TÍO HILARIO
Todos en el pueblo decían que el tío Hilario estaba un poco loco. Cuando la mayoría de sus vecinos eran solo unos chicuelos cazando renacuajos en el río, Hilario ya era viejo; uno cascarrabias y renegón cuyas excentricidades provocaban la hilaridad de sus paisanos. "Pero tío, ¿cómo va usted sin calcetines?" " Tío, ¿Y sus gafas?"
• Me los han escondido - respondía siempre resoplando - no tienen una idea buena.
Todos pensaban que estaba un poco chiflado.
Era habitual encontrárselo al anochecer rondando la tapia del cementerio.
A pesar de que Antonio, el guardés del camposanto, cada tarde aseguraba la verja, no se sabía muy bien cómo, Hilario se las arreglaba para colarse dentro provocándole más de un sobresalto cuando lo sorprendía deambulando con su característica parsimonia cojitranca entre las tumbas, mascullando, riendo entre dientes o emitiendo leves silbidos.
La noticia, no por previsible dejó de conmocionar al vecindario. Fue Miguela, la mujer que le ayudaba con las tareas domésticas quien dio la voz de alarma al comprobar por la mañana que Hilario no había pasado la noche en su casa. Cuando se enteró de la desaparición, Antonio, con la certidumbre encogiéndole el estómago, se separó del grupo organizado para la búsqueda y corrió hacia el cementerio donde tal como temía, el viejo se había vuelto a colar con la mala fortuna de haberse precipitado a una fosa recientemente excavada quebrándose el cuello en la caída.
Todos pensaban que el tío Hilario estaba mal de la cabeza, pero le apreciaban.
Nadie quiso faltar a su funeral y después, el Hogar Sindical que hacía las veces de taberna, ultramarinos, cabina telefónica y dispensario médico, estaba más concurrido de lo habitual. Ginés, hombre discreto y parco en palabras pese a su oficio no pudo evitar oir parte del diálogo mantenido entre el cabo del retén de la Guardia Civil acuartelado en el ayuntamiento, el doctor y el cura, mientras rellenaba los vasos de vino que éstos consumían un tanto apartados del resto del paisanaje:
• Pobre hombre, Dios lo acoja en su seno. ¿Creen que sufrió? Toda la noche allí tirado...
• En absoluto; la muerte fue instantánea. Dudo que llegase a enterarse de nada.
• ¿ Se fijaron en su cara? - el cabo Gutierrez se preciaba de ser buen observador - el desgraciado se reía.
• Estaba muy mayor, demenciado.
• Y tanto. Todos escuchamos alguna vez sus desvaríos: "Me esperan" solía decir cuando se le preguntaba el por qué de su manía, "No se cansan nunca de jugar".
Párroco, cabo y doctor se persignaron apresuradamente, súbita e irracionalmente turbados.
• Era un demente - zanjó el galeno, apurando su bebida de un solo trago antes de abandonar el local.
Ginés colocó el último taburete boca abajo sobre el mostrador. Era tarde, estaba cansado y al día siguiente podía terminar de limpiar antes de que comenzasen a llegar los primeros clientes. Se acostó sin cenar pero fue incapaz de conciliar el sueño. Algo en la conversación de la que había sido involuntario testigo le había desasosegado adueñándose de sus pensamientos un runrun persistente y zumbón, como de avispero, desquiciante. Esas palabras… no era la primera vez que las oía. "Me esperan, no se cansan de jugar". Vamos Ginés, recuerda, se repetía una y otra vez exasperado. "Me esperan..."
Si el miedo tuviese una firma, sin duda su rúbrica sería una expresión como la del rostro del tabernero cuando la lucidez le golpeó por fin en la memoria.
Hacía ya muchos años, el abuelo Jonás había pronunciado esas mismas palabras. Cortaba jamón mientras sin reparar en la presencia del mocoso que por entonces era Ginés, comentaba con su hijo un extraño suceso acaecido durante las obras de ampliación del cementerio. Por lo visto, uno de los peones, pocos días después de la forzosa exhumación de algunos enterramientos colindantes al antiguo muro, había perdido la razón, quizá insolado, abandonando cada noche la barraca donde se alojaban los obreros para correr como pollo sin cabeza entre las tumbas vociferando incoherencias que ahora cobraban terrorífico sentido. "¡Me esperan! ¡Me esperan!¡No se cansan de jugar!" contaba el abuelo Jonás que gritaba el pobre enajenado. En aquella época y durante algunos años, recordaba lívido el mesonero, un ya maduro Hilario de quien nadie dudaba de su cordura, era el vigilante del camposanto, alojado en la vivienda anexa, acondicionada sobre las ruinas del viejo horfanato.
" Luego, cuando os rompáis una pierna, vendrán los lloros. Malditos críos. Como os coja os van a caer más palos que a una estera" .
Mientras en su casa Ginés velaba demudado, en el cementerio un iracundo Antonio lanzaba cachiporrazos al vacío enfocando aquí y allá el haz de luz de su linterna, persiguiendo entre las tumbas murmullos, carreras y risas traviesas procedentes de todos y ningún lado.
Con el tiempo, todos en el pueblo salvo Ginés, comentaban que Antonio, el antiguo guardés, estaba un poco chiflado...