Qué se detengan los tambores
Aún supuran estocadas de ojos muy negros, de medianoche condesada. Algo traerían de los primeros fuegos, algo de hechizo de sed y torpeza. Un cormorán secando sus alas al sol que de golpe adquiere un aspecto vampiresco.
Ya lo sabía el linóleo del piso y el latón de los archivadores. Presagiaban los desenlaces deparados a bríos y emboscadas.
No se oficiaba ya nada allí, todo de ella colmando; cada letra de su nombre sobre sus lomos horadada. Su nombre, ése que atormetó a Petrarca. Tan mentada los medios días entregados a tejer su leyenda.
Allá donde arruinó el hilar de ideas y la elocuencia, donde puso a trabajar la lujuria y el balbuceo. Cautivos de su ritmo los cuerpos sueltos, las bocas secas. Deslumbrados, no alcanzaron a apurar un paternoster mucho menos un ensalmo de santería, no salían de sus cabellos, otrora telón de seda después tentáculos de brea. Se inclinaron sobre el borde sin cautela esperando ver el reflejo del agua. Pero mirar era caer.
Una vez derrotados charlatanes y caraduras ¿qué punto tiene su perfume? Descorazonados, extintos. Ella seguía ahí, y su cadencia se sentía como todas las carencias y capitulaciones juntas.
Cuando cundió el sortilegio dirigieron su hambre a los muebles, caminaron por los cielorrasos, encontraron a los otros cautivos y los desconocieron. Hechos melcocha de oficinista. Sin reparar en donde ponían manos o boca. Agitados hasta añorar la desazón de sus días anteriores a la asfixia, a las descargas frenéticas de tambores que retumbaban por doquier y en ningún lado.
Les quedó la vergüenza y sus achaques patéticos la mañana en que se callaron los tambores.
Por eso se cantan canciones de cuna, para mantener a Lilith y su progenie lejos y no venga a cebarse del semen de los varones virtuosos, a llevarse a los recién nacidos.
Su ausencia fue el barbecho para sembrar salvajadas. Se confortaron inventado cuentos mezquinos y espeluznantes. ¡Ah! Muy seguros de que en ellos obró el "quereme" y el "agua de calzón". Para sus adentros la maldecían y extrañaban a partes iguales. Congregados no alrededor del fuego, con algo de sus almuerzos indigestos aún sobre los platos; la sumían a profundidades infernales al recordarla. Ella, la culpable de desvios y desvelos; de accidentes laborales; de impotencia. Culpable del mal clima.
Desbocados la culparon también del que cayó del puente, alma bendita.
Alcanzada semejante conclusión hubo una pausa necesaria para tomar aliento y enjuagarse la espuma rabiosa de las bocas.
Recobrado algo de sosiego mucitaron por lo bajo: éso, éso fue un accidente.
¿Qué queda decir?, es la historia contada por el lecho de un río seco. La historia de los suicidas que murieron de sed.