Locus amoenus
Era uno de los pocos días de verano que se dejan caer de vez en cuando por nuestra tierra asturiana. Quería aprovechar el día, así que madrugué, hice las diferentes tareas de la casa y a las once ya me encontraba dentro del coche, camino de la playa, había decidido irme a la playa de Verdicio.El espectáculo era maravilloso un cielo azul que en el horizonte se confundía con el azul del mar; un sol amarillo como el trigo en sazón en julio calentaba y bronceaba los cuerpos de los que lo tomaban, paseaban o jugaban en el arenal.
Como siempre, siguiendo mi ritual, comencé a pasear a la orilla del mar acompañado por la música de mi Ipod. De repente, unos voces llamaron mi atención, eran cuatro mujeres, que se reían mientras colocaban su toalla y acotaba su parcela en la playa. Su algarabía demostraba que estaban contentas. Disimuladamente me estuve fijando en ellas y una me llamo la atención, no dejaba de sonreír, mostrando una dentadura blanca y unas arrugas en las comisuras de los labios que llamaron mi atención. No era ni la más alta, ni la más delgada, ni la más hermosa, pero su perenne sonrisa, sus curvas, siempre me ha gustado la mujer renacentista, natural, con sus carnes, sus curvas y su talla cuarenta y dos.
Pude fijarme un poco más en ella, ya que decidieron pasear también por la orilla del mar. Me acabó de gustar su pelo castaño, ensortijado, que dibujaba una miríada de bucles y caía por ambos lados de su cara; sus ojos eran del color de la miel, grandes y brillantes. Su cara redonda le daba un aire de querubín. Ella no dejaba de sonreír y reírse con sus amigas mientras charlaban y paseaban animadamente junto a la orilla del mar y mojaban sus pies con el agua para refrescarse.
Seguía con mi ritual y, aunque me hubiera gustado seguir gozando de su vista, decidí ir a bañarme. Ese día, extraño en la playa de Verdicio, no había casi olas, lo que permitió nadar y adentrarme mar adentro sin peligro. Tras veinte minutos nadando decidí salir del agua. Sin lentillas ni gafas, la verdad que soy un topo, así que solo veía el azul del mar y figuras desenfocadas, pero a medida que me acercaba a la orilla pude distinguir las siluetas de las cuatro chicas, tres ya se habían zambullido al agua y se reían de otra que no se atrevía a meterse, ya que entre una risa nerviosa, afirmaba que el agua estaba muy fría. Me acerqué un poca más y pude ver que era la chica alegre y bonita que había llamado mi atención.
El agua no había enfriado mi ánimo, así que me decidí y me acerqué a ella. Me la iba a jugar o empezaría a charlar con ella o me echaría de allí por descarado y atrevido. La salpique y le dije: “¡venga, mujer, que es solo al principio! el agua está muy buena. Tú con esa sonrisa cautivadora me rogaste que por favor no te salpicara. Ante tu reacción positiva, me anime y me acerque a ti y te amenace o te tiras o sigo salpicando más agua. Tú, me dijiste que vale, que te zambuillirías en el agua, pero que, por favor, no te salpicará más. Noté como tus amigas se reían y murmuraban.
Cumpliste tu promesa y te lanzaste al agua. Yo ya iba a salir del agua, cuando te dirigiste a mi: “no irás a irte ahora, como buen caballero deberías acompañarme en el baño”. No me lo pensé dos veces, a pesar de que mis dedos arrugados indicaban que ya había pasado demasiado tiempo en el agua, decidí a acompañarte. Te presentaste, me llamo Lucia y estás son mis amigas, Ana, Marta y Sonia. Encantado- respondí, yo soy Carlos. Estuvimos nadando y hablando de cosas triviales un buen rato. Tu sonrisa no se borraba de tu boca y cada vez me sentía más atraído por ti.
Tus amigas decidieron dejarnos solos y salieron del agua, con la disculpa de que querían aprovechar para tomar el sol y secar sus bikinis. Se habían dado cuenta de lo nuestro no era una simple conversación. Nos quedamos los dos solos. Más de cerca pude admirar tu cuerpo, tenías unos pechos grandes, un poco caídos, realzados por el sujetador del biquini. Tenías unas nalgas muy bonitas y unas piernas blancas, fuertes, pero que dibujaban perfectamente tus gemelos y terminaban en unos bonitos pies donde que terminaban en cinco pequeños dedos, con unas uñas muy cuidadas pintadas de rojo.
Conozco muy bien la zona y sé que al lado de la playa de Verdicio, hay dos pequeñas calas, la Aguilera y la Aguilerina, esta última es una playa nudista, muy poco frecuentada. Asi que me arme de valor y me decidí y sin pensarlo te pregunte: si querías que secáramos nuestros cuerpos en la playa que está aquí al lado, es nudista y no hay casi nadie, hay que aprovechar el espléndido día de calor que tenemos hoy. Tú guardaste silencio durante un rato. Pensé que mi aventura erótica se iba a terminar con un rotundo no; pero la sonrisa volvió a tus labios y me dijiste que sí, que te parecía muy buena idea.
Mientras tu hablabas con tus amigas y te despedías, yo aproveché para ir a la toalla, revolví entre mi cartera y disimuladamente cogí la caja de preservativos. Luego fui a tu encuentro, saludé a tus amigas y nos dirigimos hacia la cala de la Aguilerina. Para acceder a ella había que ascender por un pequeño sendero que ascendía para luego bajar y que comunicaba las dos playas.
Efectivamente no había nadie. Yo me quite el bañador y lo dejé sobre una roca; tu hiciste lo mismo con el sujetador y la braga de tu bikini. No pude dejar de fijarme en tu bonita barriga con unos pequeños michelines gráciles que resaltaban la belleza de tu monte de Venus, afeitado, que dejaba adivinar tu sexo.
Empezamos a pasear por la playa, primero fue una conversación trivial, pero luego tomó tintes picantes y eróticos. Tú no rehuías ninguna pregunta. Cuando nos acercábamos a la roca donde habíamos dejado la vuelta intenté besarte. Tú no opusiste ninguna resistencia y me señalaste el pequeño y cuidado prado que había al lado de la playa. Yo cogí la caja de los preservativos y nos acomodamos sobre el verde.
Empezamos a besarnos, nuestras lenguas se abrazaban y nuestros labios se rozaban. Después bajé hasta tu cuello y comencé a besarlo y a susurrarte al oído lo guapa y agradable que eras. Tú te reías y tu sonrisa me excitaba aún más. Mis manos descendieron a tus seños y empezaron a jugar con ellos, luego mi lengua acompañó a mis manos y empecé a lamer y chupar tus aréolas y tus pezones, que iban floreciendo y endureciéndose, mostrando también tu excitación. Tu correspondiste con tus manos en mi espalda y fueron bajando hasta mis nalgas.
Cuando tus pezones demostraban tu excitación, baje con mi lengua hasta tus inglés y mi mano derecha recorría y presionaba ligeramente tu monte de Venus. Poco a poco me acerqué a tus labios vaginales, estaban húmedos, mi lengua y mis labios acabaron de mojarlos y pude llegar a tu vulva. No me hizo preguntarte si te gustaba, tus jadeos lo aseguraban. Mis dedos empezaron a entrar en tu vagina hasta llegar al clítoris para acariciarlo con suavidad. Mientras seguía enredado en tu vagina, comenzaste a agitarte y a jadear y me pedías que siguiera así. Continúe masturbándote hasta que al final tuviste tu orgasmo que se manifestó por tus flujos y por el espasmo que recorrió tu cuerpo.
Te pusiste sobre mí y con tu lengua y boca recorriste mi pecho, mi barriga y llegaste hasta mi pene. Lo empezaste a besar y a chupar con suavidad. Tu lengua era el fuego en que se abrasaba mi deseo. Cada vez estaba más excitado y tu seguiste jugando con mi pene, acariciándolo, besándolo y chupándolo.
Mientras mis manos jugaban con los rizos de tus pelos y acariciaba tu cabeza. Me preguntaste si tenía preservativos y te dije que sí. Había cogido la caja de mi bañador, abrí uno y tú me lo pusiste. Te pusiste encima de mí y con sensuales movimientos de cadera, mi pene iba penetrando cada vez más en tu vagina. Sentía como se acoplaban y los dos comenzamos otra vez a jadear, cada vez más excitados. Tus movimientos cada vez eran más rápidos, y llevaste mis manos a tus pechos, yo los tocaba y frotaba tus pezones. Los jadeos de placer cada vez se sucedían entre intervalos temporales más pequeños. Un escalofrío recorrió nuestros cuerpos y alcanzamos el orgasmo y, como no, tu sonrisa hipnótica volvió a aparecer para acabar de volverme loco.
Volvimos a jugar con nuestras bocas, lenguas y caricias, así, poco a poco nos fuimos relajando. Volvimos hasta las rocas, nos vestimos y volvimos a la playa de Verdicio. Te dije que no muy lejos de allí, cerca del Cabo de Peñas, había otra playa, que casi nadie conocía, llamada La Cabaña y que me gustaría mostrártela otro día. Tú, con tu eterna sonrisa, me dijiste que te encantaría. Llegamos a donde estaban tus amigas, tu cogiste un bolígrafo y un trozo de papel y me lo entregaste. Me despedí de ti y de tus amigas. Cuando llegué a la toalla, abrí el papel allí estaba tu número de teléfono y un “espero que pronto llegue otro día de sol para conocer un nuevo locus amoenus". Ahora sí con las gafas, vi tu perenne sonrisa y también otra se dibujó en mi cara.