Olor a nada
Él apoyó la frente en su vientre, justo debajo del ombligo. Los ojos cerrados y los labios muy cerca del inicio de su sexo, apenas sin rozar la piel. Respiraba lenta y pausadamente, llenándose el fondo opaco de los párpados de imágenes de otro cuerpo, de otra desnudez, de otro rostro. El olor empezó a embriagarle. Era un aroma sutil, imperceptible. Olor a piel, a noche, a nada. Olía a nada, y se lo dijo. “Hueles a nada”. Ella lo miraba de pie, junto al borde de la cama donde él estaba sentado. Lo miraba desde la distancia, con los ojos de la mujer que realmente era, desnuda e inmóvil, sin saber qué hacer o qué decir, sin saber qué mujer debía fingir ser. Por eso se quedó silenciosa y quieta, dejando que el hombre la condujera hacia el borde de la cama, apoyara la frente contra su vientre, recorriera con sus dedos el perfil de sus caderas, abriera su carne y dijera, en voz muy baja, que olía a nada.- ¿Significa que no tengo olor ni aroma?
El hombre negó muy despacio, sin despegar la frente del cuerpo de ella.
- Hueles a nada. Otras personas huelen a sudor, a jabón, a los perfumes y detergentes que usan. Tú hueles a nada, ese es tu olor.
Ella separó suavemente su cuerpo, y se inclinó acercando su rostro al de él. Intentó que su susurro resultase erótico, provocativo. Que la insinuante oscilación de su anatomía despertarse el deseo del hombre, ayudándose de sus dedos, curtidos en trazar rumbos en otras pieles. Llevar aquel encuentro al viejo terreno conocido. Al menos allí sabría qué hacer y qué decir. Cómo y cuándo gemir, dónde arañar. Quién de todas ser. La infalible mentira con sus reglas marcadas.
La luz indirecta del cuarto de baño proyectaba rectángulos de color anaranjado sobre el suelo y la pared. Dejó correr el agua del grifo para que se enfriara lo máximo posible, antes de enjuagarse la cara y el pecho. Ella le oía resoplar desde la cama, donde seguía tumbada, desnuda, observándose. Su mirada se deslizó por sus piernas, por su vientre, por su escaso vello púbico. Observó sus manos, las uñas lacadas, los brazos extendidos. Se llevó los dedos al rostro, aspirando. Huelo a nada. No es que no tenga olor, es que huelo a nada. Se incorporó sentándose al borde de la cama, arrastrando la sábana para cubrirse la boca y la nariz e inhalarlo. A medio vestir, se inclinó para oler la huella que su cuerpo había dejado en el colchón y la almohada. Su lado huele a hombre, a piel masculina, a gotas de sudor. Al olor ácido del sexo. Pero mi lado…
Llegó a su casa. Delante del espejo que reflejaba su cuerpo entero, volvió a desnudarse para comprobar si su aroma era el de nada. Aspiró dentro del montón caótico que había formado su ropa en el suelo. Volvió a olerse sus dedos, aspiró entre los mechones de su pelo e incluso levantó un brazo e inclinó su rostro hacia su axila. Recordó el olor de los hombres para quienes había sido infinitas mujeres diferentes. Había olores intensos y suaves. A piel o a ropa bañada en colonia. A geles de baño con millones de fragancias diferentes. Ellos siempre tenían un aroma fuerte y seco, intentaran disimularlo o no. Y siempre se intensificaba después de mentirles, cuando el aire se cargaba de los olores acres y penetrantes que emanaban de forma poderosa inundando el ambiente.
Recordaba el aroma, hace mucho tiempo evaporado, de uno de aquellos hombres que tanto necesitaban sus mentiras. Nunca logró identificar cuál era ese olor. Tan solo recordaba que la cautivó tanto que la mujer que hacía de ella aquella vez bajó la guardia, el tiempo suficiente para que su verdadera ella, sin pensar ni medir, le pidiera aquel hombre que le regalara su camisa. Me gusta mucho como huele, fue lo último que dijo antes de que la mujer que hacía de ella volviera a controlar la situación y contuviera, sin una sola señal externa, la oleada de pavor y arrepentimiento que comenzaba a abrasarle por dentro. Y mientras pensaba que cualquier excusa o disculpa sonaría ya ridícula o estúpida, él sonrió y dijo sí, claro. Puedes quedarte con la camisa. Y ella murmuró un gracias que apenas se oyó y no pudo volver a mirarlo a la cara. Ahora ella usaba esa camisa, tan holgada que le llegaba a las rodillas, cuando el mundo no necesitaba sus mentiras y la línea de supervivencia la marcaba el umbral de la puerta de su casa.
Después de inspeccionar su cuerpo desnudo delante del espejo, se dio una ducha larga, frotando fuertemente la esponja sobre su piel, que se enrojecía a cada pasada. Fuera maquillaje, fuera marcas, fuera cada centímetro de esa otra mujer que había fingido ser. Sin embargo, por mucho que frotara y por mucho que el agua caliente le abrasara la piel, no conseguía desprenderse de aquel nombre que él había dicho que era el suyo. Volvió frente al espejo, acercándose hasta que su rostro quedó muy cerca. El vapor que lo había empañado distorsionaba el reflejo. Y allí, muy cerca de su imagen borrosa, con el pelo húmedo pegado a la cara, ella repitió aquel nombre que no era el suyo, ni era el de la mujer que había fingido ser. Después, volvió a incorporarse y descubrió que estaba extrañamente excitada. Su sexo estaba escandalosamente hinchado y húmedo. Deslizó sus dedos, lo que le provocó un espasmo de placer. Intentó concentrarse y descubrir qué era aquello que la excitaba de aquella manera, y no puedo encontrarlo. No estoy pensando en nada. Solo me he duchado, como todos los días. Y mírame, estoy empapada. Consiguió llegar a la cama a trompicones (los gemidos contenidos y el roce frenético) antes de que el último espasmo la trajera algo de calma. Lentamente pudo retirar su mano. Con los ojos cerrados, acercó a su rostro los dedos manchados de sí misma y volvió a aspirar con fuerza. Maldita sea. Huelo a nada.
A quien no sabe a nada