Mentes cerradas sobre piernas abiertas
Introducción a los Celos de Giulia SissaEI amor nos causa placer. El amor nos hace sufrir. Con mucha frecuencia, lo que nos arrastra de la exaltación al desamparo, de la confianza a la angustia, de la serenidad a la desesperanza, son los celos.
Fantasía recelosa y atribulada, pasión cruel y pequeña, confesión de una secreta humillación, sentimiento forzado por su indignidad; preocupación de un animal indigente y avaro que teme la carencia; síntoma que traiciona la desconfianza de su propio valor y que expone la superioridad de un rival; inquietud que apresura generalmente al mal que aprehende; pasión tan baja que quisiéramos ocultarla; necio orgullo; amor débil; corazón malvado, burgués, ridículo; prejuicio de educación fortalecido por la costumbre; patología de la imaginación; proyección de una inclinación a la infidelidad; reacción adversa ante la imagen de un cuerpo mejor que el mío; pulsiones homosexuales convertidas en paranoia; falo defectuoso, narcisismo problemático, odio hacia uno mismo, envidia, inseguridad, falta de estima hacia uno mismo.
La culpa arrasa. El desprecio castiga. La risa resuena. Uno no se puede vanagloriar de ser celoso. "Nos da vergüenza admitir que tenemos celos — afirma La Rochefoucauld en una de sus célebres Máximas— pero nos enorgullece el haberlos tenido y poderlos tener".
Todo está dicho, y tan bien. ¿Cuántos de nosotros, a lo largo de una vida, podemos jurar que nunca pero nunca hemos sentido esta vergüenza? Yo, la primera, lo confieso. Decirme celosa es aterrador. Puesto que el peso de la humillación se suma al sentimiento de debilidad extrema que nos acompaña cuando un amor se derrumba y cuando una vida en común se desmorona. Todos los lazos, bien conocidos o desapercibidos, que forjan el conjunto de las costumbres y de las horas, se deshacen. Todos los gestos de la reciprocidad cotidiana súbitamente se quedan en suspenso. Que un amor corresponda más a una relación efímera que a la vida en común no impide que uno sea arrojado al caos. Las mentiras erosionan la confianza. A mayor sorpresa, mayor sufrimiento. Las condiciones materiales, sociales o profesionales no cambiarán gran cosa —es bien sabido—, pero ya nada será como antes. Ya nada será. Además del vacío: la vergüenza.
Conozco esta vergüenza. En lo más bajo de la angustia, no obstante, he experimentado un sentimiento de injusticia. ¿Por qué la víctima (porque es una) de una infidelidad debe someterse a este exceso de sufrimiento? Ya sea que en su búsqueda de consuelo se dirija hacia la filosofía o que recurra a las terapias del alma, una persona que se confiesa celosa va a ser mal recibida. El repertorio de ideas disponibles es monótono. Los grandes pontífices de las ciencias sociales, de la filosofía moral, de la teoría política y del saber médico se dan cita para hablar mal. Forzosamente, una se esconde, se sonroja, lo niega a gritos. ¿Celosa yo? ¡Jamás!
He tenido ganas de rebelarme contra esta estupidez. He tenido ganas no solo de no callarme, atenuar o suavizar mis celos, sino de reconocerlos tal cual: sin eufemismos, sin desmentidas, sin estoicismo kitsch. Y tuve ganas de pensar esta pasión históricamente. ¿Qué fue lo que sucedió en nuestra experiencia del amor para que hayamos aprendido a sentir vergüenza de hablar de lo que, en primer lugar, es un sufrimiento? ¿Siempre fue un inconveniente afirmar nuestra dignidad erótica? Los duelos a muerte se acabaron, el delito de honor quedó abolido, el adulterio no es tan grave, la seducción se muestra, el deseo circula. Todo esto es maravilloso, pero dentro de este regocijo displicente y plural, los celosos y sobre todo las celosas están solas. La reprobación de la que era objeto el sexo se desplazó al amor. El amor es espera de reciprocidad, en singular. El amor es deseo del deseo. El amor son celos, pero no hay que decirlo más.
Los celos son una pasión inconfesable.
No siempre lo fueron. Se volvieron así. Es a través de su historia como lo sabemos. Por ello me atreví a hacer lo que Montesquieu había previsto. Comenzado y nunca terminado: escribir una historia de los celos. Así descubrí un hecho curioso. Pensándolo bien, la ignominia que los moralistas de toda clase atribuyen a la emoción no es más que la respuesta obligada frente a una represión cultural masiva. Sentimos vergüenza porque uno se avergüenza. Tememos dar una imagen equivocada porque nos intimidan. Tememos al ridículo porque nos ridiculizan. Disimulamos porque no tenemos la fuerza para tolerar los comentarios crueles, los consejos condescendientes y las pequeñas sonrisas. La vergüenza es una pasión social.
Como todas las emociones, cuyas sutilezas culturales conocemos cada vez más, los celos nos conducen a la reflexión. No soy la primera en interesarme en ellos ni mucho menos. Su repre- sentación filosófica y literaria es muy rica y antigua. Si nos colocamos en la perspectiva del Gran Siglo, descubrimos que esta inquietud — de la que La Rochefoucauld nos deja una fórmula genial y sólida— se distingue por su carácter totalmente particular. A diferencia de los sentimientos de los que uno se enorgullece, como el valor o la emulación, los celos son más bien una fuente de turbación que nos invita a la discreción. "Sentimos vergüenza de confesar que tenemos celos", escribe. Pero la dificultad de esta confesión depende de la percepción social. La Rochefoucauld lo sabe bien: "Lo que hace al dolor de la vergüenza y de los celos tan agudo es que la vanidad no puede ayudar a soportarlos". Stendhal le hará eco, añadiendo que "dejarse ver con un gran deseo no satisfecho es dejarse ver inferior, cosa imposible en Francia a menos que se trate de personas que están por debajo de todo y que se prestan a todas las ocurrencias posibles". La vanidad es la pasión nacional francesa. Entonces, el amor propio está por encima del amor.
Y, sin embargo, a diferencia de las emociones siempre indecentes (como la envidia), los celos nos hacen hablar, en la memoria e hipotéticamente. "Uno se siente honrado de haberlos tenido y de ser capaz de tenerlos". Inadmisibles en el presente, los celos se vuelven meritorios, honorables incluso, en pasado y en modo condicional. Ignominiosa y respetable; abyecta y heroica; vergonzosa derrota y sobresalto de dignidad. La experiencia de las celosas y de los celosos cambia a través del tiempo y, sobre todo, la manera de hablar de ellos. Indecible en lo inmediato; encomiable a la distancia. He ahí su paradoja. Y esta paradoja nos invita a tomarnos el tiempo para la reflexión histórica.
Los celos pueden ser un triunfo. Hubo un tiempo en que el orgullo de reaccionar ante la infidelidad amorosa se imponía a todo ser humano que se respetara, sobre todo a las mujeres. La situación era la misma —pérdida, demostrada o temida, del deseo de un ser amado en singular, en provecho de otra persona—, pero el encuadre del afecto, su configuración en el pensamiento y en el lenguaje eran diferentes. Los celos eran cólera erótica. Herida, colapso, negligencia, pero también libertad para admitirlos, valor de hablarlo en voz alta. Pena por la afrenta, placer por la venganza, simpatía de los espectadores. Era la Grecia antigua.
La cólera era el resplandor de los celosos en la antigüedad. Grandiosa y reconocida, era una pasión noble, digna de diosas, de guerreros y de reinas. Para percibirlo tenemos que leer nuestros clásicos sin los lentes de rejilla. Jacques Lacan nos invita en su Seminario de 1960. En la Grecia antigua, añade, las mujeres "tenían un rol que para nosotros está velado, pero que sin embargo es eminentemente el suyo en el amor, el papel activo simplemente. La diferencia que hay entre la mujer de la antigüedad y la mujer moderna es que la mujer antigua exigía su pago, que le demandaba al hombre". Tal vez pensaba en la mujer que sacrifica a sus semejantes y que destruye todo por un hombre que lo era todo para ella: Medea.
Medea nos conducirá, por lo tanto, a tierras griegas. Veremos la riqueza de un pensamiento del afecto que tiene en alta estima la expresión del dolor y su reconocimiento. La anestesia es estúpida, cobarde y buena para los esclavos, dice Aristóteles. La gente que se niega a ser cubierta de lodo sabe enojarse cuando se requiere y como se requiere. Así, antes de que Medea voltee su rabia contra sus hijos, todo el mundo toma partido por la esposa ridiculizada. Tendremos que esperar a los estoicos para que su pasión se vuelva terrorífica, monstruosa, inexcusable. Furibunda y reptil, viscosa y regocijándose, la Medea de Séneca es pura crueldad. La tragedia pone ante nuestros ojos la caricatura del filósofo fracasado. En la escena del teatro francés en el siglo XVII, Corneille nos entrega una Medea totalmente mala, pero capaz de atraer el favor del auditorio cristiano. Fue tan oprimida, su justa ira es tan elocuente, que uno se involucra fácilmente con sus intereses. Insensible e indolente, Jasón, su marido, se burla. No se quedará con la última palabra, pero le otorga la palabra a una sensibilidad nueva que no comprende más la cólera erótica.
Los celos de los modernos son otra cosa. La competencia con una rival adquiere una importancia intensa; la cólera cambia radicalmente; el apego exclusivo se transforma en "un derecho de propiedad que se extiende sobre un sujeto que siente, piensa, quiere y que es libre". Los celos son ahora una confrontación agnóstica que provoca una rabia mecánica, cuya eficacia se pone en duda y las pretensiones son abusivas. "Los amantes delicados temen confesarlos". En la euforia de las Luces, los filósofos multiplicaron sus reproches, y nosotros somos sus herederos. Immanuel Kant elaboró un argumento ahora familiar y, sin embargo, absurdo: todo encuentro erótico es la utilización recíproca de los órganos y de las facultades sexuales; por consiguiente, transforma a las personas en cosas. Un objeto de deseo es solo un objeto-cosa, listo para ser usado, condenado al intercambio, disponible en el mercado, susceptible de ser adquirido y poseído. La idea de un objeto sexual es el presupuesto de nuestra intolerancia a los celos.
El pensamiento marxista consagra la analogía entre posesión de una mujer y la propiedad pri- vada. En tanto que Jean-Paul Sartre la rechaza, Simone de Beauvoir la convierte en un elemento fundamental del pensamiento feminista. La cosificación de las mujeres se convierte en un concepto canónico. Desde entonces, el odio burgués encabeza la exhibición en la horca de los celos. Se acusa a la burguesía de haber transformado el amor en una transacción inmobiliaria. Esto se anuncia en los propósitos de la marquesa de Rétel. "Uno no se muestra celoso en la Corte como en la Ciudad. Los celos no son más que una ridiculez burguesa", bromea, en 1752. En la misma época, la Sra. de Merteuil escribía al vizconde de Valmont que su amante se iba a casar con una joven. "Estoy presa de rabia... Pero me calmo, y el deseo de vengarme me serena el alma". Es el inicio de Relaciones peligrosas. Laclos reconoce que "del amor y de la belleza nacen los celos". Y el barón de Montesquieu medita: "El amor quiere recibir lo mismo que da: es el interés más personal de todos; es allí que comparamos, que contamos, que la vanidad se desafía y que no se encuentra consuelo suficiente". La nobleza sabe manejarse muy bien entre la infidelidad y los celos, pero se ensañan con los burgueses, ese enfermo imaginario. Le seguimos los pasos. El hombre que hace dinero y que acumula bienes debe ser alguien que compra mujeres. Confundimos posesión con propiedad. Qué humillación! No deseamos al otro sino al deseo del otro. Tratamos de ser su objeto. El amor es deseo de reciprocidad. La reciprocidad permite el reconocimiento, la gratitud y la dignidad erótica.
De Eurípides a Stendhal, de Safo a Proust, de Ovidio a Catherine Millet, la literatura (junto con el psicoanálisis, pero en contra de la filosofía) nos enseña estas cosas simples, que, de todas maneras, experimentamos en nuestra vida amorosa. Ahí es en donde se prende nuestro deseo, ya sea parcial o brevemente, esperamos una preferencia. Los infieles son celosos. Las esposas de maridos polígamos, sin importar lo que digan, se someten a una prohibición de reciprocidad. Y los individuos contemporáneos que se aman en la libertad y los amores contingentes no dejan de toparse con los avatares de la vulnerabilidad.
Lo que para los antiguos era un error que rectificar y para los amantes modernos un fracaso que no se puede confesar se ha convertido, para nosotros, en un error político. A la prohibición de llamarse celosos se añade la de serlo, y se duplica por la interdicción de escuchar las confesiones de nuestros amantes. Los celos son políticamente incorrectos. Son la emoción más obscena que existe.
En la actualidad, entre libros, blogs y sitios en la red, los celos están condenados a revelar — nos dicen— una forma de inseguridad, una necesidad de validación, una folie à deux. Todos los espejismos de una determinada idea del individuo independiente, confiado en sí mismo, inflado de self-esteem —básicamente arrogante— se unen en las trivialidades psicológicas. Siempre un tono de reproche. Siempre la insinuación de que se exagera. Si tan solo fuera capaz de confiar, si se amara aún más, si no se hubiera sentido celosa de su pequeña hermana, si no hubiera tenido padres, si —para terminar— se creyera invencible, entonces sería una beata completa. Porque, como todos sabemos, no existen personas jóvenes y bellas y encantadoras en el mundo. Nadie, lo sabemos bien, soñaría con coquetearle a su marido, el cual, por lo demás, es completamente indiferente al sexo y a la admiración, claro está.
Los celos son normales. Entre más realistas somos, más experimentamos los celos. Los celos son un acontecimiento. Sorprenden. En la mayoría de los casos, los conocedores saben muy bien que los enamorados siempre están temerosos, puesto que ellos, y sobre todo ellas, son bien conscientes de la movilidad del deseo del otro. Y tienen razones. En épocas y en ambientes que favorecen la seducción, la infidelidad (masculina, en particular) es sencillamente frecuente. En la Grecia antigua, en la Roma de Ovidio, en la Europa de Stendhal, en París siempre y, por último, en todo el mundo occidental, el deseo dirige el juego. Lo que me convenga perfectamente, claro está, siempre que sea yo quien decida cómo y con quién jugar. Inocente mi propia infidelidad, insoportable la del otro. Insignificantes las diversiones eróticas en las que aprovecho la ocasión; siempre cuestionables, por su parte, las aventuras del objeto amado.
Dentro de la sabiduría que otorga el amor, sabemos que uno nunca sabe. Es tiempo de recorrer la historia de esta sabiduría.