El placer de la buena cocina
Ella y yo nos conocimos en una web de contactos, y pronto surgió la atracción mutua. Tras varios días de mensajes, algunos de ellos muy tórridos, decidimos conocernos en persona. Yo sugerí la posibilidad de una cena en un restaurante francés en el centro de Madrid, que ella aceptó gustosamente. Aquella noche quedamos a las nueve y media en la puerta del restaurante por separado. Cuando la vi me quedé embelesado, estaba radiante, con un vestido rojo de tirantes y vuelo. Ella me sonrió y me dijo: "¿Entramos?".Yo conocía muy bien ese restaurante, un lugar con música suave y muy poca iluminación, tan sólo la que daban las escasas lámparas y las velas que adornaban las mesas. Entramos y nos sentamos en una de las mesas, apenas había nadie. Un camarero nos trajo la carta, y decidimos pedir un foie de entrante y un Ribera del Duero para los dos. Empezamos a hablar de lo íntimo que era aquel lugar, de lo a gusto que nos encontrábamos, sin dejar de mirarnos a los ojos. Al poco tiempo el camarero volvió con el foie y el vino, y nos sirvió una copa a cada uno. Las chocamos suavemente y brindamos por nosotros. A continuación, unté un poco de foie en un pedacito de pan y se lo ofrecí para que lo degustase. Lo puse cerca de su boca, y mientras ella lo saboreaba pensé que sería una delicia probar ese foie de sus propios labios. Volví a tomar el vino, y en ese instante noté un roce de su pie en mi pierna...
Fue muy leve al principio, pero pronto se transformó en una caricia furtiva. Su mirada sensual mientras lo hacía hizo que un volcán interior entrase en erupción. En ese momento deseaba besarla con pasión, morder su boca. Ella subía lentamente su pie a lo largo de mi muslo, y mis sentidos empezaban a volverme loco. Sus ojos traviesos estaban fijos en los míos, y su sonrisa me decía que no iba a parar. La mesa era una barrera que se interponía entre los dos, era tan excitante ese juego. Discretamente su pie llego a mi entrepierna, y nada más sentirlo una descarga eléctrica subió por mi espalda. Noté que sus dedos jugueteaban en esa zona, y no pude resistir más.
Me levanté suavemente, la tomé de la mano y nos dirigimos a los cuartos de baño. En ese momento no había nadie, y entramos sin que nadie nos viese en el aseo femenino. Nos encerramos en uno de los cuartos, que eran amplios, espaciosos, extremadamente limpios, tenuemente iluminados. Empezamos a besarnos con pasión, con auténtica devoción. Su boca, sus orejitas, su cuello... Mis labios y mi lengua los recorrían mientras nos acariciábamos por todo el cuerpo. Mi pantalón era una estrecha prisión y me bajé la cremallera. Ella me dirigió una mirada lasciva y hambrienta, y se arrodilló frente a mí. Con delicadeza liberó mi miembro en plena excitación de su cárcel, y empezó a degustar su postre. El contacto de su lengua hizo que un estremecimiento recorriera mi espina dorsal. Mientras ella lamía con destreza mi verga, yo acariciaba suavemente su cabeza. De mi garganta salían jadeos cada vez más profundos, y sus uñas se clavaban en mi trasero. Sus ojos libidinosos estaban fijos en los míos y yo no dejaba de decir su nombre.
Con delicadeza hice que se incorporase y me incliné ante ella, como una diosa a la que adorar. Levanté la falda de su vestido y empecé a bajar lentamente sus braguitas rojas de encaje. Cuando al fin cayeron, me embriagué con lo que percibía, su olor, el tacto de su piel. Ella se puso de espaldas a mí, y apoyando una de sus piernas en el inodoro subió la parte trasera de su falda, mostrándome el camino. Con uno de mis dedos acaricié suavemente su sexo húmedo, y ella comenzó a gemir y a mover sin parar sus caderas. Se agachó un poco más, invitándome a degustar su esencia. Mi lengua empezó a saborearla y los estremecimientos de placer exquisito recorrieron todo su cuerpo. Mi boca no paraba de beber de su sexo y sus gemidos se tornaron en pequeños gritos, multiplicando mi excitación.
Los latidos de mi corazón me golpeaban la sien con fuerza. En ese momento quise tenerla, y me puse de pie. Ella me cogió el miembro y lo dirigió a su sexo, estaba tan suave y caliente. Entré poco a poco y al llegar al final moví mis caderas, buscando todos sus rincones. Con mis manos le acaricié los pechos y le agarré con fuerza el trasero, mientras ella gemía de deseo y placer. Salí y volví a entrar, salí y volví a entrar, a un ritmo cada vez más rápido, disfrutando de cada palmo de su piel. Mis jadeos subían su volumen más y más, y se mezclaban con los suyos. Nuestros movimientos se acompasaban como una pareja de baile perfecta. Ella cada vez quería más y yo se lo daba, más fuerte y más rápido. Mi ritmo era implacable ahora, nuestros cuerpos se estremecían con temblores de placer. Giró su cabeza hacia mí y pude ver su expresión de deseo y lujuria. Mi miembro se hundía en ella sin piedad, sin contemplaciones. Era mía y yo era suyo, no pararía hasta que llegásemos al éxtasis. Ella olía a animal salvaje, a fiera deseosa de su presa, desatando toda mi pasión. Quería poseerla, era una máquina que no paraba de penetrarla. Mi brazo rodeó su vientre y la estreché aún más contra mí. Ella gritaba, y su humedad bajaba por el interior de sus piernas. Sentí que ambos estábamos a punto de llegar al orgasmo, y dando mis últimas fuerzas estallé dentro de ella al mismo tiempo que se retorcía de placer. Noté sus intensas contracciones unidas a sus gritos de gozo mientras la llenaba de mí. Cuando todo hubo acabado, las piernas me temblaban, estaba agotado pero feliz. En aquel momento la rodeé con mis brazos desde atrás y le susurré al oído cuánto la deseaba.
Salimos del cuarto de baño y nos sentamos de nuevo en la mesa. Pedí un magret de pato para compartir y continuamos nuestra conversación, todavía agitados por nuestro encuentro. Cuando el camarero volvió, nos dirigió un guiño cómplice a los dos. Al salir le dejé una espléndida propina...