UN TRAJE A MEDIDA
I.En la pantalla del móvil brillaba, apuntalado por un par de emoticonos pícaros, el último mensaje que esa chica deliciosa que apenas empezaba a conocer le había enviado: “Ya sabes que tenemos una cita esta tarde en la sex shop. Más te vale que salgamos de ahí con lo que vamos a buscar, porque como dicen en mi pueblo, sin gorrito… ¡no hay fiesta!”
Habían sido tres días de mensajes de texto intensos en donde lo mismo habían hablado de arte que de gastronomía, de los recuerdos de infancia y las fantasías recónditas, de qué te llevarías a una isla desierta y cuáles eran tus peores miedos, de si estudias o trabajas… o escupes o tragas. Contrario a lo que indican los consejos más elementales sobre las primeras citas online, la había invitado a cenar a su casa esperando impresionarla con su mejor spaghetti alle vongole, receta original de su nonna.
Cuando le abrió la puerta, fue como si un rayo le atravesara la columna vertebral desde la nuca hasta el sacro ilíaco: la visión de esos ojos felinos, el pronunciado escote y las sensuales piernas con medias negras traslúcidas le cortaron la respiración y lo dejaron como un tarado delante de la puerta, sin invitarla a pasar.
A partir de ahí, el nerviosismo y la excitación sexual empezaron a empujarse dentro de su cerebro como dos hermanos díscolos que se arrebatan el juguete de moda. Su miembro comenzaba a adoptar la posición de combate, ajeno al sudor de sus manos y a su tartamudeo. Seguro de sus habilidades culinarias, intentaba hacer un paté de aceitunas negras que habría sido un éxito de no ser porque, al equivocarse al elegir la lata que tenía huesos, el desagradable chirrido de la minipimer intentando triturarlas le sacó los colores.
Todo habría sido un desastre de no ser porque ella soltó una carcajada, lo miró con ternura diciendo “¿te pone nervioso que me acerque?” y se puso de puntillas para besarlo en los labios.
Luego no fue difícil hacerse cargo: la parte racional de su cerebro aún tuvo el flujo de sangre suficiente para recordarle que debía apagar los fuegos de la cocina para, acto seguido, convertir ese beso casi inocente en un apasionado combate cuerpo a cuerpo que los llevó dando tumbos en un baile torpe hasta el salón, en donde se arrancaron la ropa sin ninguna ceremonia.
Le brillaban los ojos y se le nublaba la vista ante el espectáculo de esos pechos níveos y esas caderas generosas con un triángulo de vello castaño engarzado en su centro. Se puso de rodillas para rendirle pleitesía y una varahada de olor a hembra en celo hizo reverberar su pecho con algo parecido a un rugido primigenio. Allá arriba, en las alturas, se escucharon suspiros y grititos ahogados que animaron el ritmo de sus lengüetazos largos y ásperos sobre su clítoris, que ondeaba como una bandera roja en pleno temporal en la playa.
No duró mucho la deidad en el altar. Ella recobró el control sobre sí misma, le tomó de las manos y le hizo incorporarse para luego ser la que se posicionara frente a él, con su polla enhiesta y brillante de líquido preseminal que parecía movida por unos hilos invisibles cada vez más tirantes. Sin perder el contacto visual, pasó su lengua por el glande y recorrió las venas en el tallo hasta llegar la base, recreándose en esos ojos llenos de deseo que peleaban por seguir abiertos aunque las ondas del placer le invitaran a abandonarse y dejar caer los párpados indolentes. Cuando ella lo engulló, hambrienta, la idea de que fuera su otra boca la que lo acogiera en su interior, húmeda e interminable, le pareció una necesidad perentoria y urgente, así que sin mediar palabra, la atrajo hacia sí mismo tirando de sus brazos, hasta tenerla delante y poderla besar, aferrado a sus nalgas, con sus senos turgentes reposando sobre su propio pecho.
“Me parece que eso… no te va”, le dijo ella con una media sonrisa, recostada en el sofá, desnuda con las piernas entreabiertas mientras él intentaba, con dificultad, enfundarse un preservativo que por suerte había encontrado en un cajón de su mesilla de noche, todavía sin caducar.
Ella se incorporó despacio, se acercó a inspeccionarlo y sentenció, con la seguridad que da el haberse encontrado con un caso semejante en más de una ocasión: “tú necesitas algo que te quede mejor”.
“No me preguntes de dónde he sacado esta información”, le guiñó un ojo ella, divertida, “pero hay una marca alemana que hace preservativos que se ajustan mejor a tus dimensiones. Deberías probar”.
A ella parecía hacerle mucha gracia, a pesar del evidente polvo frustrado. “He aquí un tipo que ha llegado a la cuarentena sin enterarse de que está bien dotado”, pensó; “esos son los mejores: no se acercan a la cama con sus atributos como única aportación, así que suelen ser más generosos y creativos”.
Harto de bregar con el condón que insistía en enrollarse, lo dejó por imposible y se acercó a ella para besarla en la boca y acariciar sus pechos con suavidad, deslizando luego las yemas de sus dedos lentamente hasta enredarse en los caracoles de su vello. Un gemido ahogado y sugerente le mostró que iba por el buen camino.
“Me pa…me parece que tú y yo…. uffff…”, farfulló entre jadeos mientras sentía en el centro de su sexo volver a encenderse la llamarada que le hacía derretirse y chorrear deslizándose perezosamente por los dedos de su amante hasta alcanzar la muñeca. A los dedos los acompañaron unos labios cálidos y una lengua hábil para trazar el placer como un pincel empuñado por un prodigio de la plástica.
Dos dedos largos juguetearon con el borde de su entrada, insinuándose caprichosos e indecisos al principio, y de pronto valientes y ansiosos hasta alcanzar la rugosidad oscura y caliente de su punto G. A partir de ahí y hasta la explosión final, sus caderas se adelantarían una y otra vez buscando, anhelando la invasión, haciéndole temblar las piernas, desmoronándola en ese sofá incómodo y que pronto iba a necesitar que lo limpiaran a conciencia.
Recuperado el aliento, él todavía la miraba desde abajo, con la mejilla apoyada en una de sus piernas, los labios y la barba chorreantes de su flujo, con una mirada expectante que a ella le hizo carraspear y continuar hablando como si lo que la hubiera interrumpido hubiera sido el aleteo de una mariposa, y no ese terremoto que acababa de sacudirle las entrañas. “Te decía… que tú y yo nos vamos a ir de compras. Porque necesitas un traje a medida. La percha, desde luego, lo merece”.
II.
No había nada sutil en esa tienda de tienda de artículos eróticos. Las luces fluorescentes revelaban, orgullosas, una cantidad impresionante de artilugios amatorios de colores estridentes, formas y tamaños caprichosos, botones que prometían movimientos y sonidos, látigos y arneses de construcción poco robusta en maniquíes blancos, fríos y sin rostro.
“Menos mal que no hemos venido por el morbo”, le dijo ella, con los ojos sonrientes, ya que aquello parecía una sección de aparatos para el mantenimiento y disfrute de los cuerpos que se habría integrado más o menos de forma orgánica en un Mediamarkt, entre la telefonía móvil y la sección de pequeños electrodomésticos para la cocina.
Pero era cierto. Habían terminado por ir a la tienda en lugar de buscar los preservativos por internet porque los envíos tardaban más de 72 horas, que se les antojaban una tortura dadas las circunstancias.
A pesar de las luces de neón y el hilo musical de discoteca, a él, con la exposición de los negligés y los bodies con agujeros estratégicos que su imaginación usaba para vestir a su acompañante se le había empezado a trasvasar la sangre de su cuerpo en sentido norte-sur; a ella, la contemplación de los numerosos artilugios de cuero y un juego de esposas de color rosa con todas sus posibilidades fue como una caricia tosca en sus labios mayores, excitante e intensa.
-¿Puedo ayudarles en algo?
La dueña de la voz era una mujer de aspecto pulcro, con el pelo rubio y cardado y con pinta de preparar las mejores croquetas del barrio.
El sacó el papel donde llevaba apuntado ese nombre alemán impronunciable. La dependienta se ajustó las gafas y tras unos segundos mostró en su rostro una señal definitiva de reconocimiento. “Ah, sí, claro, los tenemos aquí. ¿Qué talla busca?”
El miró a su amante para que le echara un cable pero ella permaneció en silencio saboreando su incomodidad, qué guapo se veía cuando estaba azorado, pensó. La buena mujer se dio cuenta del intercambio de miradas y sonrió, como recordando buenos y excitantes tiempos.
-No se preocupe, lo podemos averiguar. Junto con las cajas de 50 preservativos nos envían unas cintas métricas de papel para poder asegurarnos de que la talla es la correcta. Mire, la talla está indicada con estos números impresos. No es una medida de longitud sino de grosor, por cierto; la longitud se calcula más o menos proporcionalmente. Si quiere…. si quieren pasar por este lado, ahí hay un vestidor en donde puede tomarse la medida.
A él un sudor nervioso le perlaba la frente pero la chica se lo estaba pasando en grande. Ella le cogió de la mano y lo arrastró, triunfal, hacia donde les había indicado la dependienta.
-Mmmm… está claro que habrá que asegurarse de las medidas son tomadas de la forma correcta, no queremos más contratiempos, susurró ella, rozando con delicadeza la entrepierna de los vaqueros de su amante, que resultaba lo suficientemente abultada ya como para llamar la atención a simple vista.
La pequeña mano desabrochó los botones y acarició dulcemente su miembro por encima de los boxers, que lucían orgullos un redondel de humedad como si de una medalla al mérito se tratara. Sin embargo, al bajarlos, ella frunció el ceño; no era eso lo que recordaba de la noche anterior, en términos de tamaño; aquello tendría que estar en su máximo esplendor antes de tomar una medida precisa.
Comenzó a masturbarlo lentamente viendo como ante sus ojos se obraba el milagro. A él le costaba pensar con claridad; estar en un sitio público con los pantalones bajados con aquella preciosidad empeñada en ponerlo a mil a base de pajas excedía por mucho la fantasía ahora casi inocente de haber venido con ella a un sitio como éste, a mirar productos y etiquetas.
-¿Necesitan ayuda? -se oyó desde el otro lado de la cortina.
Ella echó mano (la que tenía libre) al bolsillo de su chaqueta y sacó la cinta métrica que se había guardado apresuradamente al entrar. Paró un momento con sus maniobras y ajustó la tira de papel alrededor de la base del pene, buscando con atención la marca de la talla que coincidía con el fin de la cinta.
-64. No, 69. No lo tenemos muy claro- exclamó ella sin soltarlo. ¿Puede darnos una unidad de cada talla? No querríamos equivocarnos y comprar una caja de la talla incorrecta, preferimos abonar ambos y asegurarnos antes de comprar más cantidad- insistió con una voz pausada y neutra mientras lo dejaba a él ahí, medio desnudo y con la polla dura, y se dirigía al mostrador para traer los condones.
Fueron apenas unos segundos pero a él le parecieron años. Ella volvió con dos paquetes metalizados de colores distintos y le indicó una silla que hasta ese momento le había pasado desapercibida. Sabedor de que era inútil protestar, se sentó como un niño bueno a esperar más instrucciones.
La chica miró los paquetes y descartó el de color fresa de inmediato tirándolo a la papelera. Antes de que él pudiera hacer ningún comentario, rasgó el paquete morado y sacó el preservativo con una mirada de aprobación. “Lo supe desde que te vi, eres talla 69, tengo un ojo clínico”, le dijo mientras se dirigía hacia a él para ponerle el condón con gracia y habilidad que no se sabía muy bien si eran innatas o aprendidas, pero que desde luego, eran efectivas.
El preservativo le quedaba como un guante. Fino, ligeramente lubricado, ajustado sin apretar, efectivamente de su talla. Ella le cogió la mano y se la llevó por debajo de la falda, en donde chorreaba un manantial sin el dique de unas bragas que, o bien nunca habían estado ahí, o bien habían desaparecido en los últimos minutos.
El la atrajo hacía sí y la cogió de la cintura. La acercó a su cuerpo y la hizo sentarse sobre su polla en un solo gesto, consiguiendo por fin sorprenderla y dejarla con una “o” dibujada con los labios, borrando con ello de un plumazo la expresión burlona que la había acompañado desde que habían entrado a la tienda. Ahora era ella quien se abandonaba sin pudor a sus envites subiendo y bajando encima de él, empapándolo todo, clavándole las uñas en los brazos, con la mirada perdida en un placer largamente anhelado que prometía ser satisfecho de una vez por todas.
Debajo de ella él sentía que estaba a punto de estallar. Si las sensaciones en su entrepierna eran intensas, más lo era la mirada de lujuria que ahora ella le dirigía de forma insistente, atravesándolo como una saeta de fuego y conminándolo a empalarla cada vez más dentro y cada vez más fuerte.
Ella se mordió los labios, seguramente para no gritar; él la sintió temblar alrededor de su miembro, atrapado dentro de esa cavidad palpitante que lo apretaba con las rítmicas contracciones de su orgasmo. Como si del pistoletazo de salida se tratara, su propio placer se abrió paso desde su interior recorriendo su cuerpo hasta ser expulsado con violencia en el habitáculo del condón habilitado para ese menester y que, como habían podido comprobar, cumplía con su misión de forma más que satisfactoria.
Aún sin aliento, con las palabras entrecortadas, él le dijo al oído “pues yo tampoco me equivocaba. Eres de mi medida”. Ella le sonrío con ternura y le dio un beso en la frente, exhausta, sudorosa y con la satisfacción del deber cumplido.
III.
-Entonces… una caja de 25 condones, lubricante con sabor a fresa, unas esposas de peluche… ¿será todo?
La mirada de ella se paseó traviesa por la sección de arneses y estimuladores anales y este interés no pasó desapercibido ni para él, que en ese momento se preguntaba qué habría hecho para merecer a una chica así, ni para la dependienta, que había hecho la vista gorda tras verlos salir con las ropas arrugadas y húmedas del vestidor del fondo.
-De momento. De momento…. Ya vendremos otro día si tenemos que probar alguna cosa más…