Prólogo, primera ruina
Para los más jóvenes. Tengan
vuestras mercedes piedad de estos humildes provectos que un lejano día fueron mozuelos en una España en la que todo comenzaba a dejar de ser pecado. Por ejemplo, siguiendo con el contexto preliminar, los primeros besos de Ignatius a Mariona lo fueron al más puro estilo
hollywoodiense, largos, pero con labios sellados. Y fue ELLA, temerosa de la asfixia de su
ClarkGable, quien dijo al cabo de un tiempo:
“a ver, ¡un momento!, abre un poco la boca”; y le invadió hasta la campanilla, colapsando su diminuto juicio de mosquito. ¿Entienden ustedes porque siguen juntos cuarenta y tres años después? Básicamente, porque ELLA, lo sobrelleva con estoica sonrisa perenne. Y lo más importante, porque, muy a menudo, se siguen riendo el uno con el otro.
¡Hasta el infinito y más allá! (por acercarnos a la contemporaneidad del lector joven).
Mojigatos, segunda ruina
El prólogo ha descrito a un Ignatius mojigato (solo un poco, no sean ustedes crueles con el relator), aunque la verdad es que Mariona no se quedaba muy atrás. Con 19 años, ambos eran monitores de colonias para niños. Buena gente: catequesis progre, guitarra, canciones de fuego de campo, melenita, tejanos y faldas floreadas, ropa interior de casto algodón (¿se habrían inventado ya los tangas?). Enamorados. Y claro, siempre daba la casualidad que sus literas acababan siendo casi adyacentes. Eran casi, casi, casi una cama doble.
¿Quién dice que no existe un Dios progre?
Los otros monitores dormían (o también eran muy sigilosos). Y nuestros protagonistas se besaban a lo ‘Maniobras Orquestales en la Oscuridad’. No se impacienten, no habían dado pasos mayores. Aquella noche Mariona estaba especialmente (léase aquí la ristra de adjetivos que gusten porque para el relator todos los epítetos de la RAE le parecen insuficientes para describirla). Solo recuerda que eran floreados de algodón y azul cielo. Y recuerda, que aquella noche, Mariona se los dejo acariciar por debajo de la camiseta, y que no solo eso, que Mariona no lo abofeteaba para despertar y escarnio público del resto del colectivo de monitores, sino que lo seguía besando. Y claro está, Ignatius, armado de valor insólito, dio un paso más. Y su torpe mano temblorosa empezó una furtiva incursión por debajo de la tela hasta que llegó al seno más turgente y perfecto jamás creado. Momento en el que sintió
(Hágase aquí la suficiente pausa escénica)… sintió una divina convulsión entre deleitosa y dolorosa, y
(aquí viene la ruina), tuvo que saltar raudo y veloz de la litera en dirección a los aseos, porque algo viscoso como lo que había borbotado en precedentes manipulaciones adolescentes, había erupcionado esta vez espontáneo de la punta de su erección. Así, sin tocamiento añadido.
Es por aquel suceso, que todo sea dicho nunca más volvió a sucederse sin caricia previa, que Ignatius jamás desmiente a quien afirma que se puede llegar al orgasmo, así, sin más, tan solo con la meditación. Por si a caso. ¿Quién es él?
Para concluir, quede dicho también que Mariona se quedó pasmada, sin saber qué había pasado para que Ignatius huyera a la velocidad de
mic-mic, Correcaminos. Y no solo sin saber, sino que tampoco osó moverse, ni preguntar a la vuelta de un Ignatius tan aseado como sonrojado. Aún hoy jura y perjura que en aquel momento no se imaginó que Ignatius se hubiera o hubiese corrido. Solo al día siguiente se aclaró lo sucedido en un aparte en el desayuno entre
risitas. ¿Recuerdan el prólogo? Pues eso, que Mariona e Ignatius siguen, y siguen riendo.
PD.
De colonias infantiles veraniegas queda alguna que otra ruina. Sobre todo una que lleva por título
‘Ronson’ el mejor amigo del hombre. Hay que rumiar, sin embargo, si vale la pena retratarse tanto. Si alguien más se atreve a repetir, nos comprometemos.
Cariñoso agradecimiento a nuestra compañera
@*****obo por permitirnos ilustrar con una foto suya esta evocación.
Foto "...a little bit of baby blue" de Lunalobo