El jardín
Me costó entender que las ramas de aquel árbol no se cimbreaban por la acción del viento. No había ni el más leve movimiento de aire, en ese momento. «Calma chicha», le llaman. Mirabas alrededor y ningún otro elemento del pequeño jardín donde estaba tranquilamente sentado leyendo mi libro acompañaba a las ramas de aquel árbol en su movimiento. Iba por libre, talmente, el hijoputa.Yo soy una persona bastante racional, así que comencé a ponerme bastante nervioso por aquel sindiós que tenía delante de las narices. Comprobé que, efectivamente, nada más se movía: ni las ramas de árboles vecinos, ni las flores, ni la ropa tendida en las fachadas de los edificios que daban al parquecito municipal donde ese pequeño jardín albergaba al árbol rebelde. Soy, ya lo he dicho, bastante racional, pero mucho más racial, así que me fui directamente al árbol, con un par.
— ¿Y a ti qué coño te pasa? — le interpelé sin más, mirándole con descaro directamente a la corteza.
— ¡Que estoy feliz! — me respondió con desvergüenza sin cesar en su danza.
— Estás feliz y un tanto gilipollas — le increpé con la indignación propia del que se indigna con propiedad —. ¿No ves que no toca ahora, que nadie más danza, que todo el parque está tranquilo y tú estás dando la nota?
— ¡Pero es que estoy feliz! — volvió a soltar el árbol mientras continuaba bailando con sus ramas y sus hojas todas, desde las más gordas hasta las más finas. Estoy seguro de que se hubiera cimbreado hasta el tronco, de no haber habido testigo.
A mí no me da por bailar cuando estoy feliz. Ahora que lo pienso, creo que no me da por bailar ni cuando voy a una sala de baile, o a un bar de esos con pista y musiquita, o a una discoteca. Todos esos sitios tienen zona de danza, pero también barra... usted ya me entiende. Yo me siento y me hidrato mientras veo al personal sudar la gota gorda en esa especie de ritual de apareamiento humano que es la danza en viernes o sábado noche.
Me gusta mirar desde la barra, sobre todo a ellas, porque con el calorcillo les empieza a brillar la piel y eso a mí me pone bastante. Pero eso no me pone feliz sino palote, así que tampoco bailo aunque me excite ver a la bella danzando, su pecho perlado, su mirada insinuante y un contoneo que vagamente recuerda los movimientos del coito. Como yo no participo del ritual de apareamiento no obtengo sus frutos, así que atesoro las imágenes que capto de las danzantes-coitantes para quitarme el palote con un buen pajote al volver al hogar.
Pero los árboles se reproducen por semillas, con la polinización o las esporas o las demás zarandajas que la evolución ha ido fabricando, así que no tenía mucho sentido que la danza fuera de apareamiento. Además, el propio árbol ya me había dicho que danzaba porque estaba feliz: uno no está feliz antes de saber si se aparea o no, está feliz cuando ya lo sabe y más feliz aún cuando ha terminado el servicio. Claro que también existe la expresión «tristeza post-coito», así que, lo último, no siempre.
Con el rabillo del ojo, vi que un rosal trepador que formaba parte de la ornamentación de un arquito del parque comenzaba a menearse también.
— ¡No empieces tú también con esa mierda! — le grité acudiendo a su lado.
— ¡Es que me lo ha contado y estoy feliz!
— ¿Que te ha contado el qué quién?
— El árbol, el porqué de su felicidad... ¡Olé, olé!
Las plantas se comunican de alguna forma desconocida para nosotros, porque yo no había oído nada y, por supuesto, el árbol no había ido al rosal trepador a soltarle ningún secreto al oído: habría ido en vano, los rosales trepadores no tienen orejas. Sin duda una pena, porque una rosa en la oreja es signo de elegancia y de romanticismo. En la oreja, digo, en plan de flor flamenca, no plantada en la oreja como si el cerumen fuera a cumplir funciones de sustrato.
Estaría curioso, alguien con flores saliendo de las orejas. Al duendecillo de El Jueves le salía una flor del culo. Curiosa expresión, «tener una flor en el culo». Lorca le pone una flor al culo de un muerto en su alucinado «El Público», justo cuando Julieta reconoce que quiere acostarse con los tres caballos blancos, pero mandando ella, dirigiendo ella, montando ella. Es lo que tiene el teatro imposible o el teatro surrealista. Pero el rosal trepador no es imposible ni el baile del árbol tiene nada de surrealista, sino al contrario: es muy real, pese a que no sople ni miajita de aire. Tan real que, al otro lado del jardín, está danzando el césped.
Se mueve como se mueven las patitas de un cienpiés, un milpiés o un bicho bola, aunque el último sea crustáceo y los otros dos miriápodos: como haciendo olas, como si fuera transmitiéndose el movimiento de forma ondulatoria, aunque cada segmento sea una partícula del cuerpo del animal. La dualidad partícula-onda hecha vida. Lo mismo con el césped danzante. Y claro, me encaré con él.
— ¿Quieres parar de hacer el ridículo? — le grité llegándome hasta él, haciéndome el analfabeto frente al letrero de «No pisar el césped» mientras le daba unos pisotones más propios de un danzarín inexperto que de cualquier otro profesional liberal, justo antes de arrojarme cuerpo a tierra y susurrarle al oído: ¿no ves que no toca esto ahora, que no hay viento?
Como, quizá por imitación del rosal trepador, el césped no tiene orejas, fue infructuoso mi susurrar. El césped respondió, seguro de sí mismo:
— No hago el ridículo: ¡bailo porque estoy feliz! ¡Que me lo ha contado el rosal trepador!
Iba a ponerme serio con el césped porque era el más pequeño de los vegetales rebeldes, así que le podía sin esfuerzo: un par de patadas bien dadas, un par de tacos de tierra volando con el césped de excursión en ellos, y entraría en razón. Con el rosal trepador era más complicado, por las espinas, por no hablar del árbol, que pasaba de mí como de la mierda. Iba a ponerme serio con el césped, decía, cuando vi cómo comenzaba también a cimbrearse un pimentero de Brasil, especie curiosa con la que el Excelentísimo Ayuntamiento de mi ciudad decidió adornar determinados rincones verdes del municipio.
A este no tuve que decirle nada. Mientras contoneaba mucho más sensualmente que el resto sus ramitas, se le oía proclamar a los cuatro vientos ausentes, por aquello de la calma chicha:
— A árvore me contou. Estou feliz! Festa, samba, alegria e diversão!
Crucé de nuevo el jardincillo y me encaré decidido con el árbol impulsor de aquel disparate. Ya hasta cuatro yerbajos que habían salido sabe Dios de dónde y una plantita de María que algún vecino creativo había incorporado a la decoración andaban haciendo la conga por mitad del césped, esquivando convenientemente las deposiciones que, a modo de abono improvisado, algunos perretes habían tenido a bien regalar al mundo.
— Pero a ver, hijoputa, ¿de qué va toda esta mierda?
— ¡Que me he enterado de lo vuestro!
— ¿De qué nuestro? ¿Qué dices, de qué hablas, qué has fumao?
— Me he enterado de lo de Oriente Próximo y Medio y Lejano, y de lo de Ucrania, y de lo de Sudán y la República Democrática del Congo, y de todo lo demás...
— ¿Que te has enterado de qué?
— De que andáis matándoos unos a otros sin criterio y de que con un poco de suerte eso se extiende y llegará a todas partes... Y como tenéis armas y materiales para arrasaros varias veces, con un poco más de suerte... ¡os borráis del planeta y todo vuelve a ser como era antes de que llegaseis! ¡Olé!
El jardín era una fiesta. No soplaba el viento, pero no había una sola planta quieta. Me dio mal rollo, que anduvieran tan felices por un motivo tan siniestro. Estuve a punto de sacar el mechero y prenderle fuego a todo, pero no corría una brizna de aire y poco incendio iba a hacer.
Cuando volvía para casa, en un tendedero de un cuarto piso, juraría que comenzaba a bailar un calcetín.