Retrato de un amanecer
En pie, frente al caballete de pintura, el artista contempla a su amada modelo, su musa, su maja desnuda, recostada en su cama de tonos verdosos y blancos. Dibujando un ritual que comenzó hace ya mucho tiempo, cuando ambos eran dos almas en combustión, el artista traza sobre el lienzo una ofrenda de tinta, un homenaje a esa mujer a la que cada noche retrata en la quietud de su habitación, siempre en silencio ella, quizás a requerimiento de él, para evitar pérdidas de concentración que desbaraten aquel momento de inspiración. Ocaso tras ocaso, el artista bosqueja los rasgos y las formas de su estimada de la misma forma, tal y como la contempló por primera vez, con su pelo recogido, aunque ya hace tiempo que ella lo lleva largo y alborotado, con sus ojos de luna llena que ya sólo miran a un horizonte extraviado, con su sonrisa amplia, pese a que ya raramente la ve iluminada.El artista es fiel a su certidumbre, a su método, a su recorrido. Comienza por su silueta, entonces recorre sus piernas, sus caderas, sus pechos, su cabeza, su sexo, invariablemente en el mismo orden, senderos conocidos que jamás se bifurcan. Para el final siempre deja sus ojos y su boca, esa boca que permanece invariablemente muda, también esta noche en la que sólo le falta un trazo final, la comisura de sus labios, un gesto último para acabar de redondear la sutileza de este crepúsculo en el que el pincel vuela para acariciar el lienzo.
- “Tengo frío”, susurra ella
Alterado en lo más profundo por esa voz que rompe el relato, por esas palabras, las primeras pronunciadas, la mano del artista comete una desgarradora y descuidada pincelada, un brochazo inesperado, un tachón de tinta negra que parte de la boca recién dibujada y atraviesa la tela hasta salir por el borde derecho. El sonido de la madrugada se quiebra, como una de esas agujas de añejos tocadiscos que, cansada de seguir girando inexcusablemente por los mismos surcos del vinilo, busca el exterior, la huida, la fuga, la libertad. Y antes de que pueda frustrarse, compadecerse o maldecir, el artista ve, estupefacto, que la tinta se va escapando del cuadro por ese trazo suyo, por esa hemorragia recién esbozada, saliendo de los labios de su musa hacia ese boquete orientado al alba que se ha abierto en el borde del tapiz, en los confines de su cuadrado mundo hasta ese momento conocido, primero de forma titubeante, después resuelta y decidida, flotando y ondulándose por el aire fresco de la mañana, haciendo filigranas, luego colándose por debajo de la puerta cerrada, y fluyendo por calles, trenes, ciudades, casas, bares, lechos y cuerpos desnudos, hasta llegar a un viejo y soleado apartamento, donde otro artista, en pie, mirando fijamente a su lienzo frente a su caballete de pintura, contempla primero sorprendido, luego expectante y finalmente alborozado que un río de alegres colores y luminosas tinturas entra por un lado de su cuadro en blanco y se instala hasta formar la imagen de una mujer desnuda recostada en una cama.