Asperger
Ella llora.Era la primera vez que nos veía. Desconocidos, estamos unidos por la soledad más insoportable: la de los hijos.
Aunque reconocí a María José y a Rosa, el resto de personas que esperaban la ausencia de la persiana eran nuevas para mí. Llevo siete años en la Asociación. Mi hija tenía 16 y mi hijo 11. Fue él quién inició todo el proceso: “ Me siento diferente “. Estaba solo en el patio, como su hermana. Sin compañeros con que jugar, fantaseando amigos. Aún tardaría tres psicólogos y tres años el diagnóstico: autismo de alto rendimiento, asperger.
Cada tres meses, las reuniones de golpeados por el dolor más grande, el sufrimiento de nuestra carne arrojada al mundo.
Y las lágrimas saltaban ante gentes de rostro extraño, de sentires próximos. No había vergüenza. La borraban los pesares compartidos.
--Llora, mujer, si quieres –la voz de la señora de la derecha como bálsamo.
Y nos contó la historia de todos: el duelo del diagnóstico, la incomprensión de la familia cercana, la búsqueda de ayuda, los tratos con la escuela. Y luego lo propio, la negación del padre del niño, sus accesos de ira, el divorcio meses después. Ahora estaba sola, con su hijo.
Lo confieso, no puedo curarme de mi mismo. Siempre que entro en los sentimientos me fijo en los cuerpos, mayormente si vengo sin Cristina. Soy un poco cerdo. Pero eso, lejos de darme pena, me sirve para vivir. Me gusta ir a la Asociación. Abundan las mujeres. Soy un hombre de ternuras y lujurias. Y esa hora entre palabras húmedas me colma de sensaciones. Sobre todo si mis ojos cansados se encuentran con los muslos de Rosa.
Cuatro hijos, cerca de los 50, con tacones, minifalda y medias con liguero. Creo que intuye que la critican. A ella le da igual. Encargada de nuestras redes sociales, bien sabe, estoy seguro, que las miradas de los pocos hombres saltan otras piernas del círculo para enredarse en sus ligas apenas veladas.
Ella también llora.
Sus dos hijos autistas la bañan en lágrimas.
No he hablado apenas con Rosa. Prefiero mirarla, desearla con palabras ocultas. Sentirla próxima por hembra libre y lasciva. Por mujer de padeceres compartidos. Ella no lo sabe: la tinta que nace por su cuerpo me borra preocupaciones, me da respiros. Sus muslos, mis versos:
LASCIVIA
La hembra de la diestra yergue mi falo.
Muslos en mi saliva, la lasciva
embruja mi activa verga cautiva,
aviva en lúbrica diva mi palo.
Otros cuerpos, Rosa como regalo,
versos secretos, pasmosa misiva,
quizás la sugestiva sin tanga iba,
imagen en mi lanza como escualo.
De río en semen se llenan vitolas.
Se bate sobre el glande la blancura,
la punta de mi cuero en raudas olas.
Estalla lo níveo en vulva pura,
penetra en el nido, carmesí en lunas,
me persigo en su concha de hermosura
Ella me ve serio, casi hierático. No se imaginaría nunca que este padre letrado, cincuentón avanzado, se embosca en sonetos eróticos, casi pornográficos. Hablador de sentires me cree Rosa. Consolador de lágrimas, también las de María José:
– Estamos solas, los hombres no nos acompañan. Huyen.
No seré yo, compañera. Mi cuerpo se da, fluye. Pero no son mis ojos los que lloran. Han aprendido a perseverar, a resistir. Mis hijos como hacedores de mi paciencia ante la adversidad. Prefiero salirme por el sur, desprenderme de blancuras por hembras como Rosa. No me resigno al esplendor del sufrimiento.
Las medias de Rosa se levantan. Las franquezas han secado llantos. Somos diferentes. Nos hemos encontrado. Sabemos que volveremos. Será otra oportunidad de imaginar un mundo habitable para nuestros hijos. Con palabras compartidas, con amigos.
Y yo podré ser yo, lo que pocos ven, un asperger sin diagnóstico, un voyeur de almas y cuerpos de rosas.