Alma clown
La vida, sin permiso previo, te va presentando personas, cada uno de su padre y su madre. Como una servidora. La mayoría son temporales o sin trascendencia alguna, pocas pasan a categorizarse como amigos. Y si eres afortunada, contados, se convierten en amigos del alma. Se alojan en tu consciencia y subconsciencia definitivamente, desde donde te empujan a ser tú misma, aceptarte, evolucionar, amarte, crecer sin pensar en limitaciones. Apuestan por ti, más que tú misma.
Merecido o no, he sido agraciada con este divino tesoro. Desorientada como espíritu errante, mi amiga me dirige pacientemente, después de mis deficientes excusas, a realizar un taller de clown.
¿Qué diantres hago aquí con una nariz postiza roja, cuál tomatera en temporada, colgada de mi cuello? – Mi mente giraba vertiginosamente sin descanso alrededor de esta pregunta.
¿Tengo que hacer el idiota y además se tienen que reír? – Dándole a las preguntitas.
La presión en el pecho era asfixiante, ríete de las respiraciones tántricas. Buceaba en apnea por ese espacio de cuatro paredes.
¿Y si me bloqueo? El ridículo será espantoso – Me fustigaba mentalmente.
Cinco locos de atar, incluida mi amiga, empiezan a jugar, interactuar, improvisar, compartir, siguiendo las indicaciones del profesor. Alejandro, se llamaba, un alma blanca.
Mi expresión me delataba, era notoriamente perceptible, parecía estar esperando mi ejecución en el corredor de la muerte. Mis músculos y articulaciones en estado de parálisis total.
- Tranquila, aquí se viene a divertirse, nada de obligaciones, nadie juzga. Solo cuando te apetezca puedes entrar a jugar – Me dijo dulcemente al oído, esa cándida criatura.
Allí estaba yo, sentada en el suelo, con las piernas aprisionando mi pecho, rodeadas por mis tensos brazos, reposando la barbilla en las rodillas, escudriñando todo lo que se cocía. Mis tripas eran un pegote de cartón piedra. Imposible digerir ni la saliva.
El cerebro afincado en mi zulo particular, justo de oxígeno, donde me acuartelé “voluntariamente” evitando exponerme a la vida. Viraba en función de la dirección del viento, impensable ir a contracorriente, dejándome surfear por las corrientes y mareas de la insulsa cotidianidad. Confortable en mi precariedad mundana, sin atender a mi existencia, mermando la capacidad de sentir, expresar, gozar, experimentar. Aislada en la maldita “zona de confort”, donde el costumbrismo me encorsetó como “modus operandi”. Consumiéndome sin remedio.
Creí que ese cubículo bien acomodado donde estaba instalada me iba a salvar de los oleajes, tempestades. Habituada a ese mugriento y cutre alojamiento de mis desperdicios, autoconvenciéndome de estar viviendo la realidad que deseaba.
¡Que sí, que está bien! No hay oleajes, maremotos, sunamis ¿Pero a qué precio? Pasar por mi historia de puntillas y medio anestesiada.
No sé como sucedió, tengo un vacío mental importante de ese momento, me encuentro en el epicentro de la sala, con mi nariz colocada. Solo me faltaba otro obstáculo en mis fosas nasales para empezar a hiperventilar.
Entumecida de pies a cabeza, con la sensación de estar desnuda a plena luz del día, en el centro de la Plaza Catalunya, delante del Corte Inglés, un sábado por la mañana y con una sensación inminente de sufrir un estallido craneal, desparramando mis sesos por doquier.
- ¿Puedes presentarme a tu clown, como te llamas y contarme algo sobre ti? – Me dice el alma blanca.
- ¿En serio? No me lo puedo creer. Si nos hemos saludado al inicio de la sesión – murmuraba para mí.
Mi cerebro en encefalograma plano. Segundos que parecieron milenios.
- Dispersia – balbuceé para mis amígdalas.
- ¿Perdón, puedes repetir tu nombre?
- ¡Me llamo Dispersia! – Grite.
A saber, porque diablos me bauticé así. Creo que mi otro yo, ha venido a socorrerme. La procrastinación rondaba mi día a día.
Los ejercicios que planteaba Alejandro me hurgaban las entrañas, arrancándome a jirones la piel. Me sentía en el túnel del tiempo, retrocedí a mi infancia, sincera, transparente, confiada, espontánea, ingenua, osada, antes de que la sociedad me hubiera violado el alma.
Pierdo la orientación de mi ser, quedando a la deriva en aguas frágiles, indefensa y totalmente expuesta, esperando el rescate antes de ser devorada por las pirañas que merodeaban. ¿Qué piraña, por favor? Si son mis demonios.
Ahí se quedó mi mente, divagando sin rumbo, el puntero de mi brújula dispersa debido a los miles de revoluciones por minuto de mis pensamientos, centrifugando a la máxima potencia, sin coordenadas y una niebla del copón.
Me atreví a asomar la cabeza por la escotilla, aun sin abandonar el camarote, donde habitaba cómodamente, evitando atisbar el temporal que se avecinaba. Mi corazón tenía trabajo extra, bombeaba con fervor para licuarla la sangre cuajada de mis arterias, permitiendo a ese líquido rojizo llegar a todas mis esquinas para desencadenar mis innatas reacciones.
¡Y claro! Tele transportarme en décimas de segundos, 35 años atrás, soportando una mochila cargada de una cromañoica educación, inseguridades, complejos, reservas y estupideces varias, mientras improvisas las situaciones más absurdas jamás imaginadas, tiene sus consecuencias.
Me precipité al complejo vacío de mis emociones más primarias, sin paracaídas, intentando que el impacto fuera lo menos traumático posible.
Y no sabes cómo, mi niña interior encuentra recursos inimaginables para superar las situaciones más irracionales, desde la autenticidad y valentía, siempre jugando y con la mente puesta en el aquí y ahora. Navegando entre las mareas de mis emociones.
A trompicones, voy mostrando mi pura esencia. Esa inocencia e ingenuidad que te otorgan al nacer, que ha sido sepultada por tantas traicioneras capas de incertidumbres, temores, orgullo, ira, convirtiéndose en una coraza de hierro forjado, prohibiéndome, ver y existir desde mi alter ego. Mi auténtico yo.
¿Quién dijo miedo? Lanzada, le dije a mi miedo -“La puerta está abierta, instálate donde más te plazca y acompáñame durante mi montaña rusa emocional”.
Dejo de pensar, de sentirme ridícula, todo en mí parece florecer, todo está bien. Dispersia se va autoconvenciendo.
Empiezo a deshojar, uno a uno, mis temores, esparciéndolos libremente por el ambiente, importándome un bledo donde vayan a parar. Desvirgo mi alma, dejo actuar libremente mis impulsos, suspiro aliviada y me ofrezco entera. Todo lo que me nace es correcto.
Me divierto, me identifico, me gusto. Estoy haciendo lo que me place y como me place, no hay juicios ni valores. Es un orgasmo extrasensorial.
Deporto mi cuerpo y mi mente fuera de este agujero, húmedo y gris, después de tantas mareas soportadas. Me sumerjo a lo más profundo del océano, asciendo a los cielos, cayendo y rebotando en esas nubes de algodón pintadas al óleo. Salto de una a otra, planeo hasta llegar a tierra firme, cayendo de pie, llorando y riendo al unísono. Renacer, reconstruirse desde la médula hasta la epidermis.
La absurdidad se convierte en racionalidad. Durante ese trance dejo de estar en modo cerebral. Mi clown me convierte en una carismática bailarina de flamenco, en el río Amazonas, con sandalias de goma y un traje de faralaes de vaporosas hojas y coloreadas plumas. Bailo, giro, doy un doble salto con tirabuzón carpado, taconeando mis chanclas sobre el agua y el lodo, la música en mi imaginario. El eco del chapoteo resuena en toda la frondosa selva. A la melodía de mi chancleteo, acuden miles de animales a disfrutar del evento, acompañan con palmeos, mi chiflado trasiego y desvarío. Recibo una ovación desde las gradas de un quimérico anfiteatro, entre árboles y lianas, líquenes y musgo. ¡Qué arte tengo, Ozú!
Después de esta catarsis, vuelvo al dominio clowniano, recibiendo las más tiernas de las sonrisas de mis compañeros. Les dedico una mirada coplera que no se “pué aguatá”. Están entusiasmados, siendo testigos del resurgir de mi alma Clown. Purificada, limpia, transparente, descarnada, impregnada de honradez y desprovista de todo tipo de aditivos.
Durante este trayecto pongo de manifiesto mis cualidades y defectos, virtudes y carencias, unos me sorprenden, otros los intuías. Caen desplomados los filtros que me había impuesto. Me encuentro turbada, sensible. Desprendo aroma de autenticidad desde la vulnerabilidad. Qué bello momento.
Una vez doy por finalizado el viaje a mis instintos primarios, de espaldas a mi público, me desprendo de la nariz. Dándome media vuelta con los ojos inyectados de felicidad, me deshago en una humilde reverencia.
Ellos me aplauden, vitorean, saltan, me abrazan, me empapan de su emoción, como si con la mía no fuera suficiente. Eso sí, como un guiñapo, exhausta y desfallecida, me dejo querer.
Volver a rescatar a mi memoria ese instante, hace que mis lágrimas inunden mis ojos.
Después de mi primer taller de Clown, la señora Migraña me vino a visitar y se quedó todo el fin de semana sin ser invitada. Era necesario asumir ese trastorno mental transitorio.
Este periplo no es más que es el inicio de mi camino sobre un inestable puente de roídas tablas, hacia mi propia r-evolución. Traducir las emociones bajo los signos codificados de mi cuerpo. Ir al encuentro de mi virginal quintaesencia. Copular contigo misma, descubrirme, seducirme, enamorarme de mí Menudo regalazado.
Cada sesión en la que puedo participar me deja agotada, removida, desubicada, en contraprestación, las malditas capas adheridas van desplomándose a lo largo de ese paseo, hacia la conquista de mi libertad.
Una maravillosa terapia del autoconocimiento, expresión y evolución. Donde la diversión está garantizada. No es mi intención ser un clown escénico, solo deseo ir descubriendo el mío y mostrarlo sin tapujos.
Mi maestro nos dijo: - Todos llevamos un “imbécil” dentro, pero hay que ser muy generoso de espíritu para mostrarlo a los demás.
Apunte importante, un Clown, no se debe confundir con alguien que hace el payaso. El payaso lo sabe hacer mucha gente y no tienen ni pizca de gracia.
Sólo os rogaría, si alguna vez os tropezáis con Dispersia, tratarla con mimo. Ella va con el ánima en cueros. Ella te ofrecerá su Alma Clown.