En la madriguera del conejo
Sentado en un asiento de ventanilla de este tren veloz con destino a Madrid veo el paisaje pasar acelerado, los árboles, las casas, las personas, las situaciones duran apenas unas décimas de segundo, todo discurre ante mis ojos con una premura de vértigo, todo voluble, movedizo, incluso mareante. Buscando un asidero en el que reposar mi exhausta vista me fijo en las nubes, que se mueven lentas, con parsimonia, como invitándome a sosegarme, a imaginar, a soñar. Los cúmulos dibujan caprichosas formas y siluetas según el viento los acuna de un lado o del otro. Uno de ellos parece un conejito, blanco esponjoso. Se pueden ver claramente sus orejas largas, su hocico, su cuerpo como a la carrera, quizás le faltan las patas traseras para acabar de completar el dibujo, pero la estampa me hace sonreír porque en este preciso instante casi es un conejito perfecto. Poco a poco veo que la nube va cambiando y le empiezan a brotar unas patas traseras. Me maravillan estas casualidades, es todo tan aleatorio y azaroso en esta vida. El conejito ya tiene definidas perfectamente sus patitas traseras y corre a toda velocidad, pero a su lado otra nube está a punto de darle alcance. “¡Corre, conejito, corre, que te van a atrapar!”, le animo yo íntimamente desde mi ventanilla. Pero el otro cúmulo es veloz. Me fijo en él y veo la silueta de una niña, primero bastante desdibujada, pero después su contorno juvenil se va haciendo cada vez más claro e indudable. La niña corre detrás del conejito, que va mirando su reloj de bolsillo y diciendo no sé qué de que llega tarde, hasta que se mete en una madriguera al pie del seto. La niña duda un instante y acto seguido se mete también en la madriguera.Seguramente me he quedado amodorrado, pienso yo para justificar estas escenas quiméricas, pero no, no estoy dormido. Miro a mi alrededor con cierta alarma. Me imagino a todos los pasajeros del vagón mirando al cielo y señalando con el dedo en dirección al conejito y a la niña, pero no es así, el tren va casi vacío, desde donde yo estoy sólo diviso a una mujer sentada en el asiento de ventanilla de la siguiente fila, de cara a mí, de forma que nos podemos ver en diagonal. Pero ella no lo hace, está leyendo un libro. La imagen me excita. No puedo evitar fijarme en su pelo suelto, casi alborotado, sus rasgos de belleza cálida, sin maquillajes posibles, su piel tersa de felicidad, su rostro bañado en sonrisas, su cuerpo incitador, sus pechos que me atraen, su boca que me llama...
Inmediatamente aparto mi vista de ella, sería embarazoso que ella percibiera que la estoy mirando con este súbito deseo. Pensando en ella, vuelvo a mis nubes, a mis cúmulos. Veo que se reorganizan, que mutan sus formas y posiciones y que despaciosamente, pero sin pausa se agrupan hasta formar la silueta de la mujer del libro. Me sobresalto. ¿Qué está pasando? No se puede concebir tanta casualidad. ¿Soy yo el que está provocando esto? ¿Qué explicación tiene esto? Cúmulos cercanos se reorganizan hasta formar otra silueta. La mía. Entonces, es verdad, mis sospechas son ciertas, soy yo el que está transformando las nubes, soy yo el que tiene el súper poder de mover aquellos cielos y modificarlos a su voluntad. Admirado de mi recién aprendida capacidad, imagino lo que podría hacer con esto. Los granjeros me contratarían para provocar la lluvia, los veraneantes me pagarían para que el buen tiempo reinara en sus vacaciones, los parques de atracciones me ficharían para sus espectáculos aéreos, los bancos me llamarían para avergonzar a los morosos, saldría en la tele, los elogios, la riqueza, la fama…
Pero eso será otro día, lo que me apetece ahora mismo es hacer algo divertido, alguna travesura, y entonces pienso en jugar con esa mujer nube, a la que hago agacharse para que mi falo erecto entre en su boca. Cojo su cabeza con mis dos manos y la agito de delante a atrás con ritmo constante para buscar mi orgasmo, mientras ella se traga mi miembro con ciertos gestos de protesta, quizá porque no puede respirar o porque se atraganta. Entonces me doy cuenta de que, irresponsable de mí, miles de personas en kilómetros a la redonda podrían estar viendo ahora mismo esta ignominiosa felación en las nubes, gente apuntando con su dedo al cielo, policías investigando quién es el responsable de este sindiós, madres tapando los ojos a sus hijos, jóvenes enfocando con sus teléfonos móviles para petarlo en sus redes sociales… Aparto rápidamente mi vista de las alturas y casi sin querer la miro a ella. Aún tiene el libro abierto en las manos, pero ha dejado de leer. Me está mirando fijamente y una mueca en su boca quizá me da a entender que no le desagrada el juego, pero también intuyo un cierto reproche hacia mí. Me ruborizo, porque sospecho que ella sabe lo que he estado haciendo, lo que he estado pensando de ella, es posible que ella misma se haya visto allá arriba, en el cielo, amorrada el falo de un desconocido sin comerlo ni beberlo. Me siento íntimamente arrepentido por haberla utilizado de esta forma, sin su consentimiento o su aprobación. Ella me sigue mirando y yo aparto la vista, quiero evitar esta situación embarazosa y vuelvo a mis nubes, que ojalá se hayan ya disipado. Pero no, ella y yo seguimos ahí en el cielo. Me concentro en mi súper poder y trato de pensar, no sé, en el conejito de antes, pero las nubes ya no responden a mi llamada. Lo intento una vez más, pero está claro que he perdido el control del firmamento, que yo ya no soy el que dibuja la realidad. ¿Pero entonces quién lo hace?
Los cúmulos comienzan a moverse y entonces mi silueta se agacha, encaja su cabeza entre las piernas de ella y comienza a lamerle la vulva. Protesto íntimamente, esa no es la postura en la que yo estoy pensando. Ella arranca a gemir, aprieta mi cabeza con sus muslos, mi lengua recorre su clítoris, sus labios y entra en su vagina, ella empieza a gritar de placer, agarra mi cabeza con sus dos manos y comienza a moverla de arriba abajo, apretando fuerte hacia dentro, me cuesta respirar, mi lengua comienza a dolerme, ella usa mi cabeza como si fuera un consolador gigante, arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo, cada vez más rápido, cada vez más cerca del clímax, cada vez sale más líquido blanquecino, que ya tengo por toda mi cara, que me voy tragando, ella aprieta mi cabeza hacía su interior aún más, ya no puedo respirar, me estoy ahogando, no puedo evitar pensar en la vergüenza que me dará morir de esta forma, asfixiado por un coño devorador, me imagino a mis amigotes de la oficina, ‘este Ranz siempre fue de buen comer, nunca se dejaba nada en el plato’, dirán entre risotadas ante mi tumba, ella agita mi cabeza con desesperación mientras grita y jadea y su cuerpo se agita a mil por hora, como poseído por todos los demonios, me frota como si yo fuera una fregona, me empala como si yo fuera un cajón que no cierra bien, me sacude como si yo fuera una camiseta recién salida de la lavadora que estás tendiendo y quieres evitar planchar, busco zafarme, salir de esta madriguera de conejo en la que yo mismo me he metido, pero no puedo, no puedo más, me asfixio, me ahogo, no puedo respirar, no puedo respirar, no puedo respirar…
No me atrevo a moverme. Sigo entre sus piernas, mi boca, toda mi cara inundada por su placentero néctar, ella, satisfecha, dichosa, colmada, ha liberado ya mi cabeza, sus músculos se destensan, de vez en cuando un espasmo, después la calma, la quietud… Respiro buscando aire desesperadamente, aparto mi vista del cielo, de las nubes, y la busco en el tren, todavía me sigue mirando fijamente a los ojos, aún tiene el libro abierto, veo en la cubierta una ilustración de un conejito corriendo y una niña. Entonces, por primera vez, me lanza una sonrisa, quizá de complicidad por lo que acaba de pasar, quizá un pequeño tirón de orejas para recordarme lo que puede ocurrir si utilizo a otra persona en los sueños sin pedir permiso, quizás para dejarme claro que ese súper poder que creo tener no es nada comparado con el suyo o quizá, simplemente, para advertirme de que vemos sólo una capa de realidad, pero si miramos bien, tras un fino velo, encontramos muchas otras en las que la verdad y la fantasía son, de hecho, la misma cara de la misma moneda, que no hay otras nubes, pero sí hay otros ojos, que entre lo corpóreo y lo invisible tan sólo hay una mirada de distancia. Y, entonces, aparta la vista de mí y vuelve a la lectura de su libro.