Lluvia y frio vital
Lluvia y frio vitalVivimos en el mismo portal, pero solo te conozco de vista, varias veces nos hemos cruzado en el ascensor, muchas veces vas sola y otras te acompaña tu marido. Solo, por educación, hemos intercambiando algunas palabras y frases hechas: “Buenos días”, Buenas tardes”, “Vaya frío”, “parece que el tiempo está cambiando” y lacónicos monosílabos como respuesta: “sí”, “no, “ya”.
Sé que vives encima de mí, en el cuarto, lo sé por las constantes broncas que tienes con tu marido, más bien son monólogos, porque tú no dices nada, solo escucho la miríada de reproches de tu marido por variados asuntos: las facturas, la comida, las vistas a tus padres… Me provocan mucha pena, porque debe ser insoportable vivir así, al lado de una persona que lo único que te ofrece es desprecio y reproches. Y a mi cerebro acude involuntariamente la pregunta ¿Cómo una persona puede acabar aceptando como una vida digna tanto reproche, ningún afecto? La respuesta que me da mi propio cerebro es el miedo. El miedo a romper con tu vida y empezar de cero, el miedo a reconocer el fracaso de tu matrimonio, el miedo al qué dirán tus padres, el miedo al qué comentarán los demás familiares, el miedo a los chismorreos de los amigos, los compañeros de trabajo.
Pero pongo freno a mis divagaciones, ya estoy juzgando a las personas y no me gusta, cada uno tenemos nuestras neurosis, miedos, dudas…, a lo que se añaden los condicionamientos sociales que, con el paso de los años, inconscientemente, van configurando, lastrando y acabando con nuestros ideales, deseos. Somos don Quijotes, llenos de sueños por cumplir, pero Sancho –las convenciones sociales, la comodidad, el paso del tiempo, nos va volviendo cuerdos, nos cura nuestra locura -nuestras ganas de disfrutar y realizar nuestros deseos, aspiraciones vitales-, para finalmente matarnos sigilosamente de rutina, aburrimiento, conformismo, desilusión.
Hoy es sábado, son las nueve de la mañana, me dispongo a bajar al trastero para coger mi bicicleta y hacer una ruta, como todos los sábados por la mañana, es mi manera de eliminar el estrés y el cansancio mental del trabajo por la semana. Salgo de casa, llamo al ascensor, tarda unos segundos y se abre. Te tengo ante mí. Saludo educadamente, tú me devuelves el saludo, con una voz apagada, mirando al suelo. No puedo evitar fijarme en ti, tu mirada perdida, clavada en el suelo, tu voz suena a melancolía, hastío, rictus serio. Me da pena, sé que no eres feliz. Calculo tu edad, seremos aproximadamente d la misma edad, me apena pensar que todavía te pueden quedar otros cuarenta años de sufrimiento, de dolor, de falta de cariño…
De nuevo mi cerebro vuelve a juzgar, no quiero me digo, ahora que soy consciente de esos pensamientos. Me fijo en ti, eres una chica atractiva, tienes un pelo castaño rizado que te llega por los hombros, unos profundos ojos marrones a juego con tu cabello. Una nariz pequeña, recta, unos labios carnosos, realzados por el carmín rojo, una cara redonda y unas orejas pequeñas que tapan tus rizos. Tu blusa y pantalón vaquero dejan entrever una figura con curvas, unos pechos un poco caídos pero exuberantes, caderas anchas, nalgas prominentes y unas piernas proporcionadas fuertes proporcionadas a tu altura, calculo a ojo, que debes medir uno sesenta cinco, centímetro arriba o abajo, descontando los cinco o seis centímetros de tus zapatos.
Tú te bajas en el cero. Nos despedimos con un lacónico y formal “hasta luego”. Yo bajo al menos dos. He llegado a casa cansado, pero feliz después de cinco horas de libertad sobre mi bicicleta perdiéndome por parajes solitarios donde se oye el cantar de los pájaros y la paz del silencio, alejado del mundanal ruido de la ciudad. Me he duchado, he comido. A continuación una siesta reparadora, he continuado con la lectura del último libro de Javier Cercas, he visto dos capítulos de la serie El hombre en el castillo. Ya son las nueve, me preparo, ya que a las diez he quedado con unos amigos para cenar y luego irnos a tomar algo.
Después de una copiosa y agradable cena llena de risas con las anécdotas de la semana, nos hemos ido a tomar algo a un pub muy famoso de Oviedo, donde ponen música de los años 80, con gente de nuestra edad o un poco mayores, todos frisamos los cuarenta cinco o cincuenta. Me he girado y me ha sorprendido verte entrar en el bar con unas amigas. Pareces otra, por primera vez te veo sonreír, estás hablando alegremente con tus amigas. Nos saludamos con la cabeza. Tú te vas al fondo con tus amigas, pedís una copa y bailáis al ritmo de la música.
Aunque estoy atento a lo que dicen mis amigos no puedo evitar cada cierto tiempo observarte. Pareces otra mujer, no eres la apagada difuminada y melancólica mujer del ascensor, sino una apasionada y feliz bailarina, iluminada y encendida por la música y las risas que te echas con tus amigas.
Cuando noto que nuestras miradas se cruzan procuro al poco retirar la mía, no quiero que pienses que te estoy observando, controlando, no quiero estropear tu noche de felicidad, de libertad. De repente uno de mis amigos nos pide que vayamos al fondo, ha visto a unas chicas que han llegado hace cinco minutos y están bailando cerca de donde danzas y ríes tú. Me parece una gran idea, puede ser una disculpa para acercarme a ti. Nos vamos al fondo, posamos las chaquetas. Con disimulo ocupo el espacio más cercano a ti, nos rozamos y aprovecho para saludarte, tú me devuelves el saludo por primera vez acompañado de una sonrisa, que dibuja la comisura de tus labios y muestra unos bonitos dientes blancos. Te comento que es raro verte por aquí, me dices que sales poco, cuatro o cinco veces al año, cuando os juntáis el grupo de amigas y salís a cenar, a tomar algo y bailar.
Decido iniciar el cortejo, no tengo nada que perder, tu marido no me cae bien y tú eres bonita y ahora que te has abierto y mantenemos un diálogo fluido, me resultas simpática y agradable. Pareces otra mujer, no queda rastro de la triste y afligida figura del ascensor.
Hablamos y reímos, incluso llegamos a bailar al ritmo de Alaska y Dinarama, Los Suaves, Los Secretos, La Guardia, Duncan Dhu, Celtas Cortos… El tiempo pasa volando, sobre todo, cuando uno lo está pasando bien y en buena compañía. Aprovecha el momento, que pronto será un mero recuerdo, que por ser recuerdo provoca más dolor, porque ya no volverá, solo será recreación, imagen de mi cerebro y solo vivirá en este escrito, porque no quiero olvidarlo, quiero tenerlo vivo en el nostálgico rincón de la memoria.
Me has presentado a tus amigas, os conocéis desde el colegio y seguís manteniendo vuestra amistad, aunque cada vez os cuesta más reuniros: obligaciones familiares, trabajos en diferentes ciudades de distintos lugares de España, pero en vacaciones o puentes os juntáis y salís para pasar una buena noche y aprovechar para contaros vuestras peripecias vitales.
El bar está a punto de cerrar, ya son las cinco de la mañana. Decido jugármela, ahora o nunca, te pregunto si vas para casa cuando cierren o te vas a otro sitio con tus amigas. Me contestas que no, que ya es tarde, que tus amigas tienen hijos y deben levantarse pronto. Me ofrezco a acompañarte a casa, y me dices que sí, así no bajas solas y tus amigas pueden irse al parquin, coger el coche e irse a sus casas. Tus amigas murmuran se ríen y te hablan al oído cuando se despiden de ti. Una se acerca y me dice cuídala bien y que llegue sana y salva a casa mientras me guiña un ojo.
Tenemos veinte minutos andando hasta nuestro portal, te digo que, ahora que he hablado contigo resultas muy simpática y agradable. Tú me respondes que también yo lo soy, que te has reído mucho con mis comentarios jocosos –siempre he pensado, que la risa es la mejor arma para seducir-. También destaco lo bien que bailas, tienes muy buen estilo, no como yo, robot moviéndose sobre un suelo encerado. Te vuelves a reír y me dices que soy un exagerado.
Es ahora o nunca, te lo digo: ·”estás todavía más guapa, cuando te ríes, tu sonrisa, serpiente encantadora, es muy atractiva, me acerco a ti, tú no te apartas y te beso. Tu boca no se opone sino que se abre y tu lengua busca mi lengua y nuestros labios se juntan. Estamos llegando al portal, te pregunto si quieres venir a mi casa, me dices que te gustaría. Entramos en el portal, llamo al ascensor, entramos y volvemos a besarnos. Cómo puede cambiar la vida en unas pocas horas, qué caprichosa la diosa Fortuna. No hace veinticuatro horas una pared de melancolía, tristeza se interponía entre nosotros dos y ahora nuestros cuerpos se tocan y se juntan como las aguas del rio que desembocan en el mar.
Entramos en mi casa y te llevo a mi habitación. No puedo negarlo, el placer es doble: por un lado, el poder disfrutarte; por otro, que el ogro y salvaje de tu marido duerme plácidamente un piso más arriba, ajeno a nuestro gozo. Nos besamos, nuestras lenguas trazan todas las figuras imaginables, acaricio tu pelo y tu cuello.
Mientras nos seguimos besando, te quito el vestido azul que se ajusta a las curvas de tu cuerpo y tú me quitas mi camisa y camiseta. Me pongo detrás de ti y empiezo a recorrer tu cuello con mi lengua y mi boca y lo soplo ligeramente, mientras una ligera sonrisa se dibuja en tu cara. Desabrocho tu sujetador y empiezo a acariciar tus pechos, tus bonitas aréolas marrones y tus pequeños pezones. Y tú correspondes con tus manos recorriendo mi cara. Mi pene va creciendo y roza con tu culo. Te doy la vuelta y te echo sobre mi cama, empiezo a recorrer tus pechos con morosidad, probándolos y libándolos, me entretengo en tus pezones, que empiezan a ponerse duros y florecen a medida que aumenta tu deseo sexual.
Mis manos están apretando ligeramente tu monte de Venus, y suben y bajan por él. Las tuyas responden en mis pectorales y van bajando hacia a mi pene y empiezas a acariciarlo. Bajo por tu cuerpo y la próxima parada son tus muslos, que empiezo a besar y succionar con suavidad, noto como se contraen y se ponen duros. Te quito tu elegante braga negra y mis dedos empiezan a acariciar tus labios vaginales, con constantes subidas y bajadas por sus perfiles. Empiezo a notar la humedad de tu vagina, lo que me indica que es hora de que mi lengua asalte tu sexo. Empieza por tus labios vaginales y, a medida que se va dilatando, penetra en tu vulva, que lamo con suavidad. Mis dedos buscan tu clítoris, encuentran su rugosidad y empiezan a acariciarlo con delicadeza. Noto los pequeños espasmos que recorren tu cuerpo, señal inequívoca de que estás disfrutando, lo cual se ve refrendado por los primeros gemidos ahogados que salen de tu boca.
Me pides que te deje jugar con mi pene, los grilletes de tu deseo reprimido, de placer reprimido se van aflojando hasta desaparecer. Decidida, empiezas a lamerlo a chuparlo y a agitarlo con tus manos. Cada vez estoy más excitado, sobre todo al ver que tu cara me mira mientras lo lames.
Te levantas, te sientas encima de mí y con tus movimientos de cadera vas acoplando tu sexo al mío, y empiezas a moverte rítmicamente para que mi pene penetre bien en tu vagina, quieres sentirlo muy dentro de ti, como s fuera otro órgano de tu cuerpo. Yo sigo jugando con tus pechos y pezones. Me incorporó y vuelvo a besarte en el cuello, sin dejar que el ritmo de tu cuerpo desacelere. Eres pequeña, así que no me cuesta levantarme y tumbarte en la cama. Ahora soy yo el que quiero estar encima.
Cojo tus dos piernas y las colocó sobre mis caderas, quiero que mi pene llegué hasta el fondo y roce con tu clítoris. Tus manos acarician mis pectorales y, posteriormente, se agarran a mi espalda. Los dos nos miramos y se nos escapa una sonrisa nerviosa, veo el deseo y la pasión en el brillo de tu mirada, comienzo a aumentar el ritmo, sé que no tardaremos mucho en llegar al orgasmo, los primeros espasmos que recorren mi espalda y tus movimientos involuntarios así lo anuncian.
Noto como mis conductos seminales se van llenando, trato de aguantar lo máximo posible, respiro hondo, pero mi suelo pélvico acaba cediendo el semen, como torrentera invernal, sale disparado y choca contra el preservativo. Saco mi pene de tu vagina y vuelvo a besar tu cuello y boca. Me acerco a tu oído y te digo que estás muy bonita, sobre todo con esa sonrisa que muestra tus blancos dientes.
Ya está amaneciendo, me dices que tienes que irte, que no quieres llegar tarde a casa, que tu marido controla a la hora que sueles llegar y no quieres tener problemas. Te beso por última vez. Te vas al baño, te vistes, sales, nos volvemos a besar y te despides. Antes de acostarme miro a través de la ventana, el sol empieza a desperezarse en el horizonte, no hay ninguna nube; parece que hoy hará un buen día. Es domingo me levantó a la una, ya que tengo comida en casa de mis padres. Me ducho, me preparó, salgo de casa, cojo el coche y a las dos y media ya estamos comiendo. Como hace buen tiempo, sol y veinticinco grados, llamo a un amigo y quedamos en una terraza. Nos reímos hablando de lo divino y lo humano. A las ocho regreso a casa.
Son las ocho y media, ya estoy en casa, me cambio de ropa y me dispongo a leer en el sofá el último libro de Javier Cercas, Independencia. De pronto, oigo otra vez los desagradables gritos de tu marido, sus reproches, su desprecio, su odio que convierte en palabras hirientes. Pongo música clásica, no quiero volver a juzgar, trato de frenar a mi cerebro centrándome en la lectura.
Son las once y media me voy a la cama, mañana es viernes y hay que madrugar para ir al instituto a trabajar, tengo la primera clase a las ocho y media. Salgo de casa, llamo el ascensor, a los diez segundos llega a mi planta y se abre, me encuentro contigo y tu marido. Saludo con un lacónico y educado “buenos días”, devuelto con otro seco “buenos días”. No puedo evitar fijarme, los dos estáis mirando al suelo, rictus serio y una inquebrantable muralla de treinta centímetros, hecha de hastío, frustración, desilusión y rencor os separa. Llegamos al cero y salimos del ascensor, abro las puerta y os dejo salir, me dais las gracias y como autómatas empezáis a subir por la cuesta. El tiempo ha cambiado, fuera del ascensor también llueve y hace frío. Me abrocho el abrigo y abro el paraguas, empiezo a tararear una canción, no quiere dejar a mi cerebro juzgar. Ya es irónico, hoy me toca explicar a mis alumnos el romanticismo.