MARÍA SIN DECIR NADA
María observaba desde su ventana, veía jugar a los niños distraídos, sola en el silencio de su salón recordaba su infancia, carente, incompleta de atención y cariño, exigente. Con el tiempo se había ido generando una rabia, un enfado de no haber podido elegir que acontece. Era hija buscada o no, había venido a este mundo, y allí se encontraba en un contexto que le había sido dado para vivir.
El desconcierto, la incertidumbre se habían hecho nanas de sus sueños. Y los susurros se tornaban en gritos . María era hacendosa, metódica, era como intentar ordenar ese desorden.
Había crecido así, era como si el control que ella intentaba establecer ante la incertidumbre compensara el desnivel de su sustento. Esa exigencia de tenerlo todo atado era como el castigo de Sísifo de llevar la roca una y otra vez por la ladera. Todo parecía bajo control pero al llegar a la cima se derrumbaba, porque el tiempo y el espacio es incierto en un universo infinito y lo que acontece no puede ser controlado aunque lo parezca.
Y está necesidad de control estalló un atardecer porque todo lo que había construido la pesaba, se lo había echado a la espalda y la pesaba, esa roca era lo inevitable de la vida y la ladera era ella y sentía el peso inmenso que la acercaba a la tierra, la arrastraba y la impedía caminar.
El infierno muy cerca en forma de miedo, un miedo irracional que la cortaba el aire, un miedo que la ataba con cadenas, tirada en el suelo sin poder respirar era esclava.
Su vida se hizo pequeña, acotada. El miedo atrapa te encoge. A veces todo lo que mengua crece y así como Alicia en el País de las Maravillas, creciendo y menguando , sin encontrar el tamaño justo que la acercase a la llave que abre la puerta que da al jardín.
Pero aunque la vida es incierta, provee y el que busca encuentra, y María desde su ventana no sabe muy bien donde, observa el atardecer y piensa en la puesta de sol y se deja llevar por la luz y por una vez suelta y se rinde a lo que es.