéis que yo, Joan Ranz, soy el que escribe todas estas aventuras extrañas, que si pierdo el pene en una orgía, que si los zapatos me obedecen y me acabo follando a un maniquí, que si domino las nubes y casi muero asfixiado comiendo un coño, que si entro a buscar preservativos perdidos por vulvas laberínticas… Yo creo que no soy yo. Vaya, de hecho, estoy bastante convencido de ello. O al menos no soy yo el que tiene la voluntad de hacerlo. A mí, y así os lo tengo que confesar, me gustaría llevar una existencia menos agitada y poder descansar de vez en cuando de mis alocadas ficciones y no galopar por la vida como una atropellada criatura que no distingue ya entre lo acontecido y lo fantaseado, pero, como acaso te ocurra también a ti, sospecho que soy a la vez escritor y personaje y que he sido creado por alguien que a su vez ha sido creado por alguien que a su vez ha sido creado por alguien que a su vez ha sido creado por alguien, en una cadena interminable de metaficciones, de forma que la mano primigenia que redacta todas estas canalladas se inventa a unos individuos que a su vez conciben a otros sujetos y así sucesivamente, en un descenso interminable a las profundidades, como una pelota que cae por una escalera rebotando en todos los peldaños. En fin, presiento que no soy más que eso, como también vislumbro que existiré mientras tú me recuerdes y que moriré cuando me olvides.

Todo esto lo comencé a adivinar en el mismo instante en el que me puse frente a un papel en blanco. Aún sigo sin entender por qué lo hice, si es que esa fue mi voluntad. Ahora ya no puedo parar y de mis manos salen unos trazos de palabras, unas metáforas y unas situaciones que, sinceramente, no alcanzo a entender. Por supuesto, he hecho mis averiguaciones para descubrir quién mueve realmente los hilos. A lo largo de los relatos en los que he cobrado vida, si es que esa expresión puede ser válida tratándose de mí, he reflexionado acerca de mi esencia y mi propósito. Todo ha ido madurando en mi cabeza y me he vuelto más sensible a las señales que voy recibiendo y que la vida me va dando. Hace unas semanas reparé en la presencia de una misteriosa y hermosa mujer a la que me encontraba constantemente. La veía en el mercado, en la escalera de casa, a la salida del colegio de los niños, en un bar tomando copas, en las vallas publicitarias, en el teatro, en mi cama por las noches... “Demasiadas coincidencias, la casualidad no existe”, pensé yo. Deduje entonces que necesitaba seguirme y ver lo que yo hacía en mi vida diaria para poder describir mejor mi personaje, para darle verosimilitud y credibilidad y finalmente para hacerme hacer lo que hago. En definitiva, necesitaba información sobre mí. “Sin duda, ella es el primer eslabón de esta cadena de escritores y personajes, de este juego de espejos infinito. Y si la desenmascaro podré ser libre al fin”, concluí.

A partir de ese momento fui yo el que se dedicó a seguirla a ella constantemente, pero no sé cómo siempre se escabullía y yo perdía su rastro. Su capacidad para camuflarse era sobrenatural, podía adquirir los rasgos físicos más variopintos, unas veces era rubia, otra morena o pelirroja o alta o bajita o delgada o más fornida, con los ojos marrones o azules o verdes, a veces era joven, otras no tanto, el rostro redondeado o más afilado… En una ocasión estuve a punto de desenmascararla. La aceché por calles y callejones hasta que al final llegué a casa y la vi en mi cocina, se giró y con el rostro de mi esposa me dijo ‘¿has tenido un buen día en la oficina, cariño?’. Desconcertado, porque no sabía que yo estuviera casado, no me atreví a decir nada.

Fue en aquel momento cuando llegué a la conclusión de que necesitaba acabar con ella para liberarme, para conquistar mi albedrío, que sólo su muerte podría poner el punto final a este calvario de vida sin sentido, con esta angustiosa sensación de que todos mis tiempos verbales estaban siendo redactados por otra persona. Aquella tarde la volví a seguir por toda la ciudad hasta que finalmente la vi entrar en una decrépita biblioteca de barrio. La acosé por los pasillos hasta que finalmente la acorralé en la sección de libros de magia. Entonces me miró con los mismos ojos con los que tú me estás mirando ahora mismo y de su boca salió un leve gesto de fastidio, como aquellas veces que escribes algo y no te acaba de convencer y tiras el folio a la papelera. Me imaginé como un Sísifo en lo alto de la colina mirando resignado e impotente como la enorme piedra que había llevado hasta lo más alto comenzaba a caer de nuevo por la ladera. En aquel momento entendí que era yo el que estaba próximo a desaparecer y sospeché también que ni siquiera mi epílogo iba a ser original.

- “Para la próxima vez que te mate te prometo un final que no se haya escrito ya”, escribió ella.

Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.