ROMANCE DE LA TORRIJA
Con un innegable
animus iocandi para estos coprotagonistas:
@****in4, el mago (obviamente).
@****Si, trovador.
@*********ouple, bella y bello (es lo que tiene ser un perfil de pareja).
@*****ema, repostera, confitera, hacedora de torrijas y demás detalles que se sabrán en su momento.
@*********zaria, compadre levantisco mesetario.
@****ld, canalla levantino y narrador de estas andanzas.
Los foros de Joy no están pensados para la escritura y, por eso, hay algunos problemas a la hora de alinear los textos cuando son versos encabalgados que pueden entorpecer la lectura. Mis excusas: no he podido hacerlo mejor. En otros sistemas más pensados para la edición de textos, queda la cosa más clara.
ROMANCE DE LA TORRIJA
Levantisco mesetario
y canalla levantino,
mi compadre y yo torcemos
un recodo del camino
para darnos -¡ay!- de bruces
con un mágico adivino.
Merlín le dicen de nombre,
y aunque es nombre de la Albión,
la tilde en la “i” denota
ortográfica pasión
(por aquello de las letras,
a las que tiene afición).
El tal mago interpela
a los dos aventureros:
— ¿Qué os trae por estos pagos?
¿A dónde vais, caballeros?
— Vamos –dice el mesetario-
en misión de grandes vuelos.
— Andamos a la captura
-aporto yo al hechicero-
de ciertas torrijas, dicen,
que bien sacian al hambriento.
de dulzores canelosos...
y a los bajos dan contento.
— Nos relata la leyenda
-añade mi compañero-
que es torrija lisonjera,
que igual da nutrimiento
como tira de bragueta
y ya sabéis...
— Bien le entiendo
-dice el bueno de Merlín,
recordando ciertos cuentos
que, contados o vividos,
parece que fueran ciertos,
de ciertas torrijas bellas
de las que forjan los sueños.
En estas disquisiciones
(que luego retomaremos)
viene al galope un corcel
de color oscuro, negro,
y a lomos va un trovador
que sujeta como un leño.
En acercarse a nosotros,
distinguimos ya mejor
que el leño no es tal cosa,
sino damisela en flor
que a toda pinta parece
que ha raptado el trovador.
— Frenad, alto, buen jinete
-le dice cortando el paso
mi compadre mesetero
porque es hombre algo arriesgado.
Se lleva la mano al cinto...
y el caballo hace un alto.
— Haya paz, buen gentilhombre
-le dice, desvergonzado,
el trovador mientras trata
de ocultar lo que ha robado:
la belleza de la bella
nos deja descolocados.
— Haya paz –dice, por tanto-,
que aunque pinta raro el tema
aquí no ha habido ni un rapto:
aquí ha habido un poema
que hizo que, aquí la bella,
y el que habla concluyeran
que mejor que estar rimando
estaría estar folgando
de coyundas y placeres.
Y allí vamos, galopando,
como ven vuestras mercedes.
Si nos dejan, allá vamos.
— Ojalá fuera creíble
-repuse yo al que así hablaba-
que de las letras naciese
tal frenesí y algazara...
que siendo yo bachiller,
nunca efecto así lograra.
— El secreto –dice ella,
hermosa como ella sola,
con voz tan cautivadora
como la belleza loca
con que se viste y perfuma
la belleza que la adorna-
no está en el bachillerato,
sino en lo que a este acompaña,
que letras no llenan huecos,
pero este jubón no engaña.
Y, en terminando el discurso,
a la entrepierna señala.
(A la entrepierna de él,
se entiende, la descocada
iba tirándole tientos
mientras ambos cabalgaban
y de ahí nuestro supuesto
de que él la secuestraba).
Era digno de atención
lo que el jubón escondía,
que tras hacernos razón
con lo que nos refería
nos hizo demostración
de la carnal gallardía.
Y allí el mago Merlín,
mi compadre y yo, perplejos,
nos quedamos boquiabiertos
los tres al ver así aquello:
el cipote cantautor
como un ciprés enhiesto.
— Pues vaya una poesía
que se gasta aquí el muchacho
-acertó a decir Merlín-.
— Ya te digo, amigo mago
-dije yo-.
Dijo «pues sí»
aquel trovador dotado,
y espoleando al caballo
salieron los dos amantes
rumbo a goces y fornicios
(que era donde iban antes):
ojalá hubieran dicho
que aceptan participantes...
— En fin -resumió el mago-,
volvamos donde quedamos:
buscaban vuesas mercedes
las torrijas que ya hablamos...
Dejen de soñar bellezas,
que estamos a lo que estamos...
Las historias dicen que a ellas
las hace una repostera
que de día hace pasteles
y de noche es vampiresa
pero no de chupar sangre,
no se si saben...
— Espera,
que lo que aquí estás contando,
¿es amenaza o promesa?
Lo del vampiro chupando
suena a amenaza que apesta...
pero que no sea de sangre...
¡eso suena más a fiesta!
Mi compadre se da cuenta
en el momento preciso
de que el misterio que acecha
no debe de ser temido,
sino casi deseado
si en lo de chupar hay tino.
— Aguarda y óyelo todo
-sigue el mago su discurso-,
que no solo es el chupar
e incluso así fuera mucho,
que no es de chupar por nada,
que se lo cobra...
— Es justo
-le digo yo al hechicero-,
que a quien su esfuerzo aporta
se le entregue un justiprecio
por aquello que hace. ¿Cobra?
Cóbrese, si bien ejerce,
si es que no nos queda otra.
— ¿Pero se oyen sus mercedes?
-dice Merlín indignado-.
¿Pero están en sus cabales?
¿Pero en qué están pensando?
— Pues en lo que siempre pienso
cuando me estoy calentando
-respondo sin disimulo-.
pienso en la artista felando.
— Yo en lo mismo, reconozco,
que estaba también pensando
-se me une mi compadre-.
¿Es que andamos desnortados?
— ¡Y tanto que sí! -nos dice
el buen mago mientras ríe-.
¿Felarles la repostera
de las torrijas gentiles?
Antes los exprimiría,
si es que no se hacen orines.
La respostera es famosa
por sus torrijas, sin duda...
Pero también es celosa
de sus recetas y busca
que quien gusta sus placeres
no los cuente a otros nunca.
Cuando vampiresa dije
-el mago así añadía-
y que no chupaba sangre,
dato que a ustedes les lía,
no pensaba en chupar pollas,
sino en que chupa... ¡la vida!
— ¡Coño! -dijo mi compadre.
— ¡Coño! -dije yo-. ¡Que tía!
Y díganos, señor mago,
¿por qué parajes habita?
Porque ganas van entrando
de merendar sus torrijas
— ¿No tienen ustedes miedo?
— ¿Miedo, pardiez? ¡Ya querría!
¡Yo tengo curiosidad!
— ¡Yo tengo hambre de tía,
de torrijas con canela
y de saber qué nos lía!
— Pues si tan irresponsables
son que así arriesgan la vida,
yo no pondré ningún freno.
La misma senda cogida
del trovador y su bella:
por allí se va. Buen día.
Y así se nos despidió
Merlín, el mago hechicero,
que el camino nos mostró
tras asustarnos primero.
Pero mi compadre y yo
el miedo no conocemos.
El camino emprendimos
y tras un par de horas largas
escuchamos a lo lejos
como un tañer de guitarra.
Unos quejidos muy quedos
parecen acompañarla.
Mi compadre, mano al cinto,
requiere y encuentra espada.
Yo soy algo menos fuerte
y preparo la navaja.
Avanzaba acojonado
por si habíamos batalla.
Tras unos matojos verdes
que se agitan con temblor
despacio vemos... tumbado
en el suelo al trovador
(el cipotón ya nombrado,
lo recordará el lector),
Que está tocando guitarra,
la toca que es un primor,
la toca con gran maestría
y suena con tal candor
que me distrae del relato
aunque sea el relator.
Está el hombre tañendo
y a fe de que suena bien,
y en su regazo un empeño,
y él que se deja hacer,
que los quejidos que brotan
son gemidos de placer.
Juguetea en su entrepierna
un compañero de juegos
que lleva las mismas ropas
que la bella, pero en cueros
como está, bien nos revela
que no es bella sino bello.
Nos miramos mi compadre
y yo y, en silencio siempre,
deshacemos lo avanzado,
y volvemos de repente
al camino abandonado
yendo a buscar a esa gente.
— ¿Qué misterio raro es este
-me interpela mi compadre-
que muta la bella en bello?
¡Y qué bello! ¿Te fijaste?
— Y tanto –digo-. Y tanto,
que si el trovador es grande
en lo que toca al asunto,
no le queda a la zaga
su compañero. Barrunto
que quizá sea una maga
la bella que con él iba...
y mutó surco por daga.
— ¿Pero qué daga? Era estoque
lo que el muchacho cargaba.
estoque o lanza completa,
que a mí tal se me antojaba.
— Suerte la del trovador,
que no recibió lanzada,
sino cariños sutiles
en su mismísimo goce.
— Suerte o no, mas quién lo sabe,
que para gustos, colores,
y en tratando de gozarse
cada cuál con sus amores.
Dimos pues en continuar
la búsqueda torrijera
que por el viejo Joyland
con mi compadre emprendiera
en la esperanza de hallar
a la dulce repostera,
aunque íbamos precavidos
y con un cierto canguelo
por lo que aquél mago sabio
nos dio por sano consejo,
íbamos bien decididos:
era muy valioso el premio.
Pasado otro par de horas
o quizá tres, quí lo sá,
dimos en dar con un muro
y en seguirlo, un portal.
— Aquí ha de ser –dije yo.
— Entonces, aquí será
-me respondió mi compadre
buscando el modo de entrar,
que en el portal una reja
impedía el penetrar.
— Vive Dios que yo penetro
-repetía al rebuscar.
Le hice ver que había un timbre
puesto al lado de la reja.
Le insistí en pulsarlo:
él dijo:
—No, que así a ella
la pillamos de improviso.
De otro modo, nos espera.
—¡Tú quieres pillarla en bragas!
-le señalé con audacia.
—Por supuesto… o con menos,
que incluso tiene más gracia.
Se puso a trepar el muro
Y lo trepó. Mi desgracia
fue que, no siendo un atleta,
me lancé a trepar sin tino,
tropecé y caí de bruces:
un poco más y termino
aterrizando de morros
en un mojón del camino.
«Al menos, nadie me ha visto»
pienso cuando, de repente,
en el borde del sendero,
veo moverse lo verde
y oigo como una risilla
ahogada que me ofende.
Echo la mano al cinto
Y tiro de faca.
— ¡Atiende!
-le grito a lo que se ríe,
a lo que mueve lo verde-.
¡Sal ahora mismo a mi vista
o fijo te daré muerte!
(Es que yo, cuando me ofendo
y me pongo vehemente…
también tengo mi carácter,
¡que soy de sangre caliente!
Vale, y lo que no es sangre…
Pero qué vamos a hacerle).
La cuestión es que ahí sale,
de los matojos aquellos,
el mago que, hacía horas,
se quedó allá a lo lejos.
— Pero… ¿tú qué haces aquí?
-le pregunto algo perplejo.
— Seguiros, claro -responde-.
Seguiros en vuestro empeño,
pues pensé que no osaríais
entrar sin saberlo el dueño,
luego de que yo os dijera
lo que os dije antes de luego.
—Pues ya ves que no nos falta
valor para hollar el suelo
de la confitera aquella…
Si quisiste darnos miedo,
ya te dijimos entonces
que, de eso, no tenemos…
—Bueno, pues no hace falta
que lo aguante por más tiempo
-dijo sacando una llave
y abriendo-. Soy el dueño,
o más bien ella es la dueña
y yo soy solo su siervo.
Entré por la puerta grande…
mi compadre volvió al suelo
y acompañamos al mago
a través de un sendero
que llegaba hasta una casa.
El olor, bien lo recuerdo:
olía a horno caliente
y como a pan recién hecho…
Olía tan gratamente
que me demoré algún tiempo
oloreando despacio
los olores del momento.
Entramos. Amplias estancias:
era un caserón moderno,
con nada de telarañas,
todo muy requetepuesto,
muebles nórdicos curiosos
y algún otro de diseño.
Mirando los interiores
mi compadre me espolea:
— Espabila: estás en Babia
-y me lanza una colleja-.
¡Hay que buscar las torrijas:
nuestra misión era esa!
Como voy muy bien dotado
(de apéndice nasal),
en prácticamente nada
ya supe dónde buscar.
Me lancé por un pasillo
y… ¿dónde fui a parar?
No creo que haya misterio:
obviamente, a la cocina,
pues, ¿en qué otro lugar
pueden hacerse torrijas?
Y en el centro de la estancia…
La repostera vampira.
—¿A qué venís, imprudentes?
• dice con tono altanero-.
—Venimos a por torrijas
-respondo cual torrijero.
—Pues las torrijas se cobran,
y yo no cobro en dinero…
En ese momento advierte
que el mago nos acompaña.
—¿Qué haces tú aquí, Merlín?
—Traté de echarles, mi ama.
—Recibirás tu castigo…
aunque sé que te entusiasma
que sea mi fusta rosa
la que tu cuerpo señala.
Igual esta vez innovo
y te castigo con saña…
Igual me da y esta noche
vas sin cenar a la cama…
¡Igual te quito hasta Netflix!
Retírate ahora, mago,
que tengo aquí esta visita
y he de pensar en qué hago
con ellos, si doy torrijas
o les entorrijo el nabo.
(Aquello de entorrijarnos
los nabos, a mí al menos,
me pareció poco sano.
A mi compadre, ni hablemos,
que cuando oyó la amenaza
me dijo: contraataquemos).
—Venimos a por torrijas
Y de aquí no nos movemos
hasta que no consigamos
un plato de ellas bien lleno.
Que son torrijas famosas…
¡a ver si es mérito cierto!
Porque dicen que no solo
las torrijas son de cuento,
sino que también se cuenta
que a los hombres das contento
e incluso a más de una dama…
Se dice, digo…
—Celebro
que haya llegado mi fama
más allá de estos terrenos…
—Llegar llegó, y por ello,
venimos a ver si es cierto
todo eso que se dice
acerca de tus talentos.
—Si queréis comer torrijas
-nos dice sin miramientos-
yo os preparo un buen plato…
aunque, por daros contento,
os diré que mis torrijas
no os sirven de alimento.
—¿Pues cómo no van a ser
las torrijas nutritivas?
—Las torrijas sí lo son,
las que no son, son las mías.
— ¿Qué dices, quieres liarnos?
-mi compadre la conmina-.
—Mis torrijas –dice ella
refregándose las tetas
mirándonos fijamente-
no son de comer: ¡son estas!
Y se nos suelta el sostén
Y aparecen libres, bellas,
lo que en lengua valenciana
nombramos como «mamellas».
— ¿Placen a vuesas mercedes?
-pregunta la repostera-.
— Placen, a fe que placen.
— Y placerán, a fe cierta
-dice avanzando hacia ella
mi compadre con soltura.
— Viene vuecé muy cargado...
-argumenta con frescura
señalando la entrepierna-.
¿trae usted la verga dura?
— Tráigola viva, a fe mía
-responde él con acierto-,
viva buscando alegría,
viva para dar contento...
— Vamos, para echar un kiki.
— Ahí le has dao.
—Pero es cierto
-intervengo yo en la escena-
que aquí con ese portento
como muestra mi compadre
también voy yo... ¿no le tiento?
Que tras tantas aventuras,
también al divertimento
que parece que se viene
quisiera estar yo apuntado…
—Pues no vienes en mi lista
-me dice, haciéndome a un lado
y arrimándose al compadre
que a ella ya se ha arrimado.
Pero llegando a este punto,
caro lector esforzado,
voy a omitir los detalles…
Principalmente lo hago
porque todos los presentes
en la historia que ya acabo
acaban gozando fuerte
menos el que esto ha contado.
El mago con sus castigos,
que le va el juego del sado;
el trovador con su bella
que es bello en el mismo estado;
mi compadre, finalmente,
con la repostera acaba
y yo me quedo en un lado,
plantado como una falla,
mientras como las torrijas
que nutren pero no orgasman.