Los tres dones
Los tres donesEra la víspera de Reyes y hacía mucho frío. Pero es que no era cualquier año, ni era cualquier frío: estábamos dejando atrás este 2020 aciago y estaban cayendo nieve y heladas por doquier. Me asomé a la ventana, mirando las luces de la calle, los coches y los transeúntes con sus mascarillas, apurados quizás en las últimas compras navideñas.
Yo seguía en casa, el último día antes de salir a la calle después de un confinamiento por un positivo cercano. Despeinada, con mi pijama polar y la bata y renegando entre dientes por ese frío que calaba hasta los huesos, chafardeaba delante del ordenador en la página de Joy sorteando la consabida pregunta de extraños, amigos y conocidos “¿qué le has pedido a los Reyes?” con una cierta indiferencia anticonsumista de la que presumía, más para consolarme a mí misma por no tener regalos que para convencer a nadie más.
“Vaya año de mierda”, pensaba. “A ver si el siguiente por lo menos trae buenos polvos”, suspiré, pensando que entre el miedo generalizado y las restricciones el 2020 apenas había logrado tener dos o tres encuentros de calidad y unos cuantos más sobre los que era mejor correr un tupido velo. Pero muy tupido…
“Pues habrá que pedírselo a los Reyes”, medité “pero de una manera que lo entiendan”, me reí entre dientes, pensando que si la Navidad es época de dar más que de recibir, era un buen momento para ser generosa y hacer mi petición con una foto sugerente que pudiera compartir en la web como un regalo adelantado para todos sus miembros.
Tenía toda la actitud, pero el frío no ayudaba. Me despojé del pijama a regañadientes para hacer una foto y me di cuenta enseguida de que se me ponía la piel de gallina y se me endurecían los pezones haciéndolos muy poco fotogénicos… me recosté sobre la cama, desnuda, e hice una foto con muy poca calidad pero que me gustó, quizás porque cumplía con mi máxima de sugerir y no exhibir, y a pesar de ser atrevida, no estaba exenta de cierta dulzura. La compartí con el título “Esperando a los Reyes Magos”.
Estaba empezando a vestirme de nuevo cuando oí un ruido en el salón. Me eché la bata por encima y fui recorriendo el pasillo kilométrico hasta el árbol de Navidad, cuyas luces habría jurado haber apagado esa noche pero que ahora resplandecía con un brillo multicolor. Y ahí, al pie del árbol, depositando tres regalos… estaban ellos.
Podría haberme puesto a gritar ante la sola imagen de estos tres desconocidos metidos en mi casa mientras yo estaba semidesnuda y descalza, pero no lo hice por dos motivos: uno, me enorgullezco de ser capaz de mantener la calma en situaciones difíciles y de no ser una histérica; y dos, no era la primera vez que veía a unos desconocidos en mi casa que resultaron tener buenas intenciones, a pesar de ser dos policías pidiéndome el DNI mientras yo iba en bragas (pero eso es material de otro relato…)
Y tres (sí, hay un tercer motivo): era incapaz de articular palabra teniendo a esos tres magníficos ejemplares de hombres delante. No podía quitarles los ojos de encima, recorriendo con mi mirada sus rasgos exóticos y sus cuerpos atléticos mal camuflados por esas túnicas de colores intensos. Supuse que como pasa con la idea del cielo, estos eran MIS Reyes y quizás mis vecinitos de abajo veían a unos señores venerables a los que era lógico ofrecerles galletas y leche… Yo tenía claro que pasara lo que pasara, estos caballeros y yo nos íbamos a tomar un whisky, como poco, aunque solo fuera para recuperarme de la impresión.
“Vaya”, dijo el que adiviné sería Melchor, con sus intensos ojos azules y su cabello entrecano “pensamos que no nos oirías desde tu habitación… estábamos dejándote tus regalos”
“¡Mira que dejártelo para el último minuto!”, exclamó Baltazar, con su piel negrísima y su porte distinguido, sacando del bolsillo (¡la túnica tenía bolsillos!) un móvil en donde se veía iniciada la sesión y aparecía la foto que acababa de subir.
“Sí, ya sé que tú nunca has creído en nosotros… pero es que nunca nos habías esperado, hasta ahora”, observó Gaspar, con una sonrisa divertida adivinándose entre su barba rubia con reflejos pelirrojos, “así que hemos pensando que quizás podamos concederte lo que pides… o ayudarte a que lo consigas”.
A mí ya se me había olvidado el frío, la falta de bragas, el día del año, la pandemia y hasta mi nombre, y no era para menos. No sabía qué decir ni cómo reaccionar, así que me quedé ahí quieta y callada hasta que Baltazar se acercó y me ofreció el regalo que llevaba en las manos.
Eso lo sé hacer. Abrir regalos. No puede ser tan complicado, pensé, mientras luchaba por quitarle el envoltorio al paquete.
Dentro de esa caja había un juego de cuerdas rojas que reconocí como propias del shibari. Agradecí haberme familiarizado con su uso antes; de lo contrario, en ese momento sí que habría empezado a gritar, convencida de que lo que estos señores buscaban era desvalijar mi casa y dejarme atada ahí, sin poderme defender.
Melchor me despojó de la bata, dejándome desnuda. Gaspar me condujo hacia el centro de la habitación, en donde me dejó, expectante y temerosa. Baltazar se acercó por detrás y comenzó a masajear suavemente mis hombros, liberando las tensiones y haciéndome sentir cada vez más relajada.
“Te otorgamos el primer don: el de la entrega incondicional”, dijo Baltazar. “Solo podrás disfrutar de una vida sexual plena si eres capaz de mostrarte vulnerable y confiar en aquel que comparta tu cama”, continuó, maniobrando con la cuerda mientras empezaba a sentir cómo se iba enredando en mi cuerpo, hundiéndose en mis carnes con una sensación de agradable contención, sin lastimarme en absoluto.
Siempre había sentido miedo a estar atada. A estar inmovilizada y expuesta, a no poder moverme con libertad. Pero ahí estaba yo, desnuda y cada vez más vulnerable, delante de tres hombres desconocidos que me miraban de forma intensa, tiraban de las cuerdas, acariciaban mi piel y comenzaban a juguetear con mis pezones, a recorrer el camino de mi cuello a mi clavícula con la lengua. Empezaba a sentir que mi sexo goteaba y atada como estaba, no podía tocarme, pero no tenía prisa. Había depositado mi placer en ellos y sabía que no podían decepcionarme.
Empezaron a quitarse las túnicas y pude admirar sus cuerpos que eran tan increíbles como había supuesto. No podía tocarlos pero sí mirarlos sin ningún pudor y Melchor y Baltazar se acercaron a mí y me dejaron sentirlos en mi rostro, en mis piernas, en mi cuello y pude notar cómo se elevaba mi temperatura mientras un par de manos acariciaban alternativamente mi clítoris y mis nalgas y un par de bocas mordisqueaban mi cuello y el lóbulo de una oreja.
Gaspar se acercó a mí con una caja y la abrió para mostrarme el siguiente regalo, un pañuelo de seda con el que me vendó los ojos con suma delicadeza.
“También queremos otorgarte la capacidad para estar por encima de los criterios físicos. Queremos que seas capaz de cerrar los ojos a lo que se entiende por belleza de forma superficial, y que puedas abandonarte al placer con aquel que encuentre la forma de encender tu llama interior con sus palabras y sus caricias, no solo con su apariencia”.
Aquello sonaba totalmente hipócrita viniendo de unos tíos que estaban para parar un tren, pero de pronto sentí cómo iban cayendo las cuerdas de mi cuerpo mientras me conducían al sofá, y al recuperar la movilidad de mis brazos, los extendí para finalmente tocar los cuerpos de este trío que llevaba un buen rato torturándome exquisitamente. Lo que encontré no me dejó indiferente.
No eran ellos. No eran los cuerpos largamente acariciados por mi mirada. Ni eran tan altos, ni tan atléticos, ni parecían tener el pelo en los sitios correctos. No podía adivinar quién era quién simplemente tocándolos, aunque sus voces conservaban la calidez y el deje seductor del principio, y sus manos seguían acariciándome de forma tan precisa que en cuestión de segundos pensé que efectivamente, el don me había sido concedido: me daba exactamente igual su apariencia, porque mis gemidos, cada vez más intensos, y mi sexo, cada vez más mojado, estaban muy por encima de las barrigas, las arrugas, las calvicies y las medidas que se adivinaban al tocarlos.
Estaba loca por tocarlos, por ser yo quien los excitara, les otorgara el placer último con mi boca o con mi cuerpo, quería que me miraran para sentirme deseada, en esa búsqueda incesante del placer ajeno en el que solía diluirme durante mis escarceos sexuales.
Como si Melchor me hubiera estado leyendo el pensamiento, se acercó a mí para quitarme la venda y ofrecerme un tercer regalo. De nuevo tenía ante mí a aquellos hombres atractivos como modelos de revista, pero no podía despegar los ojos de esa caja envuelta en un brillante papel dorado.
Melchor, el sabio Melchor, dijo: “Nuestro último presente es el don de la generosidad, para contigo misma y para los que yazcan contigo. Tu placer no puede ser únicamente el placer del otro; debes ser generosa para otorgar a tu compañero la capacidad de satisfacerte, sin miedo a tardar demasiado en conseguir un orgasmo, sintiéndote poderosa al entregarte, siempre abierta a nuevas sensaciones y experiencias”.
De la caja emergió una varita mágica con 7 velocidades distintas que brillaba en la oscuridad y tenía un sistema de lubricación automática en el apéndice reservado al clítoris. (Nota mental para cuando los Reyes se hayan ido: si no existe habría que patentarlo).
Mientras Baltazar y Gaspar acariciaban suavemente cada flanco de mi cuerpo, Melchor el sabio se acomodaba entre mis piernas mientras deslizaba un dedo humedecido en mi boca desde mis labios, desviándose a mis pechos y descendiendo hasta el ombligo, acariciando mi barriga y jugueteando con el triángulo de vello en mi monte de Venus. Me dejé llevar por las sensaciones que mi cuerpo iba experimentando poco a poco, la calidez de las bocas, la fuerza de los brazos, la destreza de las manos oprimiendo, estrujando, elevando y modelando mi cuerpo como si el objetivo fuera hacer un cuerpo nuevo, no más delgado ni con menos imperfecciones, sino más hermoso en sus particularidades, más libre con sus marcas del tiempo, más mío y menos esclavo de los cánones externos.
Melchor encendió la varita y la acercó a mi sexo; el zumbido me puso en alerta y me pregunté si sería capaz, por una vez, de dejarme llevar, de simplemente entregarme al placer, de resistir la urgencia de complacer antes de ser complacida. Los ojos de Melchor, azules como dos zafiros, me miraban con lascivia y con deseo; cerré los ojos y esperé, por el bien de los niños de España, que mi casa hubiera sido la última en el reparto, porque no pensaba dejar que esta experiencia me fuera arrebatada hasta haber apurado la última gota.
A partir de ahí tuve la sensación de estar en una barca meciéndome en un mar de lenguas, manos, dedos y varitas vibrantes, un movimiento que fue in crescendo haciéndome abrir los ojos a ratos, temerosa de zozobrar; sin embargo, las caricias y el aliento cálido e intoxicante de aquellos tres Reyes me anclaban a una realidad muy morbosa y tentadora, la de verme adorada y poseída por tres hombres deliciosos cuyo único objetivo era realizar mis deseos.
Me disculparán si no soy capaz de recordar con detalle la disposición de la escena; pero juraría que Baltazar lamía mis pechos, Gaspar me mordisqueaba el cuello y Melchor jugueteaba con mi clítoris y mi coño alternando su lengua, sus dedos y la varita cuando un rayo de calor y humedad me asaetó desde la coronilla hasta los dedos de los pies, arrancándome una serie de gemidos que no fui capaz de reconocer en mí misma, sonidos que salían de lo profundo de mis entrañas y que anulaban cualquier necesidad de dar explicaciones racionales a lo que me estaba sucediendo.
Me temblaban las piernas, me sentía flotar todavía acariciada por mis regios acompañantes, y tengo claro que en esos momentos mi sonrisa brillaba más que el árbol que presidía mi salón, haciendo de testigo mudo de este milagro navideño.
Me incorporé con dificultad y entre risas y suspiros, me agaché para recuperar la bata que aún estaba tirada en el suelo. No creo haber tardado mucho en volver la mirada, pero en mi salón estaba solo yo, ni rastro de mis apasionados acompañantes. Con una media sonrisa, pensé que eso lo que tienen los Reyes, que además son Magos y suelen desaparecerse cuando han cumplido su cometido.
Fui a la cocina y me puse una copa. Tinto, lo del whisky escrito queda bien, pero realmente no me gusta. Contemplé mis tres regalos y brindé alzando mi copa al cielo por un 2021 lleno de entrega, química y generosidad. ¡Salud, y gracias!