Una historia de amor a.mi manera
Esta aventura comenzó cuando mi preservativo se quedó dentro de su vagina. Quizá debido a mi fogosidad, a un exceso de lubricación o a un defecto de fábrica, cuando extraje mi pene el profiláctico ya no estaba ahí, en su sitio. “¿Pero estás loco? ¿Cómo que dentro?”, me interrogó ella, con evidentes gestos de alarma y cierto reproche. La situación era delicada. Ella, casada y con urgencia por volver a casa en aquella noche loca. Yo, un amante ocasional. Nuestra cópula, furtiva, confidencial, prohibida. Por nuestras mentes seguramente pasaron imágenes de un posible embarazo, la hipótesis del aborto, el conflicto con el esposo, la reacción de sus familiares, las explicaciones que habría que dar… Puse una cara de no entender qué había ocurrido, pero rápidamente hice un gesto de llamamiento a la calma. Miré entre las sábanas de la cama por si hubiera podido caer ahí, pero no estaba. Le pedí entonces que me dejara introducir mis dedos en su vulva para buscarlo, pero por más que exploré por sus cavidades, pliegues y recovecos no apareció por ningún lado, ni siquiera cuando realicé una exploración más en profundidad pertrechado con una linterna frontal, unas gafas de bucear y unas pinzas médicas. “Voy a entrar a buscarlo”, le dije, armándome de valor. “Es peligroso, podrías no encontrar el camino de vuelta”, me advirtió ella, enigmática. Viendo que mi resolución era definitiva, me ofreció un ovillo de lana cuyo hilo yo tenía que ir desenredando a medida que me adentraba en su cueva para así poder encontrar luego la salida, una vez que hubiera recuperado el látex perdido. Así fue como me interné en el cuerpo de mi amada, entrando por su sexo, recorriendo entonces sus caderas, caminando por sus muslos, subiendo por su vientre, descansando en sus senos, acunándome en su boca, enredándome en su pelo, asomándome a sus ojos, palpitando en su corazón.
De vez en cuando me topaba con caminantes como yo, a los que acogía e intentaba hacer sentir cómodos. Normalmente compartíamos noches, iban y venían, pero no se establecían, desconozco la razón, quizás hallaban la salida o el propio cuerpo los expulsaba. También escuchaba voces del exterior que me incitaban a salir, que me prometían un rescate seguro. Las fui ignorando. Comencé a sembrar mis flores. También liberé a todos los pájaros de sus jaulas, al principio con cierto recelo, porque temía que no volverían, pero entonces vi que volaban libres y decidían permanecer más cercanos que nunca. Y encendí todas las luces, las canciones y las risas.
No sé cuánto tiempo deambulé por ese territorio, aferrado al hilo de lana. Hasta que un día entendí que mi suerte de minotauro encelado estaba echada o quizás, como ya se dijo en su día, que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Sabiéndome ya al fin amante y amado, en un último y definitivo gesto corté el hilo de seda que me garantizaba la salida. Y desde aquí os escribo estas líneas, desde este laberinto del que ya no deseo salir, en el que vago y divago, en el que doy sentido y respuesta a mis enigmas, a mis miedos y a mis dudas, en el que nunca estoy perdido porque todos los caminos conducen a ella.