DESPUES DE DIEZ AÑOS
Entrar en aquel lugar acompañada de un franco-español, perdón quise decir un hispano-francés, daba cierta garantía de armonía en aquel encuentro, después de diez años de saber el uno del otro. Frente a nosotros, antes de entrar en el local al alzar la mirada, se podía vislumbrar más allá del patio del Palacio de Oriente un ocaso gélido pero apacible. Entre risas no forzadas, sin silencios contenidos, entramos a El anciano. Habitáculo de altos techos, grandes lámparas y un reloj que en otras circunstancias me hubiera obsesionado con el movimiento de las agujas en su propio sentido. Siempre se dice lo de quedar para tomar un café, pero luego se recurre al alcohol para así acompasar una ligera ebriedad con el ritmo del diálogo ocurrente. Y fueron dos cañas acompañadas con las tapas correspondientes. Tuve que centrarme en las aceitunas por mi condición de vegana como le conté. El lacón tampoco me llama demasiado la atención, pero cuando llegaron dos cañas más con su jamón, entonces ahí dejé lo sectario de la comida y me lo zampé como cualquier hijo de vecino, que sepa lo que es un buen bellota con su pan embadurnado de tomate. Tras una mañana soleada, la tarde no era nada apacible, en la calle. Allí dentro, creamos un aura especial entre nosotros, no importaba si los demás se aburrían en una larga tarde de domingo, sin noviazgos a los que recurrir. Teníamos un rincón, que tras acomodarnos en sendos taburetes pudimos disfrutar a ratos de literatura, después de cine, más literatura y cosas de la vida que en definitiva no dejan de ser literatura. Poetas oscuros, escritores mediocres, facebook, mesenger, lecturas de anónimos, la trayectoria de cada cual... Entre risas y acercamiento, cada vez mayor hasta llegar a rozar las rótulas, encontramos las manos del otro. Ávidas supieron encajar a modo de piezas de puzzle, y los ratos que estaban solapadas iban en aumento. Hasta quedar soldadas, saboreando con el tacto la suavidad del otro. No hizo falta hacer uso de las manos para manejar tics de nerviosismo, tal como tocarse el pelo y gesticulaciones de director de orquesta para explicar la nada. Las manos estaban agazapadas, acurrucadas en el hueco nido que dejaban las otras manos. La ternura no amainó, estuvo presente desde que nos encontramos en el andén del metro, pero se afianzaba según pasaban los minutos y las horas. Se convirtió en seguridad, en firmeza en mis palabras, en sus palabras, en nuestras miradas.La complicidad se palpaba, era tan real como nosotros. Había saltado del otro lado de la pantalla de nuestros ordenadores, como la canción de Alex y Cristina con un "hago zas y aparezco a tu lado" Me sorprendo a mí misma hablando de un nosotros y dejando la tercera persona.
Y después miré el reloj de la barra, sabía que tanta magia no podía durar todo el tiempo y era mejor dejarlo por ese día cual Cenicienta. Pero seguimos soñando y salimos de allí. Tomamos la calle Mayor para ir al autobús que me llevaba a casa de mis padres, como cuando era adolescente. Hacía un aire siberiano cortante y al cruzar la calle, a la altura del mercado de San Miguel, un coche nos sorprendió. Impulsivamente le tomé la mano y lo atraje hacia mí. Nos miramos y sonreímos de nuevo, ya no hacía frío. Un instinto protector híbrido de pasión nos iba encendiendo según cruzábamos la Plaza Mayor en diagonal. Al llegar al soportal y girar a la derecha cada vez quedaba más cerca la parada, tanto que vimos como el autobús se posicionaba para partir. En mi rostro quedó la desolación de no poder despedirnos con sosiego. Pero eran otros los planes que ambos tramamos inconscientemente. Quedaron mis labios en los suyos, su lengua en mi boca, mis brazos en sus hombros, sus manos en mi espalda y los torsos se unieron. Sentí en mi pubis su miembro duro, mientras mi cabeza se fugó a mil fantasías y me ordenó imantarme con él para sentirlo todo el tiempo. Nos comimos la boca, y me aparté para alejarle y mirarle con mi presbicia. Sólo quería acomodarme para besarle las comisuras y acariciarle la cara, la mejilla derecha recuerdo que fue. Besamos bien los dos, pensé y nos fundimos varias veces. Corrimos para no perder el autobús y parábamos y nos volvíamos a besar, una y otra vez. Al llegar a la fila nos contuvimos, más bien fui yo por pudor hacia caras conocidas de la infancia, del barrio. Y le miré a los ojos, ojos marrones casi negros, como las aceitunas. Lucían pupilas que no se podían apreciar, enigmáticas. Me quedo con las aceitunas. Ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver.
Pero hace unos meses lo encontré en el metro, en el andén. El tipo miró para otro lado como si no me hubiera visto, cuando nos topamos de frente. Yo otra cosa no seré, pero llamativa por mi cabello sí. Supongo que lo hizo por despecho como no volvimos a vernos y se molestó mucho conmigo, incluso me llegó a insultar. Aunque ahora que lo pienso, tal vez estuviera algo arrepentido. Recuerdo que quiso hacer las paces para que le comprara un libro que había editado, no hay nada más triste que esa artimaña en un supuesto escritor.
Había pasado el tiempo por su rostro, imagino que por el mío también pero al menos no le bajé la mirada.